miércoles, 23 de diciembre de 2020

LA NOCHEBUENA DE MI INFANCIA EN ALAEJOS

LA NOCHEBUENA DE MI INFANCIA EN ALAEJOS


 Esta fracción de crónica pertenece a “El olor de los recuerdos”; capítulo titulado “La Navidad de mi infancia”.

 Como decía al hablar del sorteo de la lotería de Navidad, siempre que se acerca el fin de año, es imposible no recordar aquellas Navidades maravillosas y como “El olor de los Recuerdos”, regresa a mí como por arte de magia ese espíritu perdido de la Navidad que este año además va a ser tan diferente a todas las que hemos vivido hasta ahora.

 Como también decía antier, recuerdo esos días como la mejor época del año. Por un corto espacio de tiempo  nos sacudíamos la monotonía de vivir en un pueblo pequeño y todo se volvía fiesta y novedad.

Al vivir las presentes, no puedo evitar hilar los recuerdos de algo tan lejano como la Navidad de mi infancia en Alaejos; los mismos o parecidos recuerdos que seguramente conservan en algún lugar escondido de su memoria los alaejanos de mi generación.

 Es posible que la Navidad nos pareciera tan importante no sólo por la llegada de juguetes (si llegaban) sino también porque durante esos días el menú era más variado y abundante, eso sí, siempre el mismo para no romper tradiciones.

 En casa de mis padres, si bien jamás pasamos ese “hambre” con el que se llena la boca al evocarlo, lo cierto es que había escasez de variedad en el plato. Supongo que esa falta de variedad la sufríamos la inmensa mayoría de las familias, exceptuando como siempre a “los ricos”, que dicho sea de paso, no eran tantos y si de ellos excluimos a los que simplemente aparentaban serlo, nos quedamos en que por los años 60 abundaban las familias como la mía… “humildes, pero muy limpias”.

 Entonces –al menos en mi pueblo- en navidades no adornaban con luces las calles, no se había inventado aun el espumillón. De los árboles de Navidad, las bolas, campanillas y muérdago ni se sabía que existían… ni falta que hacía. Ni a muchos nos hubiera importado no saberlo nunca.

 En la iglesia de Santa María instalaban un gran Belén. A los niños nos gustaba mucho visitarlo. Mirábamos con devoción y curiosidad las grandes figuras que con todo detalle formaban el mayor Nacimiento que nunca había visto; aunque no creo que fuera tan extenso como a mí me parecía entonces.

Toño, mi hermano, era monaguillo y ayudaba a ponerlo cada año.

 Cuando yo era pequeña no había tele que “americanizara” nuestras costumbres. Lo bonito –y lo único- era poner en las casas el nacimiento.

 No recuerdo si había una fecha en concreto o si mi abuelo Ruperto la elegía al azar, eso sí, muy cerquita del día 24, pero me encantaba “ayudarle” a colocar el Belén en la poyata de la ventana de la sala.

 Mi hermano y yo le acompañábamos a buscar  roña” para hacer las montañas, o el musgo y la tierra que ponía como base a las figuritas.

El serrín para los senderos lo traía de la fundición. El río era un espejo y la nieve harina y pedacitos de algodón.

Excepto la nieve y el río, todo era de verdad, no como ahora; hierba y serrín sintéticos del “todo cien” que no deja olor a tierra mojada y a madera recién cortada.

 El abuelo cortaba con sumo cuidado el musgo que crecía en lo alto da la tapia de “La Patacorta”. Cuando llegábamos a casa subía al “sobrau” a buscar la caja con las figuritas de barro. Todos los años las mismas y cada año me parecían nuevas, aunque eso sí, iban perdiendo trocitos cada vez que se sacaba para montar el Belén.

Las ovejas apenas se sostenían sobre los alambres que alguna vez estuvieron cubiertos por el mismo barro que el resto de sus cuerpos. A la lavandera le faltaba un brazo, algún pastor había perdido la cabeza y quedaba para siempre olvidado en la caja o simplemente lo tiraban. Finalmente nos quedaba un precioso y gran Belén con olores a tierra húmeda y serrín fresco. El portal, que era de madera, junto con una casita de cartón hecha por el tío Pedrito y alguna que otra figura, aún siguen luciendo en casa de mi prima Feli.

El Belén sigue formando parte imprescindible en la decoración de mi casa desde el 8 de Diciembre al 6 de Enero y el misterio, casi intacto, tal y como me lo dio la abuela Felisa, sigue presidiendo el Nacimiento de mi casa todas las navidades.

