-Capítulo 28-
CUANDO MIS FIESTAS DE LA CASITA ERAN
“LA CASITA”
Pues
sí, empecé muy joven a ser “peñista”
y no lo fui por mis propios méritos.
No recuerdo muy
bien cómo surgió la idea, creo que pudo ser porque en diciembre de 1968
coincidí en una boda con una chica casi de mi edad y lo pasamos
tan bien aquel día que nos hicimos amigas.
En
verano de 1969 yo tenía 12
años… ella era un poco mayor
que yo –quinta de mi hermano- y pertenecía a una peña, me presentó a sus amigas
y seguramente salimos juntas varias
veces aquel verano.
Más
o menos todas me aceptaron como amiga aunque para poder pertenecer a la peña,
tuve que pedir permiso a mis padres que seguramente consintieron a tan temprana
edad, porque de esa peña mi hermano también era miembro y me tendría siempre
bien “vigilada”.
La
verdad, nunca hizo falta el vigía, era
una niña nada “libertina” y sabía yo
solita cuidar perfectamente de mi integridad moral, de esa integridad que debía
llevarme “intacta” al altar… y así llegué
con veinte añitos, casta, pura y “sin
tropezar”, eso sí: por pura convicción no por llevar ocasionalmente escolta. Otra cosa es que luego, con los
años, me haya parecido una soberana tontería… aunque si me hizo sentir feliz ir
virgen al matrimonio, ¿quién soy yo para reprochármelo? El mérito fue mío… y
del paciente de mi único novio.
Que
yo fuera a su peña, para Toño supuso un gran disgusto (hoy lo veo lógico) porque me
iba a tener de “testiga” de sus “pillerías” y ligues de crío de 14 años
que ya se sentía hombre. Eso sí, a solas, sin la presencia de mis padres, mi
joven hermano “me leyó la cartilla” y
mirándome fijamente, con el dedo acusador apuntando a mi cerebro me dijo: “Pase lo que pase en la peña, tú a callar, ni
una palabra en casa a los padres o te vas a tomar polculo de allí. ¡Ah! y cuidadito con hacer nada con los
chicos, “no te dejes”, ni aunque sean mis amigos, que son unos cabrones. ¡¡Que no me entere yo!!”
Y por supuesto, ni conté sus arrimones bailando con la forastera de turno,
ni que fumaba, ni que decía algún que otro taco que en casa ni se le ocurría
aún soltar, ni si bebía uno o dos vasos de limonada, porque tampoco se pasaba
bebiendo el homb… el muchacho.
Mi hermano no tuvo nunca queja de mí. Nunca me
arrimé demasiado ni siquiera al chico que me gustó desde el primer día. Yo no
fui nunca de las que “se dejaban”.
Los chicos de la peña eran “mu cabrones”
–según mi hermano- yo digo que los chicos de la época en general, eran picarones, y si podían jugar al parchís en la peña para comerse
una y contar 20, no desaprovechaban la ocasión, aunque a la hermana de Toño no
la iba tocar ni Dios… y no sólo porque me lo hubiera advertido él, o porque los
chicos respetaban a la hermanita de su amigo. Eran otros tiempos, y yo muy
niña, cumplía las órdenes a rajatabla,
era muy obediente, muy pava, y decentísima… Bueno, esto último lo sigo
siendo.
Las
peñas –casi todas las de entonces- eran casas generalmente muy viejas y asequibles a los menesterosos bolsillos de los chicos,
que de su escueta “paga” semanal,
apartaban algunas perrillas para comprar pequeños detalles para la peña y
también –ya más cerca de las fiestas-
pedían a sus padres el dinero del escote
para el alquiler de la vieja casa y del mismo escote pagaban el enganche de la luz, la limonada, los farolillos,
las bombillas y la pintura verde con que las pintaban para darle al local un
toque “discotequero”, íntimo y
oscurito para mayor “intimidad”.
También empleaban ese dinerito para la
compra del pequeño tocadiscos y los discos. Ellos tradicionalmente invitaban a
las chicas -que no pagábamos cuota- y se encargaban de adornar y preparar la
peña, muy orgullosos; cosa que les mantenía entretenidos buena parte del
verano.
Tener peña para las fiestas era muy importante.
Un lugar donde pasar tan buenos ratos bailando o jugando a “El Tío Maragato”: tradición muy
arraigada en las peñas de mi pueblo y que a mí particularmente me aburría
muchísimo. No le veía la gracia. Prefería escuchar chistes o bailar.
