miércoles, 7 de junio de 2023

CUANDO MIS FIESTAS DE LA CASITA ERAN LA CASITA

                                       -Capítulo 28-

CUANDO MIS FIESTAS DE LA CASITA ERAN

“LA CASITA”

Pues sí, empecé muy joven a ser “peñista” y no lo fui por mis propios méritos.  No recuerdo muy bien cómo surgió la idea, creo que pudo ser porque en diciembre de 1968 coincidí en una boda con una chica casi de mi edad y lo pasamos tan bien aquel día que nos hicimos amigas.

En verano de 1969  yo tenía 12 años  ella era un poco mayor que yo –quinta de mi hermano- y pertenecía a una peña, me presentó a sus amigas  y seguramente salimos juntas varias veces aquel verano.

Más o menos todas me aceptaron como amiga aunque para poder pertenecer a la peña, tuve que pedir permiso a mis padres que seguramente consintieron a tan temprana edad, porque de esa peña mi hermano también era miembro y me tendría siempre bien “vigilada”.

La verdad, nunca hizo falta el vigía, era una niña nada “libertina” y sabía yo solita cuidar perfectamente de mi  integridad moral, de esa integridad que debía llevarme “intacta” al altar… y así llegué con veinte añitos, casta, pura y “sin tropezar”, eso sí: por pura convicción no por llevar ocasionalmente escolta. Otra cosa es que luego, con los años, me haya parecido una soberana tontería… aunque si me hizo sentir feliz ir virgen al matrimonio, ¿quién soy yo para reprochármelo? El mérito fue mío… y del paciente de mi único novio.

 Que yo fuera a su peña, para Toño supuso un  gran disgusto (hoy lo veo lógico) porque me iba a tener de “testiga” de sus “pillerías” y ligues de crío de 14 años que ya se sentía hombre. Eso sí, a solas, sin la presencia de mis padres, mi joven hermano “me leyó la cartilla” y mirándome fijamente, con el dedo acusador apuntando a mi cerebro me dijo: “Pase lo que pase en la peña, tú a callar, ni una palabra en casa a los padres o te vas a tomar polculo de allí. ¡Ah! y cuidadito con hacer nada con los chicos, “no te dejes”, ni aunque sean mis amigos,  que son unos cabrones. ¡¡Que no me entere yo!!” Y por supuesto, ni conté sus arrimones bailando con la forastera de turno, ni que fumaba, ni que decía algún que otro taco que en casa ni se le ocurría aún soltar, ni si bebía uno o dos vasos de limonada, porque tampoco se pasaba bebiendo el homb… el muchacho.

 Mi hermano no tuvo nunca queja de mí. Nunca me arrimé demasiado ni siquiera al chico que me gustó desde el primer día. Yo no fui nunca de las que “se dejaban”. Los chicos de la peña eran “mu cabrones” –según mi hermano- yo digo que los chicos de la época en general, eran picarones, y si podían jugar al parchís en la peña para comerse una y contar 20, no desaprovechaban la ocasión, aunque a la hermana de Toño no la iba tocar ni Dios… y no sólo porque me lo hubiera advertido él, o porque los chicos respetaban a la hermanita de su amigo. Eran otros tiempos, y yo muy niña, cumplía las órdenes a rajatabla,  era muy obediente, muy pava, y decentísima… Bueno, esto último lo sigo siendo.

 Las peñas –casi todas las de entonces- eran casas generalmente  muy viejas y asequibles a los menesterosos bolsillos de los chicos, que de su escueta “paga” semanal, apartaban algunas perrillas para comprar pequeños detalles para la peña y también –ya más cerca de las fiestas-  pedían a sus padres el dinero del escote para el alquiler de la vieja casa y del mismo escote pagaban el enganche de la luz, la limonada, los farolillos, las bombillas y la pintura verde con que las pintaban para darle al local un toque “discotequero”, íntimo y oscurito para mayor “intimidad”. También  empleaban ese dinerito para la compra del pequeño tocadiscos y los discos. Ellos tradicionalmente invitaban a las chicas -que no pagábamos cuota- y se encargaban de adornar y preparar la peña, muy orgullosos; cosa que les mantenía entretenidos buena parte del verano.

 Tener peña para las fiestas era muy importante. Un lugar donde pasar tan buenos ratos bailando o jugando a “El Tío Maragato”: tradición muy arraigada en las peñas de mi pueblo y que a mí particularmente me aburría muchísimo. No le veía la gracia. Prefería escuchar chistes o bailar.

