No sé si a estas alturas de
mi vida alguien no sabe, -o no recuerda- que desde los 14 a los 20 años fui
dependienta de comercio; trabajo que me encantaba y que dejé para casarme
porque en la empresa -Zaida- no querían mujeres casadas. No me importó porque tenía vocación de
ama de casa y en aquel entonces no parecían imprescindibles dos sueldos. Decir
esto era sólo el preámbulo para comenzar mi crítica como ex dependienta del pequeño
comercio en el Valladolid que resido y residí en mi lejana época de vendedora.
Ser dependiente de comercio
puede ser muy bonito, pero ni es fácil ni liviano, porque pasarte más de ocho
horas diarias detrás del mostrador, subiendo y bajando escaleras cargando
cajas, limpiando y ordenando la tienda, aguantando público diverso y en la
mayoría de los casos exageradamente exigente; bajo la férrea vigilancia de una
jefa que no levantaba el pie del cuello de sus empleadas… ¡Vale! Hay trabajos
peores, pero sin comparar ni quitar el mérito a cualquier otro, el mío era un
trabajo tan bonito como cansado; tan mal pagado como otros muchos y tan mal
valorado por el público en general como merecedor de respeto.
El público es demasiado
exigente y cuanto más le das más quiere. Si le pusiéramos en bandeja abrir las
24 horas del día los 365 días del año siempre habría un idiota comprando una
sandez de madrugada por el mero hecho de tener insomnio o el tiempo libre que
jamás tendría un dependiente de comercio –del pequeño comercio-.
Les hemos enseñado a comprar
a cualquier hora y lo han –hemos, mea culpa- aprendido al dedillo. Somos
consumidores del tiempo libre de los
dependientes.
Mucho antes de que yo
naciera, otros dependientes habían luchado para conseguir que en su trabajo y
el de quienes lo ejerceríamos en adelante, pudiéramos disfrutar del cierre del
comercio los domingos “y fiestas de guardar”. Afortunadamente esa lucha dio
frutos y consiguieron que el público perdiera la costumbre de comprarse las
bragas en domingo porque hasta el lunes, su maravilloso culo podía esperar.
Doy fe que los sábados por
la tarde no se vendía un chavo. La gente salía a pasear y como entretenimiento –mucho
más en sábado lluvioso- entraban a “mirar”. El sufrido dependiente aguantaba al
pesado de turno resignado tras su mostrador, enseñando género y “haciendo el
artículo” para finalmente en vez de un “me lo llevo” escuchar un “me lo voy a
pensar”.
Que sepa el público en
general, que si algo no es un dependiente, es tonto, tiene Masters en psicología
estupidil y sabe cuándo un comprador lo es y cuando simplemente no tiene
intención de gastar más que el tiempo –el suyo y el del dependiente-.
Esos “se lo tengo que
consultar a mi marido” o “Ya volveré en otro rato”, junto al “me lo tengo que
pensar”; un dependiente sabe de sobra que quieren decir: “No me interesa, no me
gusta, es caro, es feo, o me aburría y
entré a mirar por mirar, “jodete que gasté tu tiempo y te hice trabajar a lo
bobo”.
Y que sepa también el mismo
público, que tras el “Buenas tardes, hasta otro día” la sonrisa del dependiente
esconde un “Mecagüen tu casta púdrete imbécil”… En el mejor de los casos.
Ya en mi época, y cuando en
la mayoría de otras profesiones lograron que su semana laboral fuera de lunes a
viernes, librando dos días seguiditos -o
más si había puente tamaño acueducto- el comercio empezó una lucha que se ganó
como espejismo: No trabajar los sábados por la tarde; hasta que irrumpieron las
“grandes superficies”: Simago y posteriormente Galerías Preciados, que tumbó
las ilusiones de los dependientes del pequeño comercio que casi alcanzaban ese
librar los sábados por la tarde… que más tarde lograron y les fue arrebatado por
superficies aún más grandes: Pryca, Corte Inglés, Continente… y después los
fabulosos centros comerciales, que ahora logran otra apretadita de tuerca para
el pequeño, porque a alguien le sale de debajo de la caspa la libre apertura.
Démosles tiempo y no
tardaremos en ver dependientes trabajando día y noche con grilletes en muñecas
y tobillos amarrados a las estanterías para que no puedan moverse de su
mostrador más que para morirse. Les pondrán un camastro en las bodegas del
almacén y comerán de bocadillo en las trastiendas; así no tendrán que ir nunca
a sus casas.
Se oye que están tratando de
añadir un día más a la semana sólo para que los comercios puedan tener abierto más
horas.
Lo peor de todo es que tal
como están las cosas ahora, a los dependientes les harán trabajar más horas y
más días, pero no van a pagarles más sueldo ni podrán negarse a hacerlo, ni
podrán ver a sus hijos, no van a poder salir de compras porque los comercios
estarán abiertos mientras ellos trabajan.
Vivirán para trabajar porque
“esto son lentejas”; en vez de trabajar para vivir como debería poder hacer
todo el mundo.
¿De verdad a los dueños de
pequeño comercio les compensa abrir todos los domingos de su vida?
¿Ha pensado alguien
verdaderamente en ellos o simplemente es una idea que sólo beneficiará a los de
siempre?
Puede que fomenten el consumismo (esa es su coartada para abrir) pero será la quiebra de muchos que no podrán soportar el gasto -y el no descanso- que conlleva abrir sus tiendas muchas más horas, con las míseras ventas que conseguirán.
Más de cien años de derechos
tirados a la basura sólo en horario y descanso comercial. Del resto de
injusticias; de todo lo demás pesimamente hecho también hablaremos (o se escribirán)
ríos de tinta.
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