Como
dije, las chicas de la peña me aceptaron sin que yo notara que me hicieran de
menos, cosa que hubiera sido lógica porque ¿qué pintaba allí la hermana pequeña
de Toño? Casi con toda seguridad así fue cómo recalé en la pequeña “Peña”
que hizo que me enamorara para siempre de las fiesta de Alaejos, y que desde
entonces dejara de jugar con muñecas para sentirme una jovencita como mis
amigas, tan niñas como yo, porque apenas
tenían uno o dos años más, aunque ya se sentían “mayores”, algunas incluso ya con novio, con el que años más tarde terminaron
casándose... o no.
Nuestra
peña aquel año estaba a la entrada de la calle “Sin Dios”. Era una casita desalojada e inhabitable, vieja, de adobe, cuyos techos medio ruinosos
habían sido cubiertos con “ramera” que no sólo servía para tapar esa vieja
techumbre de madera, seguramente cuajada de telarañas. La ramera daba un peculiar perfume a la
estancia. Ese olor de la peña no podría describirlo, pero forma parte de mi “Olor
de los recuerdos”.
En
nuestra peña, al fondo había una cortina que daba paso a un reservado donde
algunas parejitas hacían lo que “la
que se dejaba”, se dejaba, y donde dormían las primeras borracheras de
sus vidas algunos niños con sueños de hombre aunque no pasaban de “mozalbetes imberbes” de apenas 14 y
algunos 16 años.
Nunca
se me ocurrió traspasar la cortina de ese reservado, porque no, y porque no
entré ni a sentarme con las cortinas abiertas desde donde se me podría ver
perfectamente para evitar lenguaraces acusaciones, y por cansada que estuviera,
no me sentaba en ellos porque vete a
saber de dónde habrían sacado aquellos viejos y bultosos colchones. Si
estaba cansada ya me sentaba en uno de los bancos que pegados a las paredes,
rodeaban la estancia “principal”.
Bancos hechos con gruesos tablones de andamios que por patas tenían unos
cuantos ladrillos y que hacían muy bien su función de asiento, para peñistas y
forasteros.
A
la entrada a la derecha había un pequeño mostrador donde el encargado
ocasional, servía la limonada y ponía la música.
Aquellas
músicas que acompañaron mis fiestas y mis sueños “de niña a mujer”. Imposible olvidar aquellos discos de vinilo con
cara A
y cara B que contenían una sola canción en cada una de sus caras.
Música también inolvidable con la que bailábamos felices
y alegres: “Palito Ortega” con “La
felicidad”, “La chevecha” o “Corazón contento”. “los Diablos” con “Un rayo de sol”, “Acalorado”... También grupos
como “Los Módulos” con “Todo tiene su fin”, “Los Pasos”, “Los Brincos”
“Los Sirex”, “Los Mustang”, “Los Bravos”... “Karina” con el recordado “Baúl de los Recuerdos”, “Aire de
fiesta”, “Las flechas del amor”. Sin olvidar a “Formula V” y “Tengo tu amor”, “Eva María”, “La fiesta de Blas” y su
inolvidable “Cuéntame” tan popular
actualmente por la serie del mismo título que tantos recuerdos evoca a “los
niños” de mi generación. “Cuéntame” la canción “insignia” para mí, porque cuando la
ponían en la radio me transportaba a mi peña y a las veces que la bailaba con el
chico que desde el primer momento me hacía sentir mariposas en el estómago.
Por aquel entonces en mi casa no había radiocasete mucho menos tocadiscos donde yo pudiera poner mi música
preferida en el momento que yo quisiera. Tenía que esperar a que esa o
cualquiera de las anteriormente mencionadas sonaran en la radio para volverme
loca de felicidad… ¡¡con qué poquito me he conformado siempre!!
¡La peña! ¡¡Mí
peña!! ¡¡¡Qué mayores éramos ya
mi hermano, nuestros amigos y yo!!! ¡¡¡Qué mayores nos creíamos!!!
Éramos
una juventud muy sana (o eso creo yo), por entonces en todas las peñas del
pueblo sólo había limonada para tomar y ofrecer a “las visitas”. Nunca tomé tanta como para pillar una borrachera, pese
a que en aquella peña, la hacían buenísima. No había refrescos con aditivos de
alcohol… ni de otras muchas cosas que con el tiempo se descubrió que existían.
Lógicamente,
más de 50 años después, sólo tengo recuerdos puntuales de aquellas primeras
fiestas, y recuerdos clarísimos de haber sido muy feliz en ellas, pese a lo
estricto de mi horario para volver a casa, porque incluso siendo fiestas, tenía
que estar en casa de mis abuelos demasiado pronto, mientras mis nuevas amigas
tenían el horario más amplio y podían quedarse mucho más rato que yo en el
baile, que entonces era en el viejo teatro… que se caía a cachos, pero le
guardo especial cariño.