Como dije, las chicas de la peña me aceptaron sin que yo notara que me hicieran de menos, cosa que hubiera sido lógica porque ¿qué pintaba allí la hermana pequeña de Toño? Casi con toda seguridad así fue cómo recalé en la pequeña “Peña” que hizo que me enamorara para siempre de las fiesta de Alaejos, y que desde entonces dejara de jugar con muñecas para sentirme una jovencita como mis amigas, tan niñas  como yo, porque apenas tenían uno o dos años más, aunque ya se sentían “mayores”, algunas incluso ya con novio, con el que años más tarde terminaron casándose... o no.

 Nuestra peña aquel año estaba a la entrada de la calle “Sin Dios”. Era una casita desalojada e inhabitable,  vieja, de adobe, cuyos techos medio ruinosos habían sido cubiertos con “ramera” que no sólo servía para tapar esa vieja techumbre de madera, seguramente cuajada de telarañas. La ramera daba un peculiar perfume a la estancia. Ese olor de la peña no podría describirlo, pero forma parte de mi “Olor de los recuerdos”.

 En nuestra peña, al fondo había una cortina que daba paso a un reservado donde algunas parejitas hacían lo que “la que se dejaba”, se dejaba, y donde dormían las primeras borracheras de sus vidas algunos niños con sueños de hombre aunque no pasaban de “mozalbetes imberbes” de apenas 14 y algunos 16 años.

Nunca se me ocurrió traspasar la cortina de ese reservado, porque no, y porque no entré ni a sentarme con las cortinas abiertas desde donde se me podría ver perfectamente para evitar lenguaraces acusaciones, y por cansada que estuviera, no me sentaba en ellos porque  vete a saber de dónde habrían sacado aquellos viejos y bultosos colchones. Si estaba cansada ya me sentaba en uno de los bancos que pegados a las paredes, rodeaban la estancia “principal”. Bancos hechos con gruesos tablones de andamios que por patas tenían unos cuantos ladrillos y que hacían muy bien su función de asiento, para peñistas y forasteros.

 A la entrada a la derecha había un pequeño mostrador donde el encargado ocasional, servía la limonada y ponía la música.

Aquellas músicas que acompañaron mis fiestas y mis sueños “de niña a mujer”. Imposible olvidar aquellos discos de vinilo con cara A y cara B que contenían una sola canción en cada una de sus caras. Música también inolvidable con la que bailábamos felices y alegres: “Palito Ortega” con “La felicidad”, “La chevecha” o “Corazón contento”. “los Diablos” con “Un rayo de sol”, “Acalorado”... También grupos como “Los Módulos” con  “Todo tiene su fin”, “Los Pasos”, “Los Brincos” “Los Sirex”, “Los Mustang”, “Los Bravos”... “Karina” con el recordado “Baúl de los Recuerdos”, “Aire de fiesta”, “Las flechas del amor”. Sin olvidar a  “Formula V” y “Tengo tu amor”, “Eva María”, “La fiesta de Blas” y su inolvidable “Cuéntame”  tan popular actualmente por la serie del mismo título que tantos recuerdos evoca a “los niños” de mi generación. “Cuéntame” la canción “insignia” para mí, porque cuando la ponían en la radio me transportaba a mi peña y a las veces que la bailaba con el chico que desde el primer momento me hacía sentir mariposas en el estómago.

Por aquel entonces en mi casa no había radiocasete mucho menos tocadiscos donde yo pudiera poner mi música preferida en el momento que yo quisiera. Tenía que esperar a que esa o cualquiera de las anteriormente mencionadas sonaran en la radio para volverme loca de felicidad… ¡¡con qué poquito me he conformado siempre!!

¡La peña! ¡¡Mí peña!! ¡¡¡Qué mayores éramos ya mi hermano, nuestros amigos y yo!!! ¡¡¡Qué mayores nos creíamos!!!

 Éramos una juventud muy sana (o eso creo yo), por entonces en todas las peñas del pueblo sólo había limonada para tomar y ofrecer a “las visitas”. Nunca tomé tanta como para pillar una borrachera, pese a que en aquella peña, la hacían buenísima. No había refrescos con aditivos de alcohol… ni de otras muchas cosas que con el tiempo se descubrió que existían.

Lógicamente, más de 50 años después, sólo tengo recuerdos puntuales de aquellas primeras fiestas, y recuerdos clarísimos de haber sido muy feliz en ellas, pese a lo estricto de mi horario para volver a casa, porque incluso siendo fiestas, tenía que estar en casa de mis abuelos demasiado pronto, mientras mis nuevas amigas tenían el horario más amplio y podían quedarse mucho más rato que yo en el baile, que entonces era en el viejo teatro… que se caía a cachos, pero le guardo especial cariño.

