LA ALBERCA, UN
CUENTO DEL OESTE
15-12-2018
Ésta simpática
historia ve la luz, gracias a la tinta y pluma de una famosa escritora muy
conocida en su casa.
Érase que
se era, seis osados pensionistas que un día planearon realizar un viaje a La
Alberca en el año 2018.
Varios acontecimientos
importantes y una importante pereza hicieron que el
viajecito de marras fuera retrasando su fecha.
Ningún
trabajo les impedía realizarlo en cualquier mes del año, y el viejo 2018 a
punto de morir, parecía que iba a hacerlo sin ver llevar a cabo (o a
rabo) ese viaje de viejos amigos.
Mucho más
cortos que perezosos, -que ya es decir- obviando unas
previsiones climatológicas totalmente adversas, los seis jubiletas, viajando en
dos carruajes cómodos, tirados por veloces caballos, pusieron rumbo al
destino allá por mediados del mes de diciembre.
Antes de
comenzar el viaje, decidieron hacerlo en dos carromatos porque en una sola
carreta irían más apretados. También decidieron que durante el trayecto, como
siempre, el más anciano de todos fuera delante guiando al otro. Tapó sus
piernas con una manta zamorana mientras sujetaba las riendas de su brioso corcel
de acero.
Un buen
rato después, el otro carretero, cansado del paso lento del guía, que sólo
corría no a más de 120 yardas por hora, decidió adelantarlo. El lento, azuzó con brío las riendas en el lomo de su jamelgo
para no perder de vista a su amigo el corretón.
La anciana
más joven, por Morse y mucha “guasa”, pidió explicaciones a su
amiga la adelantona y ésta con la lengua fuera por la excesiva carrera
contestó jadeando ¿Pero por qué corréis de esa forma desaforada?
¿Hay alguna urgencia que nosotros no sepamos?
Así, guasa
va, guasa viene, pasaron varios kilómetros bromeando y riendo por llevar otros
varios persiguiendo a un équido de idéntico pelaje al del
amigo, cuyo jinete jamás sabrá que fue perseguido por una reata de viejecitos
cuyos pañales mentales hubieron de ser cambiados en el primer abrevadero
que encontraron.
Continuaron
llenando el camino de risas compartidas gracias a las señales
de humo que la tecnología moderna permite y que tanto bien hacen a la
humanidad cuando se utilizan con mesura y en ocasiones tan imprescindibles como
lo era aquella para poder estar los seis juntos en cada momento. Tal como si
viajaran en la misma diligencia.
Durante
todo el viaje, además de risas, fueron acompañados por un surtido de cambios
tanto paisajísticos como climatológicos… Lluvia, aguanieve, vientos racheados,
sol brillante, nubes de espectaculares formas y colorido y hasta llegado al
destino, una fuerte ventica de nieve helada perfecta para adornar la época
navideña en la que transcurre este cuento no inventado.
Abrigados
con más capas que una cebolla mondonguera, cubiertos de
capuchas y abrigos mullidos e impermeables, los osados viejecitos ataron sus caballerías a la puerta del Saloon
y a paso de bisonte cojo, corrieron a refugiarse. Un magnífico balneario
los acogió calentito y perfumado con aroma de leña ardiendo al
amor de la lumbre.
Tomaron de
un trago sus “güisquis” y los seis intrépidos personajes regresaron, unos al
calorcito de las carretas con brasero incorporado y los conductores a tomar de
nuevo las riendas.
Pocos
relinchos después, llegaron al apeadero contratado. Acomodaron sus baúles
en las habitaciones y rápidamente regresaron a la calle para enfrentarse con
valentía –y sin remedio, porque si no ¡pa qué habían ido!- Al intenso frío, al
airón que les volaba el sombrero vaquero y a la lluvia-nieve que no arredró los ánimos de los
seis viejos
viajeros intrépidos, que habiendo tenido primavera y otoño cálidos;
disponiendo de información meteorológica tan seria como la que ofrecía Mariano
Medina, sabiendo que calor no iban a pasar, habían decidido viajar en
el peor de los días del moribundo año de nuestro señor 2018.
La mañana
transcurrió entre lluvia a intervalos, guindas nasales, toses, manos
enguantadas y frías como el hielo, risas que calientan más que un buen caldo de
cocido y disfrutando los bonitos paisajes y las típicas casas y cruces albercanas.
Las empedradas calles hacían sonar las espuelas de sus botas a cada paso con su
tintineo metálico, que bien acompasado, tenía son de villancicos serranos, que
junto a los adornos navideños de calles y comercios, y el turrón de los
escaparates, le daban al pueblo un toque de magia y deseo incontenible de ver
llegar el 8 de Enero.
Disfrutado
y admirando el precioso pueblo charro de La Alberca, tras el surtido de
lluvia o nieve a intervalos, viendo que ni caso le hacían al húmedo frío, el
cielo no tardó en obsequiarles con un magnífico Arco Iris, como premio a
su arrojo y despedida al agua celeste, que cesó dando por perdida la batalla de
amargar el día a sus añosos visitantes.