Durante
aquellos días de fiesta no me separaba de mis amigas y amigos: juntos a bailar La Diana, aunque por entonces no eran
tan multitudinarias como años después llegaron a ser. En “mis fiestas”, sólo íbamos un
par o tres peñas acompañando a los
músicos desde el primer “Pum” al
último “Chimpún”.
Juntos
a los encierros… Bueno, juntos quedábamos en la plaza, aunque mucho antes de
que sonara el primer cuete, ya estaba
yo sentada en el tablao. Era la
primera en subir y la última en bajar cuando los toros estaban bien guardados
en el improvisado toril del callejón de San Pedro. Callejón que
continuaba “oliendo a toro” y por el
que me daba incluso miedo pasar durante todo el año, como si los espíritus de
los toros permanecieran en el aire tanto como el olor de sus boñigas y pises.
¡¡Qué
de nervios en el añorado tablao!! Sobre
todo al escuchar los tres cuetes que
anunciaban que los toros salían del camión y recorrían la calle Zabacos para desembocar en la plaza… los nervios del…¡¡Ya están ahí!! ¡¡Ya están ahí!! Y la emoción de ver entrar “en abanico”, corriendo desorbitados, a los mozos con cara de “tonto el último”, delante… muy delante
de los astados, buscando en qué palo meterse cuando los cuernos del primer toro
aún estaban por la Botica… Novillitos que cruzaban el portón seguidos de algún
que otro cabestro de cuatro o de dos
patas, que alguno habría.
Después
a recorrer otras peñas (o a la nuestra) cuando el rabo del último toro desaparecía
por fin tras la puerta del toril.
Ya
por la tarde quedábamos para subir juntos a la añorada plaza de palos a ver “La corrida”. Juntos entre toro y toro para
bajar a la arena a echar un bailecito cuando la música la interpretaba la banda
local: los míticos “Los Trompas”… Aunque lo de echar el bailecito algunas lo
hacíamos en el tablao, yo les tenía tanto miedo a los toros, que jamás me quedé
entre los palos para verlos y nunca bajaba a bailar; me quedaba con quien
quisiera acompañarme. Nunca estuve sola.
Rematábamos
el día también todos juntos después de la corrida a la peña a bailar aquellas
inolvidables canciones de verano antes de ir cada uno a su casa a cenar un cachillo y después un ratito al baile… el poco rato que
me dejaban mis padres. Más o menos así todos los días salvo el día 8 que era “El
diá la Fiesta”.
Ese
día el encierro era más temprano que los
del resto de las fiestas, porque había que ir aguditos a casa para ponernos muy
guapos, incluso estrenando “los majos”
para subir a La Casita.
A
la ermita solíamos subir bien en el autocar de “El Andaluz” o en alguno de los taxis que había en Alaejos (que los
había), casi siempre subíamos en el de Jesús,
que vivía en la carretera en el kilómetro 181 y ese día cualquiera de los dos
vehículos no dejaban de echar viajes a llevar y traer alaejanitos fervorosos por ver a su Virgen y traer un paquetito de almendras garrapiñadas que nunca las
comí tan ricas como aquellas.
Nuestros
padres o no tenían coche, o estaban en otros menesteres, aunque nunca faltaban
a la cita con La Chiquitita. Era
difícil escuchar bien la misa porque la ermita estaba atestada de gente.
La
juventud nos quedábamos fuera, haciéndonos fotos a la espera de que sacaran a La Patrona en procesión.
Mi
padre y hermano nunca dejaron de bailar a la Virgen durante la romería
posterior a la misa. Las chicas no la bailaban entonces hasta que fue creada la cofradía de bailarines en 1976
y desde entonces apenas la bailan los que no son cofrades, o los que como yo,
siéndolo, nunca ejercimos de bailarines ni tenemos el uniforme, aunque sí
intacta la devoción por La Virgen de La
Casita.
La
arraigada tradición en mi familia de la comida del “diá La Casita”, en el
capítulo 5: “Mis abuelos Felisa y Ruperto”.
Tampoco
se me ocurrió que al bailar “lento”
el aire no corriera en vendaval entre mi cuerpo y el del chico que –como
apunté- empezó a gustarme desde el primer día: A… ¡¡Y si entraba Toño!!
¡¡Y si él no me veía pero se lo contaban!!
Lo que sí hice y nunca confesé: el estropicio que le hice a uno de esos preciosos
discos, uno en cuya portada J… había escrito “A feote”, quizás por eso, por poner su
nombre elegí precisamente aquel disco.
No recuerdo cual, ni importancia tendría ahora el dato.