 Durante aquellos días de fiesta no me separaba de mis amigas y amigos: juntos a bailar La Diana, aunque por entonces no eran tan multitudinarias como años después llegaron a ser. En “mis fiestas”,  sólo íbamos un par o tres  peñas acompañando a los músicos desde el primer “Pum” al último “Chimpún”.

Juntos a los encierros… Bueno, juntos quedábamos en la plaza, aunque mucho antes de que sonara el primer cuete, ya estaba yo sentada en el tablao. Era la primera en subir y la última en bajar cuando los toros estaban bien guardados en el improvisado toril del callejón de San Pedro. Callejón que continuaba “oliendo a toro” y por el que me daba incluso miedo pasar durante todo el año, como si los espíritus de los toros permanecieran en el aire tanto como el olor de sus boñigas y pises.

¡¡Qué de nervios en el añorado tablao!! Sobre todo al escuchar los tres cuetes que anunciaban que los toros salían del camión y recorrían la calle Zabacos para desembocar en la plaza… los nervios del…¡¡Ya están ahí!! ¡¡Ya están ahí!! Y la emoción de ver entrar “en abanico”, corriendo desorbitados, a los mozos con cara de “tonto el último”, delante… muy delante de los astados, buscando en qué palo meterse cuando los cuernos del primer toro aún estaban por la Botica… Novillitos que cruzaban el portón seguidos de algún que otro cabestro de cuatro o de  dos patas, que alguno habría.

 Después a recorrer otras peñas (o a la nuestra) cuando el rabo del último toro desaparecía por fin tras la puerta del toril.

 Ya por la tarde quedábamos para subir juntos a la añorada plaza de palos a ver “La corrida”. Juntos entre toro y toro para bajar a la arena a echar un bailecito cuando la música la interpretaba la banda local: los míticos “Los Trompas”… Aunque lo de echar el bailecito algunas lo hacíamos en el tablao, yo les tenía tanto miedo a los toros, que jamás me quedé entre los palos para verlos y nunca bajaba a bailar; me quedaba con quien quisiera  acompañarme. Nunca estuve sola.

Rematábamos el día también todos juntos después de la corrida a la peña a bailar aquellas inolvidables canciones de verano antes de ir cada uno a su casa a  cenar un cachillo y  después un ratito al baile… el poco rato que me dejaban mis padres. Más o menos así todos los días salvo el día 8 que era “El diá la Fiesta”.

Ese día el  encierro era más temprano que los del resto de las fiestas, porque había que ir aguditos a casa para ponernos muy guapos, incluso estrenando “los majos” para subir a La Casita.

 A la ermita solíamos subir bien en el autocar de “El Andaluz” o en alguno de los taxis que había en Alaejos (que los había), casi siempre subíamos en el de Jesús, que vivía en la carretera en el kilómetro 181 y ese día cualquiera de los dos vehículos no dejaban de echar viajes a llevar y traer alaejanitos fervorosos por ver a su Virgen y traer un paquetito de almendras garrapiñadas que nunca las comí tan ricas como aquellas.

Nuestros padres o no tenían coche, o estaban en otros menesteres, aunque nunca faltaban a la cita con La Chiquitita. Era difícil escuchar bien la misa porque la ermita estaba atestada de gente.

La juventud nos quedábamos fuera, haciéndonos fotos a la espera de que sacaran a La Patrona en procesión.

Mi padre y hermano nunca dejaron de bailar a la Virgen durante la romería posterior a la misa. Las chicas no la bailaban entonces hasta que  fue creada la cofradía de bailarines en 1976 y desde entonces apenas la bailan los que no son cofrades, o los que como yo, siéndolo, nunca ejercimos de bailarines ni tenemos el uniforme, aunque sí intacta la devoción por La Virgen de La Casita.

 La arraigada tradición en mi familia de la comida del “diá La Casita”, en el capítulo 5: “Mis abuelos Felisa y Ruperto”.

 Tampoco se me ocurrió que al bailar “lento” el aire no corriera en vendaval entre mi cuerpo y el del chico que –como apunté- empezó a gustarme desde el primer día: A… ¡¡Y si entraba Toño!! ¡¡Y si él no me veía pero se lo contaban!!

 Lo que sí hice y nunca confesé: el estropicio que le hice a uno de esos preciosos discos, uno en cuya portada J… había escrito “A feote”, quizás por eso, por poner su nombre  elegí precisamente aquel disco. No recuerdo cual, ni importancia tendría ahora el dato.

