domingo, 27 de diciembre de 2020

MI VIEJA NAVIDAD EN VALLADOLID

 

 MI VIEJA NAVIDAD EN VALLADOLID   27-12-2020

En éstos días parece que como terapia a todos nos está viniendo bien evocar las Navidades pasadas, las de hace más años que la tos y el estornudo, y yo, no iba a ser menos dada mi afición a la tecla y la pantalla.

Escribir y recordar está siendo una verdadera fuerza mental para afrontar las presentes con una sonrisa y el corazón tranquilo, sintiéndonos (de alguna manera) acompañados por todos aquellos que contribuyeron a hacernos felices. Ellos fueron el verdadero espíritu navideño en nuestras vidas. Nuestra privilegiada mente, desecha lo feo que pudieron tener, por eso rememorarlas, es volver a vivir aquella añeja felicidad que sentimos.

Como os decía en el capítulo, anterior, La Nochebuena de mi infancia en Alaejos Las recuerdo con muchísimo amor y nostalgia, aunque no menos que las primeras vividas en este Valladolid helado.

 Las recuerdo con muchísimo amor y nostalgia, aunque no menos que las primeras vividas en este Valladolid helado.

Me faltaba una semana para cumplir los 9 años, corría el año 1966, mediados del siglo pasado, cuando mis padres decidieron emigrar del pueblo para instalarnos en la capital. Os confieso que no fue un trauma para mí cambiar las acogedoras calles de Alaejos por las del ruidoso Pucela, pero este es otro capítulo de mi “El olor de los recuerdos”, que hoy no viene al caso.

 Os confieso que tengo un lavajo en la memoria y no recuerdo si aquel 1966 volvimos al pueblo por Navidad. No teníamos coche y supongo que era complicado, aunque de lo que estoy segura es que las pasamos con mis abuelos porque mi abuelo no concebía la Nochebuena en casa de sus hijas. Tenía que ser en la suya… Recuerdo que en 1967, la abuela había estado ingresada y se quedaron a pasar las fiestas en casa de tía Chus, que tenía una casa mágica, del tamaño de una de muñecas, pero cabíamos todos… y más ¡¡increíble!!

Tenía una pequeña cocina, un pequeño servicio, un pequeño comedor, y dos pequeños dormitorios. Recuerdo que al verla por primera vez, me pareció una mansión. Un palacio.

En el comedor había un sofá, un sillón, una mesa camilla, la cama mueble, máquina de coser, el frigorífico Aspes y la tele en un carrito con un caballito hecho de maroma gorda encima. Para Nochebuena llevaban la mesa de la cocina y no me digáis de dónde sacaban las sillas, pero éramos 10 comensales: Nuestros anfitriones Chus y Pedro, mis primanas Feli y Charo que apenas tenía un año, mis abuelos Felisa y Ruperto;  mis padres, mi hermano y yo… Y por si fuera poco, en 1967 invitaron a cenar con nosotros a Paqui, Chemari y Ana Isabel, una hermosa bebé de seis meses.

El menú de la cena era el mismo que el que nos servían en Alaejos (el que casi intacto  y por tradición, sigo manteniendo en mi casa).

Las cocineras eran las mismas, el pollo seguramente era de mostrador y no de corral casero, y la lumbre era una cocinilla de butano (o de camping gas el primer año). Creo recordar que mi madre llevaba algunos platos cocinados en nuestra casa por tener el trabajo adelantado.

Pues ahí no quedaba la cosa, porque después de cenar pasaban los vecinos: Mariluz, Toni, Pedro, Pili, Encarnita, Jesús Manuel y Evangelina, una mujer grandona, rebosante de salud que siempre se quejaba de estar enferma y va a sobrevivir al mismísimo Matusalen.

En el pasillo de la casa de tía Chus habían abierto una puerta que daba al pasillo de Consta, hermana de tío Pedro. Eran pared con pared las casas, pero de diferentes portales, así abriendo la puerta, no necesitaban subir y bajar cuatro pisos para verse estando como digo, pared con pared. Bien, pues de aquella casa, pasaban Consta, Juanito, Javi, Bego, Nines y Pili… y cabíamos. ¿Era o no mágica la casa de tía Chus? Estoy segura que fue fabricada con algún novedoso material extensible, pensándolo ahora, no me explico dónde nos metíamos tantos en aquel comedor de tres por tres (literalmente)… Imagino que cada uno llevaría sus sillas, como para ir a los títeres, pero  aún sacábamos sitio para “el escenario”.