En
mi vida había visto de cerca un tocadiscos, no tenía ni idea de cómo funcionaba
ni de lo delicado que había que ser con aquella aguja sobre el vinilo. Había
visto que los chicos colocaban el disco, agarraban el brazo que contenía la
aguja y lo bajaba hasta hacerlo rozar con el borde del disco. Creí que era fácil…
no me lo pensé, y bruta e inexperta, coloqué el disco, agarré y bajé el brazo y
arrastré la aguja sin ningún cuidado del borde hacia dentro… El disco se ralló
y jamás volvió a sonar bien, ni yo me hice responsable del destrozo.
Afortunadamente nadie me vio, ni se me ocurrió jamás volver a acercarme al
tocadiscos, más que para elegir disco y que otro lo hiciera sonar.
Mi
peña –como apunté al principio- se llamaba “El…”, porque R…
tenía uno muy pequeñito que colgó de una “puba”
como adorno y que presidió la peña en la pared izquierda durante todas las
fiestas.
Poco
después de aquellas mis primeras fiestas –con las que nunca dejé de soñar- Este
muchacho falleció en un accidente de coche. Una tragedia horrible que
conmocionó al pueblo.
Su
muerte me marcó muchísimo por la edad del chico -14 años- y porque aunque no
fue especialmente amable conmigo, quizás por ser “la intocable” hermana de Toño, o porque no le caí bien por ser la “intrusa” o por lo que fuera, la cosa es
que me sentí menos aceptada por él y aún así lloré mucho su gran perdida. D.E.P.
amigo.
De
ese primer año 1969 no existen fotos. Yo no tenía cámara y no se nos ocurrió
hacérnoslas con Varela. A partir de aquel, yo fui la más empeñona en juntar una buena “tanda”
cuanto más numerosa posible para hacernos foto de grupo en la plaza
momentos antes de “la corrida”.
Entrecomillo corrida, porque en verdad no eran festejos de capa y espada, eran corridas
porque los mozos corrían haciendo cortes a los novillos tratando de evitar ser
envestidos por el animal. Los maletillas,
terminaban corriendo también: unos a la enfermería y otros corrían con la
suerte que la vida les deparó dándoles a cada uno la fama que merecieran según
su valía… Algunos muy poca, la verdad, otros nunca llegaron a “vestirse de luces”, o si lo hicieron
pasaron con más pena que gloria y muchas cornadas, aunque el pueblo a algunos
los recuerda con mucho cariño.
Rara
vez, aunque sí las hubo, eran corridas con toreros vestidos con viejísimos y raídos trajes de luces o rejoneadores inexpertos en el arte del rejoneo, porque
con la fuente en medio de la plaza, y palos en vez de burladeros, era muy
complicado celebrar festejos más serios.
Como
explico en el capítulo: “Cartas con olor a nostalgia”,
comencé a mantener correspondencia por carta con mis amigas. Seguramente mi
familia y yo fuimos a pasar al pueblo la Nochebuena
y Semana Santa…
Aquel
invierno fue el primero en empeñarme en que mis padres me llevaran al pueblo
los domingos y fiesta de guardar para
estar con mis amigas y los amigos que hubiera. En el pueblo me dejaban ir al
baile, y en Valladolid no, con lo cual, me venía genial y ellos, que adoraban
el pueblo tanto como yo, quizás porque
allí vivían mis abuelos, no le ponían demasiadas pegas a llevarme… o sí,
depende de cómo le diera el aire a mi madre, aunque protestando o sin
protestar, al pueblo de cabeza fuimos muchos fines de semana.
Pese
al feo remate vital con las que creí
mis amigas (y amigos), guardo gratos recuerdos y como lo fueron, no hay por qué
renegar del que iba a ser incierto futuro, porque vivíamos el presente sin
pensar en más.
Éramos
tan inocentes, tan humildes, tan ignorantes y tan pobres en nuestras
aspiraciones, que dudo que supiéramos nada de la vida… Soñábamos con algún día
“ser ricas”. Una de mis amigas una
tarde decía: “Yo quiero que me toque la lotería, si me tocara, me iba a comprar
los mandiles
de visón”… mentecata incluso para soñar.
Yo
dije: Si me tocara la lotería contrataría a personas que trabajaran por mí como
hacen los “ricos” del mundo, pero ¡mandiles de visón! Sólo a una persona
como ella se le ocurrió tal sandez, que no me extrañaría que actualmente y
siendo tan sesenteña como yo, siga pensando en ese aspecto, igual o parecido… “De dónde no hay no se puede sacar”. Frase inteligente donde la hayga.
Continuando
con mis gratos recuerdos festeros: en 1970 la peña, que era la misma
casa que el año anterior, se llamaba “Los…” y con 13 años cumplidos en
enero, fue mi última Casita al
completo. La última que pude disfrutar de mis soñadas fiestas.