En mi vida había visto de cerca un tocadiscos, no tenía ni idea de cómo funcionaba ni de lo delicado que había que ser con aquella aguja sobre el vinilo. Había visto que los chicos colocaban el disco, agarraban el brazo que contenía la aguja y lo bajaba hasta hacerlo rozar con el borde del disco. Creí que era fácil… no me lo pensé, y bruta e inexperta, coloqué el disco, agarré y bajé el brazo y arrastré la aguja sin ningún cuidado del borde hacia dentro… El disco se ralló y jamás volvió a sonar bien, ni yo me hice responsable del destrozo. Afortunadamente nadie me vio, ni se me ocurrió jamás volver a acercarme al tocadiscos, más que para elegir disco y que otro lo  hiciera sonar.

 Mi peña –como apunté al principio- se llamaba “El…”, porque R… tenía uno muy pequeñito que colgó de una “puba” como adorno y que presidió la peña en la pared izquierda durante todas las fiestas.

 Poco después de aquellas mis primeras fiestas –con las que nunca dejé de soñar- Este muchacho falleció en un accidente de coche. Una tragedia horrible que conmocionó al pueblo.

Su muerte me marcó muchísimo por la edad del chico -14 años- y porque aunque no fue especialmente amable conmigo, quizás por ser “la intocable” hermana de Toño, o porque no le caí bien por ser la “intrusa” o por lo que fuera, la cosa es que me sentí menos aceptada por él y aún así lloré mucho su gran perdida. D.E.P. amigo.

 De ese primer año 1969 no existen fotos. Yo no tenía cámara y no se nos ocurrió hacérnoslas con Varela. A partir de aquel, yo fui la más empeñona en juntar una buena “tanda” cuanto más numerosa posible para hacernos foto de grupo en la plaza momentos antes de “la corrida”. Entrecomillo corrida, porque en verdad no eran festejos de capa y espada, eran corridas porque los mozos corrían haciendo cortes a los novillos tratando de evitar ser envestidos por el animal. Los maletillas, terminaban corriendo también: unos a la enfermería y otros corrían con la suerte que la vida les deparó dándoles a cada uno la fama que merecieran según su valía… Algunos muy poca, la verdad, otros nunca llegaron a “vestirse de luces”, o si lo hicieron pasaron con más pena que gloria y muchas cornadas, aunque el pueblo a algunos los recuerda con mucho cariño.

 Rara vez, aunque sí las hubo, eran corridas con toreros vestidos con viejísimos y raídos trajes de luces o rejoneadores inexpertos en el arte del rejoneo, porque con la fuente en medio de la plaza, y palos en vez de burladeros, era muy complicado celebrar festejos más serios.

 Como explico en el capítulo: “Cartas con olor a nostalgia”, comencé a mantener correspondencia por carta con mis amigas. Seguramente mi familia y yo fuimos a pasar al pueblo la Nochebuena y Semana Santa

Aquel invierno fue el primero en empeñarme en que mis padres me llevaran al pueblo los domingos y fiesta de guardar para estar con mis amigas y los amigos que hubiera. En el pueblo me dejaban ir al baile, y en Valladolid no, con lo cual, me venía genial y ellos, que adoraban el pueblo tanto como yo, quizás porque  allí vivían mis abuelos, no le ponían demasiadas pegas a llevarme… o sí, depende de cómo le diera el aire a mi madre, aunque protestando o sin protestar, al pueblo de cabeza fuimos muchos fines de semana.

Pese al feo remate vital con las que creí mis amigas (y amigos), guardo gratos recuerdos y como lo fueron, no hay por qué renegar del que iba a ser incierto futuro, porque vivíamos el presente sin pensar en más.

 Éramos tan inocentes, tan humildes, tan ignorantes y tan pobres en nuestras aspiraciones, que dudo que supiéramos nada de la vida… Soñábamos con algún día “ser ricas”. Una de mis amigas una tarde decía: “Yo quiero que me toque la lotería, si me tocara, me iba a comprar los mandiles de visón”… mentecata incluso para soñar.

Yo dije: Si me tocara la lotería contrataría a personas que trabajaran por mí como hacen los “ricos” del mundo, pero ¡mandiles de visón! Sólo a una persona como ella se le ocurrió tal sandez, que no me extrañaría que actualmente y siendo tan sesenteña como yo, siga pensando en ese aspecto,  igual o parecido… “De dónde no hay no se puede sacar”. Frase inteligente donde la hayga.

 Continuando con mis gratos recuerdos festeros: en 1970 la peña, que era la misma casa que el año anterior, se llamaba “Los…” y con 13 años cumplidos en enero, fue mi última Casita al completo. La última que pude disfrutar de mis soñadas fiestas.

