domingo, 11 de noviembre de 2018

VIVIR SIN TELÉFONO


VIVIR SIN TELÉFONO  06-11-2018

¿Quién se acuerda cómo era eso de vivir sin teléfono en casa? Y no me refiero al “novedoso” chisme; ese pequeño cacharro que invade nuestro mundo privado desde hace algunos años y que ha evolucionado de tal forma que se nos hace casi tan imprescindible como respirar.

Estoy escribiendo una novela ambientada en los años 60-70 del siglo pasado… ¡¡Del siglo pasado!! Dicho así suena como “hace mil años”, pero no, mi historia comienza hace apenas 50 años. ¡Vale! Mucho, pero el tiempo vuela tan rápido, que parece que fue ayer. Era aquella época lejana cuando en las casas ni siquiera había teléfono de los que ahora llamamos “fijo”. Mucho menos soñar con ese invento impensable que nos hubiera parecido tan surrealista como el zapatófono del Súper Agente 86 y que es nuestro insustituible “móvil”, aparato que actualmente hay en cada casa, al menos uno por cada miembro y miembra.

No me referiré en este capítulo de “El Olor de Los Recuerdos” a lo que se hiciera en las ciudades porque trato en mi novela sobre mi época de “pueblerina”; dicho con el mayor de los orgullos, porque cuando mis padres se trasladaron a vivir a “la capital” buscando mejor futuro para mi hermano y para mi, en Valladolid me decían, “Pueblerina” con desprecio –cosa que nunca pude entender- y en el pueblo de repente  pasé a ser despectivamente  la de la capital” –cosa aún menos entendible-.
Siempre he sido y seré, tan de Alaejos como el ¡Co! Tan de mi tierra como Las puchas, el carámbano, los pochitones o pagar al pun.
En Valladolid vivo, pero no soy. De Alaejos soy, me siento y me sentiré mientras viva. Ser pueblerina, ser  Alaejana, es un don del que no todo el mundo puede presumir, aunque algunos habitantes “adoptivos” se han “amargamasado” al pueblo  como los ladrillos Mudéjar a las torres de las  iglesias… Aunque quizás no es el mejor ejemplo porque la de San Pedro de ladrillos Mudéjar unidos por argamasa se está cayendo a pedacitos… ¡Dios proveerá!

Así entre tanto dato, supongo que habréis adivinado que a mi novela la he situado en Alaejos, recreando la época del final de mi infancia y parte importante de mi juventud.
En aquellos entonces, no había teléfono en las casas, aunque sí estaba inventado y sólo lo tenían unos pocos privilegiados “ricos”, alguna empresa y la mítica centralita, tan necesaria como poco privada. Todas las conversaciones eran escuchadas por la “operadora”, que a poco cotilla que fuera, se enteraba de amores y desamores, de noticias frescas, de cotilleos, algo así como un confesonario, pero sin obligado secreto de confesión, aunque sí de obligada discreción.

Me está costando trabajo recordar aquella vida natural, sin aditivos, donde las borracheras eran cosas de hombres y vino. Como también eran cosa de hombres aquellos cigarrillos Ideales sin boquilla, o  el Caldo, para liar con libritos Zigzag de color naranja. Las mujeres no fumaban, a ellas el único Caldo que se les permitía no se compraba en el estanco, era el de gallina, buenísimo para recuperarse bien tras los partos. Además no estaba bien visto que las mujeres fumaran, o  quizás porque  había que ser muy hábil para liar. Ahora chicos y chicas la “lían” sin necesidad de fumar desde muy pequeños y el caldo lo beben en líquidos espirituosos cuando apenas acaban de dejar el biberón… pero ese es otro tema que no viene al caso.


A lo que vamos, a “Vivir sin teléfono” ¡¡Cómo podríamos vivir sin ésta forma de comunicación tan imprescindible actualmente!!

Para llevar o traer noticias, “pa tol pueblo” teníamos el pregonero; nuestro mítico y recordado Santillana y su “se hace saber” gritado a pulmón por las esquinas informando a las gentes todo lo que fuera menester.
A nivel más particular se estilaba el “mandar un recau” o “mandar razón”, con el recadero ocasional, generalmente cualquier chiquillo que se tuviera más a mano, quizás al pequeño de la casa o al primero que pasara por la puerta del que necesitaba lo que fuera.
Vete an cá, la señá…”y dale esta esquela. Te esperas a que te dé razón y vuelves a traérmela… Y vete agudito que corre prisa.
Así cuantas veces fuera necesario. El niño se quedaba por buen rato sin hacer lo que estuviera haciendo, y a cambio, como mucho recibía un “gracias majo”, cuando no era una regañina por tardar más de la cuenta en volver con el recau.
Las mentadas centralitas no eran mucho más rápidas. Había que pedir “conferencia” y las demoras podían ser de horas, aunque la llamada fuera tan lejana como dentro del propio pueblo, donde podrían conversar  mucho más rápido caminando sin prisa, en persona,  que por teléfono. Ya no digamos la demora si pretendías hablar fuera de Castilla La vieja o con alguien del resto de España. Llamadas internacionales, ya ni me planteo tocar aquí el tema.