Aquel
año di mucha guerra hasta que conseguí permiso para invitar a pasar las fiestas
a mi buena amiga de Valladolid Chus Gutiérrez,
para disfrutar juntas de esas fiestas en honor de la Virgen de la Casita, que
se celebraron en Alaejos los días 7 al 10 de septiembre de las que yo no le paraba
de hablar.
Como
siempre nos alojamos en casa de mis abuelos. ¿Cómo cabíamos todos en aquella
pequeña casa? ¡¡Pues cabíamos!!
El
“diá la víspera”: 7 de
septiembre, llegar a Alaejos en fiestas, llenaba de mariposas mi ánimo
y me sentía alocada y con ganas de revolotear, correr, brincar, gritar lo feliz
que estaba, corriendo en busca de mis amigos por las calles de mi pueblo en
fiestas hasta llegar a la plaza donde todo el mundo se encontraba. La magia del
día 7 de septiembre. ¡¡Mí 7 de Septiembre!! Y no el de Mecano, que aún no existía
Como
ya dije hace unos pares de páginas, en la peña tan sólo se bebía la rica y
tradicional limonada. Chus y yo no éramos muy dadas al “deporte” de “empinar” el codo que más bien lo
utilizábamos para otra cosa: por ser tan
“recatadas” y “formalitas” a lo más atrevido que llegamos, era a bailar con los
codos –ahora si- entre nuestro cuerpo y el de el muchachito de nuestros amores bajo las bombillas
pintadas de verde que daban ese color “discoteca
venida a menos” casi a oscuras, con ambiente “intimo” de peña repleta de ramera
nueva en el techo.
Aun
así, a pesar de nuestro recato, al bailar nos arrimábamos un poquito casi “sin querer”, o incluso sentados en el
banco nos rozábamos emocionadas las manos con el chico, aunque cada vez que
alguien llamaba a la puerta, aun nos separábamos más por si el que llegaba era
Toño, que no pudiera dar de nosotras ningún parte de “mala conducta”.
Chus
también se enamoró de las fiestas de Alaejos y prometió volver, aunque nunca
volvió a vivirlas ni enteras ni mutiladas como yo tuve que hacerlo toda mi juventud… ¡¡toda mi vida!!
Las
fiestas de Alaejos enganchan tanto -y no sólo a mí en aquellos años- que JS…
-que vivía en el País Vasco- más de un año que no tenía vacaciones para “La Casita”, se lesionaba un dedo en el
trabajo, dándose un golpe, para poder coger
baja e ir a las fiestas, aunque tuviera que estar todas ellas con la mano
vendada.
Ya
por aquel lejano 1970 había en la peña
varias “parejas” aunque no todas llegaron al altar del brazo del mismo
amor. Hay que recordar que aunque no lo creyéramos, no dejábamos de ser niños.
El
8 de septiembre
me empeñé y logré la primera foto de grupo, de un reducido grupo, también es
cierto, pero estaban los importantes. La foto típica de la época, hecha por Varela. Foto que tuve desgastada de
tanto mirarla porque en ella estaba el chico que continuaba gustándome, que
tenía “ya”17 años, imberbe y con más cara de niño que sus amigos más pequeños. No
era el más guapo de mis amigos, más bien al contrario, era el menos guapo, pero
también era el menos “galdarro” de todos,
y me gustaba porque también le gusté y bailaba conmigo y no con otras.
Siempre
“dejó correr el aire” entre él y yo
bailando. Aunque aquel año, llegamos a bailar carrillo de niña, pegadito a imberbe carrillo de chico en alguna de
esas canciones lentas: “Noches de Blanco
satén” o “Todo tiene su fin” de “Los
Módulos”. Se ve que le habíamos perdido un poco el miedo a que nos
viera mi hermano aunque en verdad eran leves toques mejilla con mejilla que
jamás fueron a más… ni a menos.
En
el tablao, se ponía siempre a mi lado
para disfrutar del festejo… y para disgusto de mis padres que me reñían -con
poco éxito- porque decían: “parece tú centinela, no se separa de ti ni a
sol ni a sombra”.
Era
un chico tímido, muy educado y poco hablador, pero era muy respetuoso conmigo,
incluso -como antes dije- no bailaba con otras cuando yo ya no estaba en el
baile.
Intentó
ganar para mí un peluche en un puesto de los que ponían en la plaza, y aunque
no lo logró el hombre, para mí fue un detalle importantísimo.
Durante
todo el año no nos veíamos. Estudiaba interno en “Valladolid”. Impensable comunicarnos por teléfono, mucho menos por
carta, y al pueblo sólo iba en vacaciones. Las de verano, las pasaba trabajando
de albañil o colocando adoquines que después cubrían de cemento, cuando mi
pueblo cambió las puchas por asfalto.