Aquel año di mucha guerra hasta que conseguí permiso para invitar a pasar las fiestas a mi buena amiga de Valladolid Chus Gutiérrez, para disfrutar juntas de esas fiestas en honor de la Virgen de la Casita, que se celebraron en Alaejos los días 7 al 10 de septiembre de las que yo no le paraba de hablar.

Como siempre nos alojamos en casa de mis abuelos. ¿Cómo cabíamos todos en aquella pequeña casa? ¡¡Pues cabíamos!!

 El “diá la víspera”: 7 de septiembre, llegar a Alaejos en fiestas, llenaba de mariposas mi ánimo y me sentía alocada y con ganas de revolotear, correr, brincar, gritar lo feliz que estaba, corriendo en busca de mis amigos por las calles de mi pueblo en fiestas hasta llegar a la plaza donde todo el mundo se encontraba. La magia del día 7 de septiembre. ¡¡Mí 7 de Septiembre!! Y no el de Mecano, que aún no existía     

 Como ya dije hace unos pares de páginas, en la peña tan sólo se bebía la rica y tradicional limonada. Chus y yo no éramos muy dadas al “deporte” de  empinar” el codo que más bien lo utilizábamos para otra cosa: por ser  tan “recatadas” y “formalitas” a lo más atrevido que llegamos, era a bailar con los codos –ahora si- entre nuestro cuerpo y el de el muchachito de nuestros amores bajo las bombillas pintadas de verde que daban ese color “discoteca venida a menos” casi a oscuras, con ambiente “intimo” de peña repleta de ramera nueva en el techo.

 Aun así, a pesar de nuestro recato, al bailar nos arrimábamos un poquito casi “sin querer”, o incluso sentados en el banco nos rozábamos emocionadas las manos con el chico, aunque cada vez que alguien llamaba a la puerta, aun nos separábamos más por si el que llegaba era Toño, que no pudiera dar de nosotras ningún parte de “mala conducta”.

Chus también se enamoró de las fiestas de Alaejos y prometió volver, aunque nunca volvió a vivirlas ni enteras ni mutiladas como yo tuve que hacerlo toda mi juventud… ¡¡toda mi vida!!

Las fiestas de Alaejos enganchan tanto -y no sólo a mí en aquellos años- que JS… -que vivía en el País Vasco- más de un año que no tenía vacaciones para “La Casita”, se lesionaba un dedo en el trabajo, dándose un golpe,  para poder coger baja e ir a las fiestas, aunque tuviera que estar todas ellas con la mano vendada.

 Ya por aquel lejano 1970 había en la peña varias “parejas” aunque no todas llegaron al altar del brazo del mismo amor. Hay que recordar que aunque no lo creyéramos, no dejábamos de ser niños.

 El  8 de septiembre me empeñé y logré la primera foto de grupo, de un reducido grupo, también es cierto, pero estaban los importantes. La foto típica de la época,  hecha por Varela. Foto que tuve desgastada de tanto mirarla porque en ella estaba el chico que continuaba gustándome, que tenía “ya”17 años, imberbe y con más cara de niño que sus amigos más pequeños. No era el más guapo de mis amigos, más bien al contrario, era el menos guapo, pero también era el menos “galdarro” de todos, y me gustaba porque también le gusté y bailaba conmigo y no con otras.

Siempre “dejó correr el aire” entre él y yo bailando. Aunque aquel año, llegamos a bailar carrillo de niña, pegadito a imberbe carrillo de chico en alguna de esas canciones lentas: “Noches de Blanco satén” o “Todo tiene su fin” de “Los Módulos”. Se ve que le habíamos perdido un poco el miedo a que nos viera mi hermano aunque en verdad eran leves toques mejilla con mejilla que jamás fueron a más… ni a menos.

 En el tablao, se ponía siempre a mi lado para disfrutar del festejo… y para disgusto de mis padres que me reñían -con poco éxito-  porque decían: “parece tú centinela, no se separa de ti ni a sol ni a sombra”.

Era un chico tímido, muy educado y poco hablador, pero era muy respetuoso conmigo, incluso -como antes dije- no bailaba con otras cuando yo ya no estaba en el baile.

Intentó ganar para mí un peluche en un puesto de los que ponían en la plaza, y aunque no lo logró el hombre, para mí fue un detalle importantísimo.

Durante todo el año no nos veíamos. Estudiaba interno en “Valladolid”. Impensable comunicarnos por teléfono, mucho menos por carta, y al pueblo sólo iba en vacaciones. Las de verano, las pasaba trabajando de albañil o colocando adoquines que después cubrían de cemento, cuando mi pueblo cambió las puchas por asfalto.

