Pues si, hoy hice el último viaje de la temporada 2004 en coche de línea al pueblo.
Me levanté como cada mañana; dolorida.
Lo primero de todo fue poner los pies en el suelo, calzarme las zapatillas y salir al baño. Después preparar desayunos y esperar vanamente a que Irene subiera durante su tiempo de recreo a desayunar conmigo.
Cuando vi que pasaba el tiempo y mi niña no subía, comencé a alarmarme, hasta que por fin recordé que hoy es la fiesta de los maestros... ¡¡Buena profesión la de maestro!! y mi niña está cuidando a Ángela y Félix, los niños que actualmente son su trabajo y que como niños que son, y por ser la fiesta del maestro, están en casa solitos porque da la casualidad, que la dicha fiesta del maestro no coincide con el asueto de los padres.
Tras este rollo, desayuné con Laura y después, entre preparar cosas, atender teléfono y puerta, que tocaron dos veces, una para mirar el contador del gas y otra de Yudego a traerme trabajo, lavarme el pelo, hacer unas ricas croquetas para que comieran mi esposo y mis niñas pequeñas, Laura comería donde sus tíos Toño y Lurdes, secarme el pelo, ayudada por Laura y hacerme una fotos porque le pareció que me había quedado muy bien y que –según ella- estaba muy guapa; por fin, llegaron las dos de la tarde.
Amenazaba lluvia, con mi consiguiente enfado. Mi pelo estaba bonito y la lluvia lo deterioraría hasta quedar rizado y estropajoso, por eso y conociéndome bien, Laura se empeñó en “invitarme” a tomar un taxi que me llevara a la estación de autobuses para no mojarme en caso de que la amenaza dejara de serlo.
Prometí –para que se quedara tranquila- que lo tomaría en la parada, y al llegar a ella, ya había decidido que haría el trayecto andando. No llovía, aunque si hacía mucho aire.
No había caminado tres pasos dejando atrás la dicha parada, cuando comenzaron a caer unas pequeñas gotas de agua, a las que por ínfimas no denomino lluvia. Dudé un instante entre seguir caminando o volver sobre mis pasos y tomar el puñetero taxi, pues sabido es que cuando pongo los pies en la calle, llueve.
Sin dejar de avanzar, decidí que seguiría así; paso tras paso, segura de que si me decidía por el taxi no llovería y lo haría tan sólo si continuaba echando el bofe. ¡¡Craso error!!
No sólo no llovió, sino que además había tal atasco en el Paseo de San Vicente que me habría sacado los hígados el taxista.
Sorprendida por mi buena suerte, llegué a la estación de autobuses sudando por el calorcito que daba el abrigo recién heredado de Laura y con mis vísceras intactas, tomé el billete y me acerqué a la dársena.
El coche a punto de salir era el de las 14´15 que conducía Carlos. Lo vi lleno y pregunté al conductor si había sitio libre o si mejor tomaba el siguiente.
Otro empleado de la estación amablemente me dijo que efectivamente había 5 asientos libres. Yo sólo ocupo uno –pensé-, sobran 4.
Caminé por el estrecho pasillo cargada con mi bolso de mano y con mi –hasta ese momento- inútil y estorboso paraguas sintiendo en mi cara y en mi cogote las miradas de los viajeros escrutando a la “tardona”.
Por fin llegué a la parte trasera del vehículo y antes de sentarme pude ver cómo una señora mayor; a la que no miré la cara, ocupaba al menos tres asientos con sendos ramos de flores que primorosamente descansaban en ellos para que ni el más leve murmullo rozara los pétalos. Ni que decir tiene que no iba a ser yo quien importunara a los vegetales.
En el primer asiento libre que encontré –el anterior a los ramos- me aposenté, no sin antes pedir al muchacho que ocupaba el contiguo que acomodara su mochila en otro lugar, más que nada para no hacerme daño en las posaderas con ella.
Una vez sentada y despojada del abrigador abrigo, escuché murmullo.
- ¡Pero bueno! ¿es que no deja de entrar gente?