También
podíamos vernos en Alaejos durante las vacaciones de Semana Santa o Navidad.
Aquel
año se afianzó mucho mi amistad con Mª Esther, aunque ella vivía en
Madrid y desde que se casó (años más tarde), continúa viviendo en Washington. Esa amistad que pese a la
distancia, sigue no ya intacta, es más intensa con los años –si es que se puede-. Lo siguiente a una
amistad tan bonita, es que fuéramos hermanas
por tal y como tal nos queremos.
A
J…
le gustó mi amiga Chus, y aunque quizás “quiso”
con ella, tenía la misma (o parecida)
premisa que yo de mi hermano de “no
dejarse” y respetó a Toño como lo respeté yo (o casi) y en verdad “estuvieron” castamente juntos.
J…
después de las fiestas me confesó que Chus había dejado de gustarle porque ella
un día llevaba un pantalón blanco y se le transparentaba la braga. ¡Quién lo
iba a decir! J… que era un pillín, no iba a consentir que “su chica” fuera por ahí luciendo la castísima e indiscreta braga alta “de cuello vuelto”. Nunca le confesé a Chus aquella conversación con el chico
de sus amores adolescentes.
Aquellas
fiestas fueron unas de las mejores que
recuerdo, porque con tan sólo 13 años podía compartir mi sueño con mi amiga Chus y porque al año siguiente ya estaba
trabajando y nunca coincidieron mis vacaciones con “La Casita”, o si tenía vacaciones no tenía dónde alojarme porque mi
abuelo había muerto y no teníamos casa, pero esto es de otro sustancioso
capítulo: “De peña en peña y otras piedras en el camino”.
En
1971 y con 14 años como dije, ya trabajaba
en Zaida
y nunca me daban vacaciones para fiestas, eso sí, los pocos días que tenía, los
exprimía al máximo. Tenía que aprovechar que el día 8 –día de La Casita- es
fiesta en Valladolid, y si tenía mucha suerte y el 9 caía en domingo, tenía dos
para disfrutarlas. Nunca pude estar el día 7 a las 12 del medio día, en el
repique de campanas y lanzamiento de globos desde el ayuntamiento, ni estuve
jamás en la traca final del fin de fiesta el día 10. Ese día me pillaba
curándome la ronquera, vendiendo bragas tras el mostrador de esa tienda de
géneros de punto y confección en la que trabajé desde los 14 años, hasta los 20 que me casé.
Continuando
con 1971: Teníamos la peña cerca la plaza y
desde aquel año hasta eternamente, la peña pasó a denominarse tal como se llama
a día de hoy. Me encantaba ese nombre. Tenía pellizco en el estómago al
recordarlo durante el resto del año.
No
veía momento de que amaneciera “el diá la
víspera”, que la jefa de turno cerrara por fin la tienda y volar al pueblo
en el flamante 600 gris de mi padre para llegar al pueblo a disfrutar de
aquella “noche” soñada.
Salí
de trabajar y ya me esperaban mis padres a la puerta. Hice el viaje con el
corazón a todo galope, mucha más velocidad que aquel Seat 600 “Lujoso” que con tanto cariño
recuerdo. Lo que yo daría por volver a sentir mi corazón galopando ilusionado con
aquella pureza que latía a mis 14 años.
Apenas
dejé mis cosas en casa de mis abuelos y corrí a la plaza para ver a mis amigos
de la peña. No hizo falta toque de llamada a ningún móvil con el que ni soñábamos
¡¡apenas teníamos fijo, como para soñar con móviles!!
Supongo
que en alguna carta con mis amigas o simplemente cualquier domingo de aquel
verano, habría quedado con ellas en la fuente. Allí llegué con mi gorrita roja,
el fajín y las zapatillas del mismo color que había guardado como oro en paño
todo el año pasado y el anterior.
Allí
estaban casi todos mis amigos. Incluido A… y C…, que nunca me había
dado señales de que le gustara, me dijo: Iba a pedirte que si querías estar conmigo estas fiestas, pero he
preguntado a A… que si iba a estar él contigo y me ha dicho que si, así que
nada –me dijo resignado-.
Apenas
me di cuenta que C… estaba diciéndome que le gustaba, lo que sonó como música en
mis oídos es que A… quería estar conmigo un año más.
Alguien
me había dicho que si daba un pisotón al chico que me gustaba, si decía ¡Ay! Es
que yo le gustaba a él. Di a C… un pisotoncito (más fuerte que flojo, lo confieso) y efectivamente C…
dijo ¡ay! La prueba estaba hecha, pero tenía que asegurarme y dando un brinco
bailando, le di un pisotón al pobre A… al que debía gustarle mucho,
porque el ¡Ay! Lo escuchó la veleta de la torre de Santa María y eso que estábamos bajo la de San Pedro. Seguramente le gustaba bastante o que el pisotón debió
dolerle mucho, porque fui bruta al pisar al pobre muchacho.