También podíamos vernos en Alaejos durante las vacaciones de Semana Santa o Navidad.

 Aquel año se afianzó mucho mi amistad con Mª Esther, aunque ella vivía en Madrid y desde que se casó (años más tarde), continúa viviendo en Washington. Esa amistad que pese a la distancia, sigue no ya intacta, es más intensa con los años  –si es que se puede-. Lo siguiente a una amistad tan bonita, es que fuéramos hermanas por tal y como tal nos queremos.

 A J… le gustó mi amiga Chus, y aunque quizás “quiso” con ella,  tenía la misma (o parecida) premisa que yo de mi hermano de “no dejarse” y respetó a Toño como lo respeté yo (o casi) y en verdad “estuvieron” castamente juntos.

J… después de las fiestas me confesó que Chus había dejado de gustarle porque ella un día llevaba un pantalón blanco y se le transparentaba la braga. ¡Quién lo iba a decir! J… que era un pillín, no iba a consentir que “su chica” fuera por ahí luciendo la castísima e indiscreta braga alta “de cuello vuelto”. Nunca le confesé a Chus aquella conversación con el chico de sus amores adolescentes.

Aquellas fiestas  fueron unas de las mejores que recuerdo, porque con tan sólo 13 años podía compartir mi sueño con mi amiga Chus y porque al año siguiente ya estaba trabajando y nunca coincidieron mis vacaciones con “La Casita”, o si tenía vacaciones no tenía dónde alojarme porque mi abuelo había muerto y no teníamos casa, pero esto es de otro sustancioso capítulo: “De peña en peña y otras piedras en el camino”.

 En 1971 y con 14 años como dije, ya trabajaba en Zaida y nunca me daban vacaciones para fiestas, eso sí, los pocos días que tenía, los exprimía al máximo. Tenía que aprovechar que el día 8 –día de La Casita- es fiesta en Valladolid, y si tenía mucha suerte y el 9 caía en domingo, tenía dos para disfrutarlas. Nunca pude estar el día 7 a las 12 del medio día, en el repique de campanas y lanzamiento de globos desde el ayuntamiento, ni estuve jamás en la traca final del fin de fiesta el día 10. Ese día me pillaba curándome la ronquera, vendiendo bragas tras el mostrador de esa tienda de géneros de punto y confección en la que trabajé desde los 14 años, hasta los 20 que me casé.

 Continuando con 1971: Teníamos la peña cerca la plaza y desde aquel año hasta eternamente, la peña pasó a denominarse tal como se llama a día de hoy. Me encantaba ese nombre. Tenía pellizco en el estómago al recordarlo durante el resto del año.

 No veía momento de que amaneciera “el diá la víspera”, que la jefa de turno cerrara por fin la tienda y volar al pueblo en el flamante 600 gris de mi padre para llegar al pueblo a disfrutar de aquella “noche” soñada.

Salí de trabajar y ya me esperaban mis padres a la puerta. Hice el viaje con el corazón a todo galope, mucha más velocidad que aquel Seat 600Lujoso” que con tanto cariño recuerdo. Lo que yo daría por volver a sentir mi corazón galopando ilusionado con aquella pureza que latía a mis 14 años.

 Apenas dejé mis cosas en casa de mis abuelos y corrí a la plaza para ver a mis amigos de la peña. No hizo falta toque de llamada a ningún móvil con el que ni soñábamos ¡¡apenas teníamos fijo, como para soñar con móviles!!

Supongo que en alguna carta con mis amigas o simplemente cualquier domingo de aquel verano, habría quedado con ellas en la fuente. Allí llegué con mi gorrita roja, el fajín y las zapatillas del mismo color que había guardado como oro en paño todo el año pasado y el anterior.

Allí estaban casi todos mis amigos. Incluido A… y C…, que nunca me había dado señales de que le gustara, me dijo: Iba a pedirte que si querías estar conmigo estas fiestas, pero he preguntado a A… que si iba a estar él contigo y me ha dicho que si, así que nada –me dijo resignado-.

Apenas me di cuenta que C… estaba diciéndome que le gustaba, lo que sonó como música en mis oídos es que A… quería estar conmigo un año más.

Alguien me había dicho que si daba un pisotón al chico que me gustaba, si decía ¡Ay! Es que yo le gustaba a él. Di a C… un pisotoncito (más fuerte que flojo, lo confieso) y efectivamente C… dijo ¡ay! La prueba estaba hecha, pero tenía que asegurarme y dando un brinco bailando, le di un pisotón al pobre A… al que debía gustarle mucho, porque el ¡Ay! Lo escuchó la veleta de la torre de Santa María y eso que estábamos bajo la de San Pedro. Seguramente le gustaba bastante o que el pisotón debió dolerle mucho, porque fui bruta al pisar al pobre muchacho.