Daría lo que pudiera por volver a ver adornada aquella poyata, oler aquel musgo y… montar el Nacimiento con mi hermano y mi abuelo Ruperto.

 La mañana del día 24 de Diciembre, el abuelo madrugaba para poner una gran lumbre que aguantara bien el calor para cocinar las “exquisiteces” que servirían las mujeres durante la cena de Nochebuena.

Mi abuelo entraba y salía al corral cargado de leña y frío, pero también de mucho entusiasmo porque su lumbre tenía que ser “la más buena” de todas las del pueblo.

Tras apilar cuidadosamente los troncos en el hogar, los cubría con paja que guardaba mucho el calor y evitaba que los leños ardieran demasiado rápido.

Después, ya con la lumbre a plano rendimiento, los abuelos seguían casi un ritual: se acercaban a las casas de las tías Demetria y Victoriana, hermanas de la abuela Felisa, para “admirar” las lumbres, compitiendo quien de los tres cuñados había puesto la más grande y buena.

Había la costumbre de visitar las casas de familiares o vecinos más cercanos, para ver las lumbres… comparar mentalmente y darse cuenta que la suya era la mejor. ¿No es precioso? ¿Qué encanto podría tener ahora esa tradición? ¿Ver a quién le reluce más la vitrocerámica? ¡¡Pues no hay color!!

 Esa misma mañana del 24, Toñín y yo, con mi cestita de mimbre, íbamos a por “la colación”, también llamado “el aguinaldo”, a casa de la abuela Casimira y a la casa de las tías Demetria, Victoriana y Julia.

Mi madre nos ponía las ropas de los domingos, bien abrigaditos con nuestros verdugos, bufandas y manoplas. Yo con faldita y con medias de “espor” hasta las rodillas y él con pantalón corto,  porque entonces a los niños no les ponían pantalón largo hasta que no comenzaban a tener “pelos en las piernas”, hiciera el frío que hiciese.

 La madre de mi padre nos obsequiaba con una peseta para cada uno, dos naranjas y una pequeña anguila también para cada uno.

No recuerdo haber comido nunca la anguila, no me gusta el mazapán, pero me gustaba la cajita de cartón, redonda con la tapadera abombada y decorada con paisajes. Me gustaría haber guardado una de aquellas cajas, no lo hice, porque entonces no le daba tanta importancia a conservar  recuerdos como le doy ahora.

 Aunque se estaba calentito en la cocina de la abuela Casimira, no solíamos quedarnos demasiado rato. Ella regentaba la cantina y en Nochebuena, siempre nos esperaba en su casa, por eso todo el  tiempo que permanecíamos allí, le estábamos quitando de trabajar.

 Recorrer las calles del pueblo aquel día era también peculiar. Hacía un frío considerable: de los tejados de las casas colgaban los “chupiteles” también conocidos como “cirriones” de hielo semejantes a estalactitas cristalinas. El humo de las chimeneas impregnaba el pueblo de un inconfundible aroma a leña ardiendo, humo y frío, porque el frío huele.

De nuestra nariz pendían los mocos tan congelados como “cirriones” y que finalmente tatuaban la manga del jersey impoluto que nos había puesto mi madre.

Aunque entonces no conocíamos los pañuelos de papel, siempre llevábamos un pañuelo de tela donde depositar “los cirriones moqueriles”, pero teníamos más a mano la bocamanga del jersey. No teníamos tiempo que perder ni para sacar el “moquero”. Y además ese día  había que seguir con la tarea de recolectar aguinaldos.

 En la calle los charcos se habían helado formando el “carámbano” que transparente y frágil tanto nos gustaba pisar y comprobar cuánto resistiría nuestro peso. Lo malo era cuando se partía y nos calaba los zapatos. Muchas veces llegamos a casa con los calcetines y los pies empapados y tan congelados que casi ni les sentíamos. Al entrar en calor dolían del puro frío.

Del frío nos dolían los pies y las orejas de los tirones que nos daba mi madre al secarnos por llegar a casa “caladitos”.

 Desde la cantina de la abuela  nos dirigíamos a casa de las tías, es decir, las hermanas y cuñada de la abuela Felisa.

La tía Julia nos parecía la más “roñosa”, (seguramente porque su economía no le permitía ser más espléndida con toda la recría que nos presentábamos a por el “aguinaldo”). La mujer siempre rebuscaba y rebuscaba en sus bolsillos y nos daba una perra chica. Quizás la pobre tía Julia no podía darnos más, pero nuestros avaros y maltrechos bolsillos infantiles, no sabían de estrecheces en los de los mayores.