Miré al frente y vi cómo cuatro personas caminaban por el pasillo del coche. Una de ellas era una señora que lo hacía de perfil porque su enorme volumen, además de sus paquetes, no le permitía caminar de frente por tan estrecho habitáculo. ¡Casi me arranca el brazo con el culo!
La señora a la que antes no había mirado –y seguí sin hacerlo- exclamó contrariada ¡¡ay, cuanto echo de menos el coche!!
En fracción de segundos pensé; ¡vaya, echa de menos el coche, no a su marido!
- ¿Y que hago yo ahora con las flores? –exclamó la compungida mujer.
- Si quiere yo se los llevo –ofreció una amable joven solidaria, tomando el ramo más grande y hermoso, colocándolo sobre sus rodillas.
- ¡Traigausté que aquí la caben estos pequeños –dijo la mujer con cara de soltera que llegaba en ultimo lugar.
Sin más, agarró los dos ramos y los apretujó en el porta equipajes sito encima de mi cabeza, sobre la que cayeron varios pétalos.
- ¡Ay por Dios; con lo caros que cuestan, no se pueden tratar así! –dijo la señora que acababa de dejar un riñón en la floristería.
- No se preocupiusté, si mañana va a llover y se la van a estropear más.
Los jóvenes sentados en los alrededores estallaron en una discreta y silenciosa carcajada.
- Eso, señora, ¡el caso es animar! –dije, mientras me miraba el compañero de viaje sito a mi diestra.
La carcajada aumentó –sin malicia-.
Tomé mi libro; Tuareg, con intención de hacer el trayecto más corto leyendo mientras la “estruja ramos”, tomaba asiento al lado de la “ramera”, o mejor dicho, la señora dueña de los ramos.
- ¡Ay! –dijo suspirando-. Es que hace unos meses murió mi marido y ahora tengo que viajar así. Le ingresaron y ya no salió de la UVI.
- Pues miriusté, yo soy soltera y siempre he tenido que viajar en transporte público –apuntó, mientras yo sonreía al comprobar lo acertada que había estado en mis elucubraciones.
Seguí intentando leer entre el murmullo de voces, el mareante olor a cementerio de los arreglos florales mezclado con el perfume “Gloria” que me había puesto, el sonido monótono de la estación de radio control y el runruneo del motor del vehículo.
Sonó un teléfono móvil y el muchacho situado a mi derecha contestó la llamada.
- ¿Si?... Es que estamos parados a la altura de Dueñas, hay un atasco monumental, ha habido un choque de dos camiones cargados con mercancía peligrosa, pero ya están empezando a permitir pasar. En 25 minutos llegamos.
Dicho lo cual, dio por terminada la conversación y sonriendo a la persona que tenía sentada a su lado, se acomodó para seguir viaje.
- ¡Buena excusa! -pensé-.
Dueñas está en Palencia y nosotros estábamos en Valladolid circulando en dirección totalmente opuesta. Me habría gustado saber para qué esa mentira tan gorda como la señora que minutos antes casi se llevó mi brazo con su culo.
Poco después, entre el mismo sonsonete y traqueteo, escuché a las dos señoras; la soltera y la viuda, hablando tras de mí.
- Dije que me le destaparan, que quería darle un beso. Yo creía que se quedaban fríos y ya está, pero ¡oiga!, es como si besaras un “yelito”.
No quise seguir escuchando y tuve que hacer un esfuerzo para concentrarme en el interesante libro que tenía entre manos.
Por fin llegamos a Tordesillas. No me moví del asiento para dejar pasar al muchacho de la mochila sentado a mi izquierda, -previa explicación- para permitir la salida a las personas que viajaban tras de nosotros.
La señora enlutada volvió a preocuparse por sus hermosas flores.
Amablemente la soltera retiró los ramos sobre mi cabeza con tanto brío, que nuevamente los pétalos adornaron mi bonito –según Laura- y recién peinado cabello, antes de entregárselos a su dueña.
La pobre mujer dio las gracias a su compañera de viaje.
Poco a poco fueron desalojando los viajeros y por fin la señora viuda, se levantó para hacerse cargo del precioso ramo que había viajado en las rodillas de la amable joven.