 En el baile me hice una foto bailando con J… que como le continuaba gustando a Chus y ella no iba a verlo, me hice la foto con él para que ella lo viera. ¿Qué me hubiera gustado hacerme foto bailando con A…? ¡¡Pues claro!! Pero no creo que les hubiera hecho gracia a mis padres verme en foto bailando con él, aunque nada dirían si me la hacía con más gente y con mucho cariño guardo la foto en la que además de A…, está también mi querido amigo J.S…que aún continúa siéndolo.

 A… para “los domingos” tenía un pantalón marrón Carmelita y aquel invierno me compré una trenca del mismo color para tener algo igual que él, aunque mi abrigo en nada más que en el color se asemejaba con su pantalón de “pata elefante”.

 Una de las fotos más bonitas de mi peña es de 1971, habíamos muchos en el grupo, aunque no todos eran integrantes de “pleno derecho” eran amigos de amigos, “acoplados” para fiestas. Yo seguía sin soltar mi gorrita roja, y en ella salgo con cara de absoluta felicidad… ¡¡Y preciosa, no nos vamos a engañar!! Fui una muchachita muy guapa, aunque nunca creí serlo.

 Pasó un año entero hasta llegar a “La Casita” de 1972

 Extracto de mi diario:

 09 - Septiembre 1972- Sábado… Me he levantado a las 7 de la mañana. Hemos desayunado en Tordesillas. Hemos cambiado el escaparate. Me han venido a buscar mi padre y mi abuelo.

He ido al baile de por la noche. Cuesta 20 pesetas. Ha empezado a las 12 y ha terminado a las 4, luego hemos ido a la peña de mis padres y me he acostado a las 5 de la mañana.

He reñido con (…). En el baile he estado hablando y bailando con Luis Fernando, un chico que conocí en Castronuño el 25 o 30 de Julio.

 ¡Qué suerte! Además de la víspera y el día 8, tuve también la noche del sábado y todo el domingo para disfrutar de mis añoradas fiestas.

No mencioné a A… en ese pequeño diario, quizás porque mi hermano y mi madre lo leían y sólo ponía datos escuetos y no sentimientos que ahora me encantaría recordar tan sanamente como los viví.

Durante este 1972 estrenamos la camiseta de peña con el nombre pintado a la espalda.

 Esa “riña” con (…), de la que hablo en mi diario, recuerdo claramente como si fuera hoy, que fue a causa del precio de las camisetas con el nombre de la peña. Eran de la marca “Abanderado”, blancas de franelita, que yo las vendía en Zaida por 50 pesetas unidad, no las 150 que nos cobraron a todos, precio que según mi amigo le habían costado a él y no tengo por qué dudar que fuera así. Ni lo dudé tampoco entonces.

No recuerdo haberle reclamado por el precio, sólo dije que yo las vendía más baratas, intentando decir que me las podía haber encargado para que nos hubieran salido más baratas a todos, aunque igualmente nos las cobraran a 150 pesetas y ahorrar ese dinero sobrante para los gastos de la peña. En esta vida (y mucho más en esa peña), lo malo es decir lo que se piensa, sobre todo si quien nos escucha no tenga ni esa mínima capacidad intelectual y decide propagar que otro dijo lo que jamás dijo ni pensó.

 Él, que siempre ha sido muy tozudo, se dio por aludido como si le estuviera acusando de haberse embolsado la diferencia o algo. Como digo, siempre muy… “suyo” afirmó que le había llamado ladrón  y lloró como un magdaleno… No me dejó explicar e interpretó lo que quiso, pero pese a lo cabezorro que fue y que yo tenía razón -aunque no me la diera- no llegó la sangre al río y al día siguiente seguimos siendo tan amigos como siempre… o quizás él ya no y ese día no me di cuenta… ¡Yo era tan inocente!

 De las fotos de 1973 ya nos han dejado para siempre cuatro de mis amigos: Q.E.P.D.

 Un inciso (otro): tengo guardada esa camiseta y no me imagino cómo era mi cuerpo que cabía allí y hasta no me quedaba entallada. Viendo las fotos me recuerdo, viendo la camiseta en la mano, ¡¡No le vale a una muñeca Nancy, cómo podía valerme y quedarme holgada!!