Las tías Demetria y Victoriana eran siempre más “rumbosas”, y nos daban una perra gorda y un par de almendrucos, nueces o higos secos.

A tía Demetria le gustaba que le enseñara la bolsita para ver todo lo que habíamos recaudado:

-¡¡Buena “cotamalla” lleváis!! –exclamaba jocosa.¡¡Qué buena gente mi tía Demetria!! Siempre demostró quererme mucho, y por eso la recuerdo con especial cariño.

 Tras hacer el recorrido llegábamos a casa felices con nuestros regalos… O caladitos como os decía antes, pero muy felices a enseñar todo lo que habíamos recogido.

Comíamos pronto y menos cantidad que a diario, para que no nos hiciera daño la copiosa cena.

Durante toda la tarde, no parábamos de “enredar” con la rudimentaria zambomba que conservábamos desde “El mondongo” y que nos servía de juguete hasta que se rompía o se iba desinflando.

Nuestra “zambomba” –os expliqué hace muy poco- estaba hecha con la vejiga del cerdo. El día de la matanza, “implaban” la vejiga y la ataban con una cuerda. Así permanecía colgada hasta que se secaba y quedaba como un globo.

 Entre jugar y dar la lata llegaba la hora de ir al coche de línea a buscar a los familiares que vivían fuera del pueblo.

La abuela Felisa y mi madre podían entonces seguir tranquilas preparando la cena durante un rato.

Nuevamente bien abrigaditos, mi hermano y yo nos acercábamos al “Bar Flor”, muy cercano a la casa de los abuelos, y nerviosos oteábamos el horizonte hasta ver aparecer el  lentísimo vehículo conducido por el mítico señor Avelino, luego alborozados, mirábamos a través de las ventanillas del viejo “coche linia”, para ser los primeros en ver a la tía Mª Jesús que llegaba con su esposo; el tío Pedro y nuestra prima Felisina. Ellos, intentaban no faltar nunca en Nochebuena.

Algunos años (pocos) también llegaban  mi querida y recordada tía Antonia con su fanfarrón y  adusto marido y los primos Pedrito y Julito.

Las gentes cargadas de paquetes envueltos en papel de estraza o con pequeñas maletas, se abrazaban a quienes habían ido a buscarles. Seguramente no se veían desde “La Casita”. Por entonces se podía viajar muy poco.

 Nosotros todos juntos regresábamos a casa felices con “los forasteros” y mientras los hombres charlaban en la pequeña sala, las mujeres se afanaban en preparar la cena que consistía básicamente en limpiar el cardo durante mucho rato, hoja por hoja quitando cuidadosamente los nervios más gruesos para cocerlo durante horas y que quedara en su punto de blandura y blancura. Siempre me reservaban el  troncho” crudo. Nadie cocinaba mejor el cardo que la abuela Felisa, y nadie guisaba como ella  el riquísimo pollo de corral criado durante meses para esa noche.

Una vez cocido, lo arreglaba al “ajo arriero”. Nunca he comido cardo tan sabroso como el que cocinaba mi abuela Felisa.

Recuerdo sus dedos ennegrecidos al limpiar el cardo y desgajar la granada que acompañaría la rica escarola puesta en agua durante mucho rato para que estuviera bien rizada y sabrosa.

Desde dos o tres días antes el bacalao había estado a remojo para conseguir el punto justo de sal. Lo complicado era durante esos dos días mantener apartado a mi hermano del barreño y conseguir que no  espinzara” esos lomos magníficos de bacalao desalándose.

A Toño el bacalao siempre le ha gustado muchísimo, tanto crudo, como cocinado al ajo arriero y rebozado, que era como siempre lo preparaba también maravillosamente la abuela.

 Tanto abrir y cerrar las puertas de la cocina para que hiciera “tiro” con la chimenea y no se formara humo, la espalda –sobre todo de las cocineras- se quedaba helada, los brazos y cara ardiendo y las piernas con “cabras”.

 Parece mentira que todo ello llevara tantísimo tiempo y trabajo, pero naturalmente, aquella lumbre, por “grandiosa” que fuera, no tenía fuego regulable, ni infrarrojos, ni butano y otra vez: ni falta que hacía. El sabor de los alimentos cocinados en lumbre era incomparable a lo que elaboramos ahora las amas de casa.