 Otra forma de comunicación era el correo, pero entonces más que ahora,  era lento, por eso salir al “coche linia” por la mañana, a darle el encargo al conductor o al cobrador, y a la caída de la tarde, hacer lo mismo para recibir la respuesta, era lo más habitual.

Aquellos paquetes envueltos en papel marrón, atados por una lía, con el nombre del destinatario escrito a lápiz… Iban y venían cotidianamente. ¡Vale! Los móviles aún no pueden traer y llevar paquetes… ¿O quizás si?

Móviles, esos aparatos que comenzaron siendo del tamaño y peso de un adobe, que simplemente servían para hablar… a voces y en medio de la calle, porque había poca cobertura en la linde.
Móviles, qué raro se hacía al principio ver a los pocos que lo tenían hablando por teléfono en plena calle, dándose importancia. Confieso que llegué a decir: ¡Qué bobada! ¿No podían esperar a llegar a casa para hablar?

Más tarde, cuando en 1999 tuve mi primer móvil, que no hacía ni fotos la criaturica, algunas de mis amigas me “reñían” por atender una  llamada y me reñían, por estar pendiente de él, sobre todo cuando más avanzado el progreso, lo que recibía era algún WhatsApp.
Las mismas amigas que cuando por fin se rindieron a la modernidad, no sueltan su móvil, contestan mensajes en medio de una conversación y te llenan la memoria del propio con vídeos “graciosos” y chistes imposibles. Cosa que por cierto, no suele ser mi costumbre, aunque respeto a quien lo hace; y yo lo haga tan sólo “si lo exige el guión”.

Ahora es fácil hablar escribiendo con varias personas al tiempo, recibir fotos, audios o vídeos al instante desde cualquier lugar del mundo y a cualquier hora. Hablar de viva voz, y hasta hacer y recibir vídeo llamadas ¿Quién soñaba en aquella mi época, vivir para vivir algo así? ¡Ni soñando! Ni aun después de ver una de aquellas películas de ciencia ficción donde habitar en el año 2000 iba a ser casi, casi como llegar a la luna en  autobús y que vistas ahora (inaguantables) con el paso del tiempo, huelen a rancio y vemos que no acertaron  el futuro que nos esperaba,  ni por asomo.

Dicho esto: ¿Y el capítulo de “quedar”? ¿Cómo lo haríamos antaño? Pues ahí ando tratando de recordar lo más claramente posible. Aunque lo que sí os aseguro,  es que siempre nos encontrábamos con la gente que nos interesaba encontrar.
No teníamos móviles que hicieran y enviaran al instante fotos, pero teníamos a Varela que nos enseño a poner la fecha por detrás y las enviábamos por correo. Teníamos un cuaderno con la dirección de amigos y familiares… y nos escribíamos asiduamente, sobretodo en Navidad intercambiando multitud de preciosos  Crismas”.
Cuando alguien viajaba, nos enviaba una postal y así conocíamos mundo. La música nos la ponían en la radio, y hasta podíamos dedicar canciones en “Melodías dedicadas y del oyente”… con aquella inolvidable frase: Para Fulanita “de quien ella sabe”, mucho más autentico que enviar corazones a los “amigos” cuando te lo recuerda Facebook también a través del Móvil.

El grupo de WhatsApp de las mujeres, era en la salita de su casa, haciendo calceta o ganchillo junto a la radio  escuchando a Elena Francis o emocionándose con las famosas radionovelas de la época, soñando con encontrar un galán con la voz del que escuchaban y que tuviera la cara que imaginaban.
Las noticias las escuchábamos en “el arradio” cuando a la hora de comer en punto, ponían la inconfundible musiquita y una voz profunda decía: “Diario hablado de Radio Nacional de España”.

Chatear era también cosa de hombres y lo hacían en las cantinas o incluso en los bares donde se reunían para charlar mirándose a la cara y con las manos llenas de callos, no de aparatos que distrajeran la conversación.
No había Internet, pero nos informaba el Nodo de forma rigurosa y veraz.
Los virus eran reales, pero no se nos infectaba el reloj de muñeca, eran cosa de humanos y los curaban los médicos con “Pelicilina”.
La primera pantalla que conocí en mi vida, no era la de la tele, ni siquiera la del cine, era la que se ponía mi padre para soldar.

A la publicidad le llamábamos “propaganda” y nos la regalaban en el Bar de Bernabé; así nos enterábamos qué película iban a poner.
A la compra, que solía ser diaria, o  hacer los recaus, casi siempre después de “hacer los oficios” lo hacían las mujeres en persona,  llevando su cesta o serillo de paja. Casi toda la comida la vendían en los comercios a granel y lo despachaban envuelto o empaquetado en bolsas o en papel de estraza. Para comprar el aceite, vinagre, vino… también a granel, llevábamos la propia botella de vidrio y cada noche a comprar la leche con la lechera. Así sin darle importancia y resulta que sin darnos cuenta, éramos ecologistas y estábamos preservando el medio ambiente y éramos lo felices que la circunstancia nos permitía.


¡¡En fin!! Vivíamos sin Móvil con el que ahora se gestionan documentos, se compra, se vende, se informa, se juega, incluso se habla…
Antes disfrutábamos de casi todas las cosas que ahora caben en una mano y antes cabían en una vida.

Lástima que no pueda transmitir “El olor de los recuerdos” que me han traído estas letras al compartirlas para vosotros.

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