En
el baile me hice una foto bailando con J… que como le continuaba gustando a
Chus y ella no iba a verlo, me hice
la foto con él para que ella lo viera. ¿Qué me hubiera gustado hacerme foto
bailando con A…? ¡¡Pues claro!! Pero no creo que les hubiera hecho gracia a
mis padres verme en foto bailando con él, aunque nada dirían si me la hacía con
más gente y con mucho cariño guardo la foto en la que además de A…,
está también mi querido amigo J.S…que aún continúa siéndolo.
A…
para “los domingos” tenía un pantalón
marrón Carmelita y aquel invierno me
compré una trenca del mismo color para tener algo igual que él, aunque mi
abrigo en nada más que en el color se asemejaba con su pantalón de “pata elefante”.
Una
de las fotos más bonitas de mi peña es de 1971, habíamos muchos en el grupo,
aunque no todos eran integrantes de “pleno
derecho” eran amigos de amigos, “acoplados”
para fiestas. Yo seguía sin soltar mi gorrita roja, y en ella salgo con cara de
absoluta felicidad… ¡¡Y preciosa, no nos vamos a engañar!! Fui una muchachita
muy guapa, aunque nunca creí serlo.
Pasó
un año entero hasta llegar a “La Casita” de 1972
Extracto de mi diario:
09 - Septiembre 1972- Sábado… Me he levantado a
las 7 de la mañana. Hemos desayunado en Tordesillas. Hemos cambiado el
escaparate. Me han venido a buscar mi padre y mi abuelo.
He ido al baile de
por la noche. Cuesta 20 pesetas. Ha empezado a las 12 y ha terminado a las 4, luego
hemos ido a la peña de mis padres y me he acostado a las 5 de la mañana.
He reñido con (…). En el baile he estado hablando y
bailando con Luis Fernando, un chico que conocí en Castronuño el 25 o 30 de
Julio.
¡Qué
suerte! Además de la víspera y el día 8, tuve también la noche del sábado y
todo el domingo para disfrutar de mis añoradas fiestas.
No
mencioné a A… en ese pequeño diario, quizás porque mi hermano y mi madre
lo leían y sólo ponía datos escuetos y no sentimientos que ahora me encantaría
recordar tan sanamente como los viví.
Durante
este 1972 estrenamos la camiseta de peña con el nombre pintado a la espalda.
Esa
“riña” con (…), de la que hablo en
mi diario, recuerdo claramente como si fuera hoy, que fue a causa del precio de
las camisetas con el nombre de la peña. Eran de la marca “Abanderado”, blancas de franelita, que yo las vendía en Zaida por
50 pesetas unidad, no las 150 que nos cobraron a todos, precio que según mi
amigo le habían costado a él y no tengo por qué dudar que fuera así. Ni
lo dudé tampoco entonces.
No
recuerdo haberle reclamado por el precio, sólo dije que yo las vendía más
baratas, intentando decir que me las podía haber encargado para que nos
hubieran salido más baratas a todos, aunque igualmente nos las cobraran a 150
pesetas y ahorrar ese dinero sobrante para los gastos de la peña. En esta vida
(y mucho más en esa peña), lo malo es decir lo que se piensa, sobre todo si quien
nos escucha no tenga ni esa mínima capacidad intelectual y decide propagar que
otro dijo lo que jamás dijo ni pensó.
Él,
que siempre ha sido muy tozudo, se
dio por aludido como si le estuviera acusando de haberse embolsado la
diferencia o algo. Como digo, siempre muy… “suyo”
afirmó que le había llamado ladrón y
lloró como un magdaleno… No me dejó
explicar e interpretó lo que quiso, pero pese a lo cabezorro que fue y que yo tenía razón -aunque no me la diera- no
llegó la sangre al río y al día siguiente seguimos siendo tan amigos como
siempre… o quizás él ya no y ese día no me di cuenta… ¡Yo era tan inocente!
De
las fotos de 1973 ya nos han dejado para siempre cuatro de mis amigos: Q.E.P.D.
Un
inciso (otro): tengo guardada esa camiseta y no me imagino cómo era mi cuerpo
que cabía allí y hasta no me quedaba entallada. Viendo las fotos me recuerdo,
viendo la camiseta en la mano, ¡¡No le vale a una muñeca Nancy, cómo podía
valerme y quedarme holgada!!