 Cuando la cena estaba lista, se preparaban las bandejas con los postres que consistía en cortar en cuadraditos los variados turrones, es decir: el duro y el blando, no había  de otros, pero el duro lo era de veras.

Eran tabletas gruesas que había que partirlas a golpe de martillo y “roerlas” poniendo a prueba las dentaduras y la paciencia por terminar el pedazo. El abuelo que ya había perdido prácticamente todos sus dientes, para poder comerlo tenía su “maña”: colocaba un pedacito de turrón en un paño blanco y limpio, lo tapaba y lo golpeaba con el martillo hasta que lo dejaba prácticamente convertido en puré.

Tradicionalmente también ponían para los postres uvas pasas, que habían estado en “el sobrau” extendidas secándose desde la vendimia; higos secos, y “cascajo”, o lo que es lo mismo: almendrucos tostados en casa, nueces de nogal del pueblo y avellanas… de las que sabían a lo que eran, no como ahora que el sabor se queda pendido en las ramas de los árboles cuando las cortan.

Otra cosa que el abuelo siempre nos hacía y que nos gustaba mucho, era un “entierro” que consistía en abrir por la mitad un higo seco  y rellenarlo con una avellana, un almendruco y un trozo de nuez. Cerraba esa especie de “bocadillo” y eso era el para mí hoy tan añorado “entierro”.

Las bebidas también eran  variadas: anís y coñac. Para los críos vino Sansón, un reconstituyente que nos daban para abrir el apetito –que teníamos siempre de par en par- y que no se nos ocurriría ofrecer ahora a un niño, bajo pena casi de cárcel. En cambio ahora cada vez empiezan a beber incontroladamente cada vez más jóvenes. No le podremos echar la culpa al Sansón, que tomé de pequeña y ahora el único alcohol que tomo es para curarme alguna herida, o este año mezclado con agua para desinfectar bien las superficies y que no nos entre el maldito virus.

 Olvidando lo que nos toca vivir ahora, sigo con mi relato: cuando la cena ya estaba preparada y las ganas de comer brincaban en el estómago, llegaba el Señor Ángel “el dormido”, un hombre bonachón, amigo del abuelo que fumando varios cigarros hablaba y hablaba sin parar y sin darse cuenta que no eran horas de visita, pero hasta que Ángel no se iba, no podíamos comenzar a cenar.

 Una vez que se marchaba, todos con suspiros de alivio y comentarios al respecto, nos sentábamos por fin, pero nadie tomaba un solo bocado hasta que todo el mundo estaba  sentado, servido y el abuelo bendecía la mesa. Una mesa que parecía agrandarse, porque a pesar de ser una sala muy pequeña, y una camilla no muy grande, cabíamos todos.

Tras el “amen”, el bullicio presidía aquella mesa repleta de familiares y de exquisita comida (para mí lo era).

 Aún hoy en mi casa seguimos manteniendo básicamente ese mismo menú, jamás faltó el cardo, la escarola ni el bacalao, aunque sustituimos el pollo de corral del abuelo por cochinillo asado y algún que otro marisco, pero básicamente, si la Navidad es recuerdo, nostálgica y añoranza, yo no quiero variar demasiado la tradición en la mesa.

 El primer año que no disfrutamos de la Navidad en Alaejos, quizás no echamos de menos las cosas que jamás volveríamos a tener, pero si recuerdo haber echado de menos la visita del señor Ángel “El dormido”.

 Después de la “opípara” cena, las mujeres fregaban. Tarea nada fácil. No había agua “corriente”, por tanto tampoco calentador, ni grifo de donde saliera. El agua lo traían de un pozo y en una “pota” que habían tenido cerca de la lumbre, lo mantenían caliente, lo echaban en un barreño de zinc que colocaban encima de la mesa de cocina, iban fregando “la loza”: platos y “largueros” de porcelana, cazuelas de barro o hierro fundido, cucharas de un metal que se oxidaba enseguida y había que mantener limpios como la plata a base de refregarles con estropajo y arena…

 Toñín, Felisina y yo cantábamos los clásicos villancicos de los peces que beben todo el rato y del chiquirritín, que por aquel entonces ya estaba metidito entre pajas, aunque el que más nos gustaba cantar era el que nos enseñó mi padre:

“En el portal de Belén hay un marrano colgado, el que quiera longaniza, que vaya y tire del rabo”… Ande, ande, ande…

  Siempre jugábamos a las cartas con el abuelo o a “moscardón”, con mi padre.