La señora con los dos lánguidos ramitos en las manos, no debió darse cuenta del escalón de acceso a los asientos, perdió pie y fue a caer de bruces sobre el precioso ramo y las rodillas de la amable joven que asustada gritó: ¡¡cuidado!!
El joven que al principio del viaje atendió el móvil dando tamaña excusa, tuvo que volver su cara para ocultar la inevitable risita, después me miró sonriendo, quizás por la “familiaridad” que tomó tras mi jocoso comentario del principio y tuve que taparme la cara con el libro para no delatar que me estaba partiendo el eje; consiguiéndolo a duras penas.
La amable joven, se apeó, entregó el maltrecho precioso ramo a otra muchacha y subió de nuevo al vehículo para ayudar a bajar a la atribulada mujer enlutada.
Fue entonces cuando me levanté para cambiar a otro asiento más de mi gusto y costumbre, pagué el resto del billete y me acomodé nuevamente con la sana intención de amortiguar el tedio de la espera leyendo, pero antes, miré sin intención por la ventanilla y pude ver cómo en el coche estacionado en la dársena contigua, subía la triste señora enlutada. La seguían con cara de póquer dos muchachas con sendos pequeños –y lánguidos- ramos y tras ellas, la amable joven solidaria con el ya no tan hermoso ramo, cuyos gladiolos marchitos apuntaban tristemente a la alfombra del vehículo.
No puedo imaginar cómo llegarían a su destino las flores.
Si la señora leyera esto, seguramente no le haría ninguna gracia. Ella que había comprado un ramito para sus padres y otro igualito para sus suegros y el más grande y bonito para su recientemente difunto marido.
Reconozcamos que la situación descrita, tiene su gracia... si no la sufres en carne propia.
Perdón señora por no poder evitar sentir lo que sentí.
Por fin llegué al pueblo.
Las calles brillaban por el sol chocando contra el agua recién caída y como era imposible que alguien las hubiera regado todas al tiempo, no pude evitar extrañarme nuevamente por la suerte de que no lloviera como –repito- suele ocurrir, pero al llegar a mi casa, mi bonito “peinado” estaba tan desvirtuado como sus ramos, señora.
Me levanté como cada mañana; dolorida.
Lo primero de todo fue poner los pies en el suelo, calzarme las zapatillas y salir al baño. Después preparar desayunos y esperar vanamente a que Irene subiera durante su tiempo de recreo a desayunar conmigo.
Cuando vi que pasaba el tiempo y mi niña no subía, comencé a alarmarme, hasta que por fin recordé que hoy es la fiesta de los maestros... ¡¡Buena profesión la de maestro!! y mi niña está cuidando a Ángela y Félix, los niños que actualmente son su trabajo y que como niños que son, y por ser la fiesta del maestro, están en casa solitos porque da la casualidad, que la dicha fiesta del maestro no coincide con el asueto de los padres.
Tras este rollo, desayuné con Laura y después, entre preparar cosas, atender teléfono y puerta, que tocaron dos veces, una para mirar el contador del gas y otra de Yudego a traerme trabajo, lavarme el pelo, hacer unas ricas croquetas para que comieran mi esposo y mis niñas pequeñas, Laura comería donde sus tíos Toño y Lurdes, secarme el pelo, ayudada por Laura y hacerme una fotos porque le pareció que me había quedado muy bien y que –según ella- estaba muy guapa; por fin, llegaron las dos de la tarde.
Amenazaba lluvia, con mi consiguiente enfado. Mi pelo estaba bonito y la lluvia lo deterioraría hasta quedar rizado y estropajoso, por eso y conociéndome bien, Laura se empeñó en “invitarme” a tomar un taxi que me llevara a la estación de autobuses para no mojarme en caso de que la amenaza dejara de serlo.
Prometí –para que se quedara tranquila- que lo tomaría en la parada, y al llegar a ella, ya había decidido que haría el trayecto andando. No llovía, aunque si hacía mucho aire.
No había caminado tres pasos dejando atrás la dicha parada, cuando comenzaron a caer unas pequeñas gotas de agua, a las que por ínfimas no denomino lluvia. Dudé un instante entre seguir caminando o volver sobre mis pasos y tomar el puñetero taxi, pues sabido es que cuando pongo los pies en la calle, llueve.