 Aquel 1973 también éramos un grupo enorme, con muchos forasteros y forasteras invitados. No recuerdo dónde teníamos la peña, pero sin duda pasé unos días preciosos con Gema. Desde entonces fuimos grandes amigas y lo seguiríamos siendo de no haber escrito el destino para ella una marcha demasiado pronto y por absoluta sorpresa, sin despedidas.

 Mi bonita y castísima historia de ilusión con A…  acabó sin que nunca hubiera comenzado. Años después cada uno hicimos felizmente nuestras vidas con las personas que el destino tenía escrito para nosotros.

Los dos sabemos quién es el otro, pero si nos cruzamos por la calle, incomprensiblemente, jamás nos hemos vuelto a dirigir ni un saludo ¿Por qué? La verdad no tengo ni idea pero así ha sido siempre por mucho que me pese.

Guardo el recuerdo de A…  con ese cariño bonito que se le tiene a las personas que alguna vez estuvieron en nuestra vida, nos ilusionaron, nos hicieron sentir especiales y nunca hubo siquiera una conversación de lo que el uno sintió por el otro. Simplemente acabó sin que como dije, hubiera llegado a comenzar.

Gracias siempre A… muchacho tímido, por hacerme feliz en mi transición de la niñez a la adolescencia.

Sólo he podido conservar para siempre mucho cariño, de los que ya cruzaron el umbral.  Desafortunadamente y siendo una peña tan numerosa y diversa, de aquella época sólo guardo buen recuerdo de Mª Esther, JS… P… “C…” P… M… y A… que son las únicas personas aún sobre la tierra de las que por unos u otros motivos guardaré siempre en mi corazón, porque como leeréis, en el capítulo “De peña en peña y otras piedras en el camino”, muchos “amigos” pasaron por mi vida sin dejar poso y los demás sólo dejaron… mucho que desear como amigos y  sobre todo como personas.

He dejado aquí estas líneas de mi vida, con el respeto que aún me merece su recuerdo. No por ellos, si no por haber formado parte importante de mi vida.

 Desde 1974 mis fotos comenzaron a ser de color. Dejaron de ser de Varela y yo dejé de pertenecer a la peña.

En aquel 1974 de “Mi peña” salí desilusionada, aunque en aquella ocasión no dejamos de dirigirnos cordiales saludos.

Al principio de este capítulo expliqué cómo empecé a ser mimbro de esta añorada peña (o añorada vivencia) y ahora os cuento que se acabó el día que les presenté a mi novio y no fue acogido como por lógica hubiera correspondido. O quizás nunca les caí tan bien como creía cuando entré a formar parte de ese grupo y mi novio fue la mejor excusa para librarse de mí… ¡¡He llegado a pensar tantas cosas intentando encontrar respuestas!! Ni las hallé ni ya me interesa porque decidí hace mucho que no merecen la pena…¡¡¡Me quiero más yo!!

 Ya expliqué que en la peña sólo pagaban los chicos, nunca los invitados ni las chicas. Mi novio iba a estar solamente una noche, la misma que yo aquel año.

Naturalmente nadie le pidió “pagar” la cuota a mi muchacho, porque lo lógico fue no hacerlo. ¿Tenía que haber pagado por una noche siendo invitado? Pues ni como invitado ni como novio mío lo acogieron. No le pusieron buena cara y sigo sin entender por qué, aunque conociendo el percal, como lo pude conocer con los años, tampoco me extrañaría que si mi novio hubiera entrado soltando dinero a manos llenas, quizás le hubieran recibido con los brazos abiertos, aunque le hubieran dado la espalda exactamente cuando se les hubiera dado la gana, porque así funcionan –me consta-.

Esta gente son como una “paella” que de la receta original sólo tiene el arroz y caldo, lo demás son ingredientes que se van añadiendo o eliminando al gusto del paellero… y sobre todo de la paellera, aunque el plato se convierta en “arroz con cosas” que quitan el hambre y tienen sabor agradable, pero hace mucho tiempo que dejó de ser “paella”.

 Las “horas muertas” de aquel 1974 las pasamos en la peña de mis padres y todo eso también lo leeréis en “De peña en peña y otras piedras en el camino”.

A día de hoy, no podrían demostrar que yo les haya hecho, desprecios o “putadas” tan graves – ni siquiera menos graves- que justifiquen la inquina que tienen en mi contra, ni yo podría demostrar porqué, “a día de hoy” les sigo guardando cariño.

 Lo que en este capítulo queda reflejado es mi amor por las fiestas de mi pueblo. Ese espejismo de amistad y la decepción por tantas cosas que creí tener y nunca tuve aunque me hacen seguir soñando con “La Casita” que sólo existió en mi corazón y permanecerá para siempre en mis recuerdos.

 


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