El abuelo nos enseñó a jugar a “la brisca”, a “la monona”, “as dos tres”, a “pimpineja” o a “pongo todo”.

 No recuerdo muy bien cómo se jugaba a la brisca y la monona, pero el as dos tres, era muy fácil. Había que ir echando cartas sobre el tapete sin mirarlas y diciendo el número siguiente al que hubiera dicho el jugador que nos precedía. Cuando la carta coincidía con el número que decíamos en alto, teníamos que llevarnos todo el montón. Ganaba el que primero se “desencantara”.

 Si alguien aún está con la intriga de que era eso del “moscardón”, lo explico: Los niños teníamos que extender las manos sobre la mesa mientras mi padre se tapaba la boca con las suyas y con un monótono y moscardonero “U U U U”, nos mantenía en vilo. De vez en cuando soltaba una de sus manos intentando dar un golpecito en las nuestras, que ávidas, retirábamos para que no nos diera y el golpe lo llevaba él sobre la mesa consiguiendo nuestras infantiles risotadas; objetivo final del juego.

Quizás sea una estupidez, pero hemos reído muchas veces de niños jugando  y hemos visto reír al abuelo y a mi padre mirando nuestra “habilidad” para no ser “tocado por el moscardón”.

No recuerdo que nos dejaran ganar para que no nos enfadáramos, quizás por eso, nunca tuve “mal perder” cuando juego. Porque desde pequeña supe que para ganar hay que “ganárselo”.

Otra cosa que aprendí es a no reírme del que pierde; hasta que no se termina de jugar, no hay vencedores ni vencidos. Ni le veo la gracia a hacer trampas para ganar, ni a enfadarse por perder. Jugar es eso: pasar un rato agradable y entretenido. Lo demás es lo de menos.

 Cuando las mujeres terminaban de fregar y recoger “la loza”, íbamos a la misa del gallo y después toda la familia nos reuníamos en casa de la tía Victoriana entorno a la bisabuela Petra “la Casitera” –madre de la abuela Felisa- a la que siempre llamamos cariñosamente “la abuela vieja”.

Los mayores jugaban a cartas, charlaban y contaban sus vivencias mientras los más pequeños dormitábamos al amor de los rescoldos de la “monumental” lumbre que el tío Cándido había puesto por la mañana bien tempranito rivalizando –como dije- con la de sus cuñados y vecinos.

Para volver a nuestra casa, mi padre me subía “una cuesta” –me cargaba a la espalda sujetándome por las piernas y mis brazos rodeaban su cuello- Así no me cansaba ni pasaba frío. ¡¡Mi padre querido!!

 El día de Navidad, antes de comer, nos visitaba la abuela vieja. La recuerdo muy mayor, bajita, sin dientes, vestida de negro, con su inseparable pañuelo de seda negro (como doña Rogelia, mejor, doña Rogelia como mi abuela vieja) tapándole la cabeza y atado al cuello y sentada al lado derecho de la chimenea en una silla baja, de madera con el asiento de enea.

Mi madre le servía una copita de anís Castellana en una copa que aún conservo. La bisabuela tras tomar ávidamente el contenido, besaba “el culo” de la copa y decía: “que con “salú” lleguemos al año que viene”. Y llegaba, llegó durante casi cien años la buena mujer.

Esa visita fue una de las cosas que más eché de menos durante años en Navidad. Aún hoy al ver esas pequeñas copas talladas me parece percibir aquel aroma dulzón del anís que tomaba la bisabuela Petra; mi querida y recordada “abuela vieja”.

 No hay cosa más bonita que una Navidad rodeados de ilusión infantil, por eso guardo los mejores recuerdos navideños envueltos en el rincón de la memoria  de mi infancia. (y las Navidades ya en Valladolid, de las que hay otro capítulo) cuyos recuerdos ahí permanecieron hasta que los desempolvé para vivirlas al lado de mis hijas cuando eran pequeñas y ahí permanecieron hasta que volví a disfrutar una Navidad rodeada de mis niñas… de mis nietas, por las que tras el parón sentimental Navideño que sufrimos, echando de menos éstas añoradas Navidades tal como siempre quisimos vivirlas y no fue posible. Por eso, mi familia Navideña, ahora son mí razón de ser y estar en Nochebuena.

Este año como sabéis no podremos juntarnos, pero no nos vamos a faltar los unos a los otros, porque el amor va a ser mucho más fuerte que nunca. Así me lo han demostrado todos los días de su vida.

Continuará…

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