 Feli y yo habíamos pasado muchos días nerviositas perdidas, escribiendo “teatros” guardando cualquier archiperre que nos pudiera servir para disfrazarnos y actuar después de cenar teniendo como público a los abuelos, a nuestros padres y los miles de vecinos. De haber cobrado entrada nos habríamos forrado.

 Nuestro “camerino” era el casi minúsculo baño. Allí nos pintábamos con los pocos maquillajes que nos prestaban, (una barra de labios, y un lapicero de ojos, sin sombras ni colores). En la foto me veis con la bata de “guatiné” de mi abuela. Feli se puso las botas de Paqui, que le quedaban seis números grandes y cuando se las quiso quitar no pudo, la ayudé a tirar de ellas y se las rompimos. Las apañamos como pudimos y hasta hoy no he confesado el crimen, justo ahora que ha prescrito hace ya muchos años.

 Finalmente nunca interpretábamos lo que escribíamos porque los niños de aquellos vecinos, sin proceso de selección ni ensayos, nos los acoplaban para actuar en nuestra obra que al final no tenía ni pies ni cabeza, (ni lo tuvo nunca) pero todo el mundo reía y nos aplaudían como si todo aquello hubiera tenido un mínimo de sentido.

Sin duda aquellas Navidades de Valladolid en la muy acogedora casa de mi tía, las recuerdo como las más bonitas de mi adolescencia.

De pronto decidieron que ya éramos demasiados y dejamos de vivir en casa de tía Chus las Navidades. Desde ese momento dejaron de tener sentido para mí. No concebí una Nochebuena cenando nosotros cuatro solos. El primer año lo recuerdo muy triste, supongo que poco a poco me fui haciendo a la idea. Con sus más y sobretodo sus menos.

El comedor de la calle Moradas no era mayor que el de mi tía, y en Nochebuena se daba de sí. También después de cenar subían nuestros vecinos: Justina, Wences, Chus, Toño, Marce, Guillermo, Chus, Silvia, Anselma, Pili… Reíamos, jugábamos a cartas y de alguna manera reinventamos la Navidad… Sobre todo un par de años que las pasaron con nosotros mis tíos María, Bernardo y Victoriana.

Dejo aquí mi relato porque entraría en recuerdos que no me harían bien y no quiero destapar morceñas en estos recuerdos que pretenden levantar ánimo, no apalastrarlos.

Esos son capítulos de mi vida que escribiré y compartiré con vosotros, pero será en otro momento. Hoy quiero transmitir alegría, recuerdos gratos y un poco de ese espíritu Navideño que perdí por mucho tiempo y no volvió a resurgir hasta que mis nietas iluminaron nuestras vidas. Ellas, junto a mis hijas, mis yernos y mi animoso marido, son los que siempre me aúpan cuando caigo, y en Navidad caí muy, muy abajo.

Las vivencias Navideñas con mis abuelos, mis padres, mi hermano, Pedro, tía Chus y mis primanas son lo mejor de mis recuerdos de infancia y adolescencia.

Este año ha sido complicado, aunque el haber vivido Navidades muy dolorosas, mucho antes de ver sillas vacías para siempre, nos hizo estar preparados para saber que aunque no podíamos reunirnos los nueve como siempre, íbamos a estar juntos cada uno en su casa. Tan mentalizados estábamos, que fue una cena más, con la misma comida especial, con regalitos sorpresa, con la ilusión de que esto pasará pronto y valoraremos mucho más lo que tenemos.

 Envío mucho amor a quienes quiero, que sois muchos y sabéis quienes. A mis lectores, amigos y conocidos, os deseo lo mejor ayer, hoy y siempre.

 

¡¡¡FELIZ NAVIDAD 2020 Y VENIDERAS!!!

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