Sin dejar de avanzar, decidí que seguiría así; paso tras paso, segura de que si me decidía por el taxi no llovería y lo haría tan sólo si continuaba echando el bofe. ¡¡Craso error!!
No sólo no llovió, sino que además había tal atasco en el Paseo de San Vicente que me habría sacado los hígados el taxista.
Sorprendida por mi buena suerte, llegué a la estación de autobuses sudando por el calorcito que daba el abrigo recién heredado de Laura y con mis vísceras intactas, tomé el billete y me acerqué a la dársena.
El coche a punto de salir era el de las 14´15 que conducía Carlos. Lo vi lleno y pregunté al conductor si había sitio libre o si mejor tomaba el siguiente.
Otro empleado de la estación amablemente me dijo que efectivamente había 5 asientos libres. Yo sólo ocupo uno –pensé-, sobran 4.
Caminé por el estrecho pasillo cargada con mi bolso de mano y con mi –hasta ese momento- inútil y estorboso paraguas sintiendo en mi cara y en mi cogote las miradas de los viajeros escrutando a la “tardona”.
Por fin llegué a la parte trasera del vehículo y antes de sentarme pude ver cómo una señora mayor; a la que no miré la cara, ocupaba al menos tres asientos con sendos ramos de flores que primorosamente descansaban en ellos para que ni el más leve murmullo rozara los pétalos. Ni que decir tiene que no iba a ser yo quien importunara a los vegetales.
En el primer asiento libre que encontré –el anterior a los ramos- me aposenté, no sin antes pedir al muchacho que ocupaba el contiguo que acomodara su mochila en otro lugar, más que nada para no hacerme daño en las posaderas con ella.
Una vez sentada y despojada del abrigador abrigo, escuché murmullo.
- ¡Pero bueno! ¿es que no deja de entrar gente?
Miré al frente y vi cómo cuatro personas caminaban por el pasillo del coche. Una de ellas era una señora que lo hacía de perfil porque su enorme volumen, además de sus paquetes, no le permitía caminar de frente por tan estrecho habitáculo. ¡Casi me arranca el brazo con el culo!
La señora a la que antes no había mirado –y seguí sin hacerlo- exclamó contrariada ¡¡ay, cuanto echo de menos el coche!!
En fracción de segundos pensé; ¡vaya, echa de menos el coche, no a su marido!
- ¿Y que hago yo ahora con las flores? –exclamó la compungida mujer.
- Si quiere yo se los llevo –ofreció una amable joven solidaria, tomando el ramo más grande y hermoso, colocándolo sobre sus rodillas.
- ¡Traigausté que aquí la caben estos pequeños –dijo la mujer con cara de soltera que llegaba en ultimo lugar.
Sin más, agarró los dos ramos y los apretujó en el porta equipajes sito encima de mi cabeza, sobre la que cayeron varios pétalos.
- ¡Ay por Dios; con lo caros que cuestan, no se pueden tratar así! –dijo la señora que acababa de dejar un riñón en la floristería.
- No se preocupiusté, si mañana va a llover y se la van a estropear más.
Los jóvenes sentados en los alrededores estallaron en una discreta y silenciosa carcajada.
- Eso, señora, ¡el caso es animar! –dije, mientras me miraba el compañero de viaje sito a mi diestra.
La carcajada aumentó –sin malicia-.
Tomé mi libro; Tuareg, con intención de hacer el trayecto más corto leyendo mientras la “estruja ramos”, tomaba asiento al lado de la “ramera”, o mejor dicho, la señora dueña de los ramos.
- ¡Ay! –dijo suspirando-. Es que hace unos meses murió mi marido y ahora tengo que viajar así. Le ingresaron y ya no salió de la UVI.
- Pues miriusté, yo soy soltera y siempre he tenido que viajar en transporte público –apuntó, mientras yo sonreía al comprobar lo acertada que había estado en mis elucubraciones.
Seguí intentando leer entre el murmullo de voces, el mareante olor a cementerio de los arreglos florales mezclado con el perfume “Gloria” que me había puesto, el sonido monótono de la estación de radio control y el runruneo del motor del vehículo.