En una
cálida taberna, llenaron buches, repusieron fuerzas y con ellas intactas,
regresaron al hotel; despertaron de la siesta a sus caballos que entre bostezos fueron enganchados a las carretas
y casi al galope se dirigieron al cercano Mogarraz, un curioso pueblito cuyos
antiguos habitantes inmortalizados en fotos de carnet tamaño gigante,
permanecen adosados a las fachadas de las casas que un día habitaron.
Las
estáticas expresiones le dan a las calles un aire casi fantasmagórico que encoge
el alma más que el frío. Con sus severas miradas parecen vigilar al forastero
para que contemple y admire su pueblo, pero que no lo deteriore ni con las
pisadas.
Visto y paseado
Mogarraz,
de nuevo los seis animosos viajeros regresaron a La Alberca.
Desengancharon
los caballos y les dejaron en las caballerizas para que pasaran la noche
calentitos y comiendo una buena ración de heno fresco y paja tostada.
Los buenos
amigos buscaron y encontraron una cantina con tanta solera como ellos
seis juntos en la que pasar la tarde y poder seguir tranquilamente con sus charlas
amenas y divertidas hasta la hora de salir a buscar un buen sitio para
endosarse
una buena cena acorde a su necesidad, porque a esas horas, la gula
duerme y no se llena el aforo de la andorga para no tener que pasar
la noche incómodamente empanzaus.
Eso sí, corrió
el vino y la alegría ante las atentas miradas vacías de varias cabezas
de ganado que les observaban impávidos e incapaces de embestir o
mugir ¡años ha!
Durante el
nocturno trayecto camino del hotel, el fuerte viento, a veces huracanado, sopló y resonó en calles y callejas vacías
de otras gentes que no fueran nuestros protagonistas añosos y risueños, que sin
prisa ni pausa llegaron a la calidez de las habitaciones de su hotel. Antes de
despedirse en el pasillo, comprobaron que seguían sin suerte con el pleno,
pero ganaron
su apuesta a las risas.
Colgaron
las pistolas en el perchero, dejaron las botas al lado de la chimenea
para encontrarlas calentitas al día siguiente. Los hombres se desnudaron y encamaron sin pijama porque ya venían de casa enfundados
en sus ropas interiores: dos de ellos con “Pelele” enterizo de franela de los
que cubren todo el cuerpo desde el pescuezo a los cotudillos, con una ventanita
abotonada en el culo para lo que ya podéis imaginar y una bragueta delantera para cuando el cucú sale a dar los cuartos.
El otro, mucho
más sexi, vestía con camiseta de manga larga y Marianos de la misma
franela calentita. Eso sí, los tres se encasquetaron un gorro con borla porque
de pelo andan más escasos que de calorías.
Ellas tras
quitarse fajos y refajos, se pusieron un camisón hasta los pies y unos patucos
de lana rosa. Así calentitos y sin hambre ni sed, se abandonaron al descanso
merecido.
Cuando el
alba apareció en el horizonte, los jubilados se despojaron de toda
pereza y puntuales bajaron juntos al comedor a reponer fuerzas no
perdidas para comenzar el día sin perder minuto en la programación prevista.
Por última
vez engancharon sus carruajes y pusieron rumbo a Ciudad Rodrigo donde
pudieron admirar sus edificios, sufrir con sonrisas sus calles empedradas,
admiraron paisajes, edificios, decoraciones navideñas naturales y artificiales…
Los más golosos compraron turrones artesanales y entre todos lograron
estabilizar un ornamento ladero para que no cayera al suelo, y pudiera dañar a
cualquier viandante que sin darse cuenta del peligro, podría pasar por debajo, exponiendo
su vida sin saberlo.
Sintiéndose
héroes y heroínas legales, volvieron a llenar las calles de risas porque
hay que reír, reír de todo y de nada y sobretodo de nadie. Así continuaron,
llenos de alegría por haber decidido no amilanarse ante la temida noticia de
muy mal tiempo en la zona. Ellos vencieron, pudieron con todo… Comieron ricas
viandas mirobrigenses y continuaron camino de regreso a casa con parada
en el
mejor pueblo del oeste español, de donde es oriunda la anciana de menor edad.
Allí pudo
respirar el aroma inconfundible de su adorado pueblo, empapándose de Alaejos para
quedar llena de su esencia hasta que vuelva a pisarlo.
Para
llenar las despensas de galguerías, se aprovisionaron de dulces exquisitos en la típica tienda con nombre
de patrona y poco después se despidieron de la villa.
El final
del viaje fue donde comenzara: en la casa de una de las parejas. Allí dieron
buena cuenta del hornazo y los embutidos ibéricos que habían traído
como recuerdo de aquel mágico viaje.
No hay mal
tiempo cuando el tiempo se vive en grata compañía. Cuando llegas a esa edad en
que puedes compartir recuerdos añejos como añeja es la amistad que se mantiene
eterna.
Los seis
ancianos se felicitaron por no haberse quedado en casa ante la amenaza
climatológica, de haberlo hecho, se habrían perdido dos magníficos días repletos
de grandes momentos, de esos que hay que aprovechar porque “momento
no vivido, gran momento perdido”.
Así se despidieron
felices con el mismo joven espíritu e ilusiones renovadas y con la promesa de “para
pronto” un nuevo viaje juntos y así
poder continuar riendo
hasta de la propia sombra, que de la ajena, ya se ríen otros.
Y colorín
colorado, este cuento NO ha acabado.
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