MI PRIMERA COMUNIÓN
Tal día como hoy, 19 de mayo de 2013 hace justamente 50 primaveras, tomé junto a mi hermano la Primera Comunión.
Sin lugar a dudas fue el día más feliz de mi vida a mis cortos seis añitos, aunque entonces la edad para tomarla eran los siete, -justo los que tenía mi hermano- me adelantaron un año para juntarme con él en vez de retrasarle a él porque con ocho años, Toño ya sería “muy mayor”.
No hubo grandes regalos porque nadie hubiera podido permitírselos, pero dentro de lo que había, fue precioso y así lo recuerdo.
En mi memoria guardo retazos nítidos como si lo hubiera vivido ayer mismo: Unas pocas tardes de catequesis (no los actuales dos años) en la sacristía de Santa María; o la alegría de ir a casa de Dolo –nuestra magnífica modista- para hacerme las pruebas del vestido. Mi maravilloso vestido -no de organza, ni carísimo-, pero mis padres echaron el resto para ponernos guapísimos; a mi hermano de marinerito y a mí de “princesa”.
Cuando llegó el gran día –y tras pasar toda la noche incómoda con la cabeza llena de rulos para que mi melenita luciera perfecta- llegó el momento de vestirme. Mi madre me ordenó ir a hacer pis antes de ponerme el vestido y como era de esperar, no tenía ganas.
A nadie se le escapa después de esta explicación que lo primero que escuchó mi madre de mi boca tras mirarme vestidita de blanco, tan embelesada como nerviosa, fue un “máma me meo”.
Explicaré que no teníamos en casa cuarto de aseo ni nada que se le pareciera, y hacíamos nuestras necesidades donde lo hacían ricos y pobres: en el corral.
Mi pobre madre tuvo
que aguantarse las ganas de darme un bofetón -o una pellizquina- porque “era el día que era” -y porque se había
confesado la tarde anterior- y sin más remedio me levantó el vestido con ayuda
de alguien más para llevarme al corral a dejar lo que tanto me molestaba. Luego
recompusieron mi vestimenta y como no tenía aros mi can-can, para darle volumen
a la falda sujetaron de nuevo con imperdibles a mi cintura una toalla enrollada…
Cómoda no debería ir, seguro, pero me vi y me sentí preciosa. La más bonita de todas, seguramente.
Por cierto, no se podía comer nada desde la cena cuando ibas a comulgar, es decir, había que ir tan en ayunas como para hacerse un análisis de sangre.
A la hora prevista salimos de casa los cuatro –y el acompañamiento- camino de la iglesia.
El mismo día que
nosotros, tomaron también su Primera Comunión
Chusina Y Rafa, dos niños que vivían frente a nuestra casa y con los que
manteníamos –y mantenemos- estrecha amistad. El vestido de Chusina era precioso, muchísimo más que el mío. ¡¡Qué guapa estaba también mi amiga!!
Al nutrido grupo de comulgantes nos sentaron en los primeros bancos de la preciosa iglesia de Santa María junto a las maestras de la escuela.
A mi lado en un reclinatorio estaba doña Carmen Casas y no recuerdo en qué momento me pidió el misalito con pastas nacaradas y filo dorado; lo abrió sin cuidado alguno. Ni corta ni perezosa se lo arrebaté bruscamente diciendo enfadada: “Traiga usté pa´ca, que me lo rompe”. Pobre niña con el mimo que lo cuidaba yo y aquella bruta lo abrió de par en par.
Cuando llegó el momento de Comulgar, mi hermano y yo formalitos, con las manitas juntas salimos al centro del altar y escoltados por nuestros emocionados padres nos dieron la hostia.
Tuve mucho cuidadito de no masticar el pedacito de oblea consagrada pegada al paladar durante un buen rato.
Cuando acabó la ceremonia posamos para que Varela inmortalizara el momento. Recuerdo que mi rumbosa madrina me metió en la limosnera un billete de 100 pesetas y teniendo en cuenta que la propina que me daban mis abuelas cada domingo consistía en una pesetita, aquella de 100 fue rumbosa, eso sí, primera y única propina que recibí de esa mujer y de la que evidentemente no gasté ni perra chica, porque lógicamente mi madre lo utilizaría para ayudar a pagar el convite.
Tras hacernos las fotos, fuimos a casa donde convidados y vecinos entraban a “refrescar”.
Mi madre había hecho chocolate y encargado un exquisito maimón que tan ricamente tomamos –imagino que con mil ojos puestos en mi ropa o incluso me desvestirían para el momento, no fuera a manchar mi inmaculado vestido que debería durarme todo el día impoluto y permanecer en el mismo estado para salir en procesión el jueves del Corpus, que entonces era jueves, era fiesta y era “Corpus”.
Tras el opíparo desayuno, fuimos en familia a recorrer las casas de los tíos más allegados para que vieran lo guapos que estábamos los cuatro; les dábamos un recordatorio y a cambio nos daban una pequeña propina mientras eran invitados a “pasar a casa un rato por la tarde a refrescar”.
Entonces no se conocía la Coca-Cola y tener Fanta, Mirinda o “Sues”no era apto para bolsillos humildes. Sin embargo además del maimón, la mesa estaba llena de platos con priscos, madalenas, pelusas o bollos de aceite que con ayuda de mi abuela Felisa, amasó mi madre para luego hornear en la panadería del pueblo. Seguro ofrecieron gaseosas, anís y algún otro licor y la tradicional y riquísima limonada que mi padre siempre hacía exquisita.
Antes de ir a comer las viandas que tras la misa continuó preparando mi abuela Felisa seguramente ayudada por tía Chus que había venido de San Sebastián para la Comunión de sus sobrinos, fuimos a casa de Varela para hacernos la foto de “estudio”. Foto que nos entregó después de la procesión del Corpus y en las que mi hermano y yo quedamos como dos pobrecitos. Ni por asomo quedamos con la calidad fotográfica que siempre tuvo Varela.
Toda la vida he oído decir a mi madre, que con lo buen fotógrafo que fue Varela, aquel día con nosotros "se estrelló".
El hombre se ofreció a repetir el retrato esta vez por separado porque –dijo- el problema de lo mal que habíamos quedado fue por hacérnosla juntos. Chusina y Rafa estaban guapísimos juntos, el mismo día de la Comunión. Ellos y todos los niños que comulgaron con nosotros lo estaban. Cierto que con los años, no veo que estuviéramos tan mal, simplemente yo demasiado seria y mi hermano con esa sombra que “empavonaba” su ojo.
Tras ves las desastrosas fotografías, mi madre corrió a casa de Dolo, nuestra modista, que volvía a tener mi vestido para cortarlo y que lo pudiera gastar aquel verano y del resto sacar una blusa que mi madre utilizó muchos años.
Dolo ya había metido la tijera y tuvo que recomponer la falda de mi precioso vestido mientras mi madre recorría el pueblo buscándonos a mi hermano y a mí para en un día de diario, volver a vestirnos apresuradamente de Comunión.
Con las prisas, mi madre olvidó mis guantes, mi misal y mi rosario y los que tengo en la segunda foto eran de Delia Varela, que me los prestó para la ocasión.
Mucho ha corrido el
tiempo desde aquel 1963, mucho ha llovido y nevado –sobre todo este invierno-
pero ese mágico día siempre permaneció en mi recuerdo como uno de los más felices de mi vida.
Taza de porcelana (ahora más bien "esporcellada") que sigo teniendo como recuerdo de mi desayuno de Primera Comunión |
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