Sonó un teléfono móvil y el muchacho situado a mi derecha contestó la llamada.
- ¿Si?... Es que estamos parados a la altura de Dueñas, hay un atasco monumental, ha habido un choque de dos camiones cargados con mercancía peligrosa, pero ya están empezando a permitir pasar. En 25 minutos llegamos.
Dicho lo cual, dio por terminada la conversación y sonriendo a la persona que tenía sentada a su lado, se acomodó para seguir viaje.
- ¡Buena excusa! -pensé-.
Dueñas está en Palencia y nosotros estábamos en Valladolid circulando en dirección totalmente opuesta. Me habría gustado saber para qué esa mentira tan gorda como la señora que minutos antes casi se llevó mi brazo con su culo.
Poco después, entre el mismo sonsonete y traqueteo, escuché a las dos señoras; la soltera y la viuda, hablando tras de mí.
- Dije que me le destaparan, que quería darle un beso. Yo creía que se quedaban fríos y ya está, pero ¡oiga!, es como si besaras un “yelito”.
No quise seguir escuchando y tuve que hacer un esfuerzo para concentrarme en el interesante libro que tenía entre manos.
Por fin llegamos a Tordesillas. No me moví del asiento para dejar pasar al muchacho de la mochila sentado a mi izquierda, -previa explicación- para permitir la salida a las personas que viajaban tras de nosotros.
La señora enlutada volvió a preocuparse por sus hermosas flores.
Amablemente la soltera retiró los ramos sobre mi cabeza con tanto brío, que nuevamente los pétalos adornaron mi bonito –según Laura- y recién peinado cabello, antes de entregárselos a su dueña.
La pobre mujer dio las gracias a su compañera de viaje.
Poco a poco fueron desalojando los viajeros y por fin la señora viuda, se levantó para hacerse cargo del precioso ramo que había viajado en las rodillas de la amable joven.
La señora con los dos lánguidos ramitos en las manos, no debió darse cuenta del escalón de acceso a los asientos, perdió pie y fue a caer de bruces sobre el precioso ramo y las rodillas de la amable joven que asustada gritó: ¡¡cuidado!!
El joven que al principio del viaje atendió el móvil dando tamaña excusa, tuvo que volver su cara para ocultar la inevitable risita, después me miró sonriendo, quizás por la “familiaridad” que tomó tras mi jocoso comentario del principio y tuve que taparme la cara con el libro para no delatar que me estaba partiendo el eje; consiguiéndolo a duras penas.
La amable joven, se apeó, entregó el maltrecho precioso ramo a otra muchacha y subió de nuevo al vehículo para ayudar a bajar a la atribulada mujer enlutada.
Fue entonces cuando me levanté para cambiar a otro asiento más de mi gusto y costumbre, pagué el resto del billete y me acomodé nuevamente con la sana intención de amortiguar el tedio de la espera leyendo, pero antes, miré sin intención por la ventanilla y pude ver cómo en el coche estacionado en la dársena contigua, subía la triste señora enlutada. La seguían con cara de póquer dos muchachas con sendos pequeños –y lánguidos- ramos y tras ellas, la amable joven solidaria con el ya no tan hermoso ramo, cuyos gladiolos marchitos apuntaban tristemente a la alfombra del vehículo.
No puedo imaginar cómo llegarían a su destino las flores.
Si la señora leyera esto, seguramente no le haría ninguna gracia. Ella que había comprado un ramito para sus padres y otro igualito para sus suegros y el más grande y bonito para su recientemente difunto marido.
Reconozcamos que la situación descrita, tiene su gracia... si no la sufres en carne propia.
Perdón señora por no poder evitar sentir lo que sentí.
Por fin llegué al pueblo.
Las calles brillaban por el sol chocando contra el agua recién caída y como era imposible que alguien las hubiera regado todas al tiempo, no pude evitar extrañarme nuevamente por la suerte de que no lloviera como –repito- suele ocurrir, pero al llegar a mi casa, mi bonito “peinado” estaba tan desvirtuado como sus ramos, señora.
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