Aquel
1973 también éramos un grupo enorme, con
muchos forasteros y forasteras invitados. No recuerdo dónde teníamos la peña,
pero sin duda pasé unos días preciosos con Gema. Desde entonces fuimos grandes
amigas y lo seguiríamos siendo de no haber escrito el destino para ella una
marcha demasiado pronto y por absoluta sorpresa, sin despedidas.
Mi
bonita y castísima historia de ilusión con A… acabó sin que nunca hubiera comenzado. Años
después cada uno hicimos felizmente nuestras vidas con las personas que el
destino tenía escrito para nosotros.
Los
dos sabemos quién es el otro, pero si nos cruzamos por la calle,
incomprensiblemente, jamás nos hemos vuelto a dirigir ni un saludo ¿Por qué? La
verdad no tengo ni idea pero así ha sido siempre por mucho que me pese.
Guardo
el recuerdo de A… con ese cariño bonito
que se le tiene a las personas que alguna vez estuvieron en nuestra vida, nos
ilusionaron, nos hicieron sentir especiales y nunca hubo siquiera una
conversación de lo que el uno sintió por el otro. Simplemente acabó sin que
como dije, hubiera llegado a comenzar.
Gracias
siempre A… muchacho tímido, por
hacerme feliz en mi transición de la niñez a la adolescencia.
Sólo
he podido conservar para siempre mucho cariño, de los que ya cruzaron el
umbral. Desafortunadamente y siendo una
peña tan numerosa y diversa, de aquella época sólo guardo buen recuerdo de Mª
Esther, JS… P… “C…” P… M… y A… que son las únicas personas aún
sobre la tierra de las que por unos u otros motivos guardaré siempre en mi
corazón, porque como leeréis, en el capítulo “De peña en peña y otras piedras
en el camino”, muchos “amigos”
pasaron por mi vida sin dejar poso y los demás sólo dejaron… mucho que desear
como amigos y sobre todo como personas.
He
dejado aquí estas líneas de mi vida, con el respeto que aún me merece su
recuerdo. No por ellos, si no por haber formado parte importante de mi vida.
Desde
1974 mis fotos comenzaron a ser de color.
Dejaron de ser de Varela y yo dejé de pertenecer a la peña.
En
aquel 1974 de “Mi peña” salí desilusionada, aunque en aquella ocasión no
dejamos de dirigirnos cordiales
saludos.
Al
principio de este capítulo expliqué cómo empecé a ser mimbro de esta añorada
peña (o añorada vivencia) y ahora os cuento que se acabó el día que les
presenté a mi novio y no fue acogido como por lógica hubiera correspondido. O
quizás nunca les caí tan bien como creía cuando entré a formar parte de ese
grupo y mi novio fue la mejor excusa para librarse de mí… ¡¡He llegado a pensar
tantas cosas intentando encontrar respuestas!! Ni las hallé ni ya me interesa
porque decidí hace mucho que no merecen la pena…¡¡¡Me quiero más yo!!
Ya
expliqué que en la peña sólo pagaban los chicos, nunca los
invitados ni las chicas. Mi novio iba a estar solamente una noche, la misma que
yo aquel año.
Naturalmente
nadie le pidió “pagar” la cuota a mi
muchacho, porque lo lógico fue no hacerlo. ¿Tenía que haber pagado por una
noche siendo invitado? Pues ni como invitado ni como novio mío lo acogieron. No
le pusieron buena cara y sigo sin entender por qué, aunque conociendo el
percal, como lo pude conocer con los años, tampoco me extrañaría que si mi
novio hubiera entrado soltando dinero a manos llenas, quizás le hubieran
recibido con los brazos abiertos, aunque le hubieran dado la espalda
exactamente cuando se les hubiera dado la gana, porque así funcionan –me
consta-.
Esta
gente son como una “paella” que de la
receta original sólo tiene el arroz y caldo, lo demás son ingredientes que se
van añadiendo o eliminando al gusto del paellero…
y sobre todo de la paellera, aunque
el plato se convierta en “arroz con cosas”
que quitan el hambre y tienen sabor agradable, pero hace mucho tiempo que dejó
de ser “paella”.
Las
“horas muertas” de aquel 1974 las
pasamos en la peña de mis padres y todo eso también lo leeréis en “De
peña en peña y otras piedras en el camino”.
A
día de hoy, no podrían demostrar que yo les haya hecho, desprecios o “putadas”
tan graves – ni siquiera menos graves- que justifiquen la inquina que tienen en
mi contra, ni yo podría demostrar porqué, “a día de hoy” les sigo guardando
cariño.
Lo
que en este capítulo queda reflejado es mi amor por las fiestas de mi pueblo.
Ese espejismo de amistad y la decepción por tantas cosas que creí tener y nunca
tuve aunque me hacen seguir soñando con “La
Casita” que sólo existió en mi
corazón y permanecerá para siempre en mis recuerdos.