TORTURA EN LA SALA DE ESPERA HOSPITALARIA 29-10-2025
Manuscrita mientras lo sufría sin escapatoria
Podría parecer, por el título, que vaya a escribir sobre una película de miedo… ¡¡Pues no!! Nada más lejos de Fernando Poo (o de Cuenca), todo depende pa donde te pongan a mirar.
Trata exactamente de lo que he vivido hoy miércoles 29 del corriente mes de octubre de nuestro Señor; en la sala de espera de un modernísimo (renovado) hospital de la ciudad donde habito, en el que tenía cita en la especialidad de alergología para que me realizaran una prueba de SIBO. Cosas de la que apenas había escuchado o que “si lo había visto no me acuerdo”, y que al parecer me va a ser tan familiar, que tendré que ponerle una silla a mi mesa de Nochebuena, o la utilice en lugar de la mía… ¡¡o no!! Por si fueran pocas mis dolencias, me andan buscando alguna más.
Es una prueba indolora, insípida e inocua, para la que se necesita permanecer en semi reposo, sentada en la silla de sala de espera durante las más de 3 horas que dura, en compañía de los varios (no menos de 10 o 12) seres humanos, casualmente todas mujeres, muchas de ellas veteranas; citadas para la misma sintomatología, el mismo día, de esta soleada mañana (pese a que anunciaban lluvias torrenciales).
Fui la segunda en llegar. Afortunadamente vine preparada: no sólo por la dieta estricta durante todo el día de ayer y la abstinencia alimentaria de hoy.
Para no aburrirme durante la espera de 27 minutos, entre soplido y soplido, vine preparada con unos auriculares, por si me apetecía escuchar música o ver algún video en mi móvil, que me hicieran más corta la espera… ¡¡Qué suerte la mía!!
Al principio, todo el mundo en respetuoso silencio, como es de rigor y respeto en sala hospitalaria, aunque poco a poco, debido (supongo) al aburrimiento, se ve que fueron cogiéndose confianza y entablaron conversaciones de los más instructivas, dignas del mejor documental del “Nacional geográfico”, pero, claro, cuando vas al ginecólogo, algunas conversaciones pueden ser, sobre vivencias y sensaciones que las experimentadas, cuentan a las primerizas, sobre sus anteriores prepartos, partos y post partos, que, como ya han pasado por ello, (yo incluso en tres ocasiones), ya sabemos de qué va, aunque a las primerizas, les aturrulle el “saber” de primera mano lo que irremediablemente les espera, porque lo que tienen en su barriga, no son gases, y sólo tienen una solución: parir.
Lo que las pobres no saben, es que cada parto es tan diferente, como diferente es cada preñada, y que su experiencia, será especial, única y exclusiva de ellas.
Si la consulta es de pediatría, cada una cuenta las monerías que hacen sus angelitos, lo mal que duermen, lo bien que hablan, lo estupendamente que comen y lo realizadas que se sienten como madres, hartitas de trabajar que están, cada una la que más en todo.
Si la reunión es en un tanatorio, todo el mundo sabe que allí, las visitas van a pasar el tiempo, porque en ocasiones no se conocen ni a ellos mismos, se hacen más protagonistas que el propio fallecido. Hablan en un tono por encima de la altura de la Cruz del Santísimo, algunos incluso contando chistes, mientras los deudos, se cagan en sus muertos… en los de los bienqueda “chistosos”.
Pero, en este caso, las pruebas SIBO son para encontrar solución a los inconvenientes gastrointestinales, que estén o no estén, te aquejan.
Las “pacientes” versaron sus conversaciones cada una sobre sus idénticas o parecidas dolencias. Se quitaban la palabra para poder hablar a sus anchas y poniendo demasiado énfasis, de sus gases, sus mierdas (nunca mejor dicho) y sus salidas de emergencia, por cualquier otro conducto.
Voy a ahorraros y no recrearme, como ellas hacían, en los datos escatológicos, pero como mínimo tenía que poneros en antecedentes.
Cuando vas al médico, (yo lo menos que puedo), te da un diagnóstico, un tratamiento, medicación, y quizás una lista con los alimentos que puedes o no debes comer para no salir volando.
El doctor estudió medicina varios jóvenes años de su vida, pero en esa sala de espera eran como tener 12 médicos quitándose la palabra unos a otros para diagnosticar y pautar qué comer, que te hacen sentir hinchada, que no henchida de emoción, además de tonta.
Lo bueno -o más acertado- es que incluso informaban dónde comprar los alimentos especiales, que eso para las novatas, podría venir bien.
Bien está que comenten lo que su experiencia les hace saber sobre dónde hay más surtido de alimentos especiales o específicos, e incluso beneficiosos, o al menos no tan dañinos, incluyendo marcas comerciales, o los precios de venta al público, pero que lo cuenten las 12, a grandes voces, para que ni en aquella sala, ni en los edificios colindantes, se perdieran ni una sola de sus sabias palabras, es cuando menos, agotador.
Aquellas mujeres desgranaban atropelladamente, toda su ristra de dolencias y consecuencias, sin obviar dato escatológico ninguno. Sus síntomas y los de un primo de Cercedilla que hace años que no ven.
Cada vez la altura de sus voces subía como los precios de los huevos, para que no se perdiera la opinión de ninguna ¡¡faltaría más!!
Tanto escuchar sus síntomas, consecuencias, y remedios, con toda clase de datos y hasta los más íntimos detalles; que se podrían haber ahorrado; acabé con el estómago más revuelto que las hormonas de adolescente canino (o premolar) (perdón por la chorrada).
Sólo les faltó, que en la época en que estamos, que, hacemos fotos a los pies en la playa y a los platos de comida en restaurantes, esas señoras portaran en sus móviles fotos del objeto de sus apreturas y se hubieran puesto allí las 12 a enseñarse sus cacatuzas con la mayor naturalidad, cual abuela chocha, enseña a tó bicho viviente, las fotos de sus nietecitos en todas las posturas y situaciones.
Otra mujer que había llegado justo delante de mí, estaba tan atrapada como yo, en la surrealista situación. Entre nosotras no nos hizo falta hablar. No nos conocíamos de nada y pretendíamos no salir de nuestro privado mundo de espera respetuosa, pero hubo un momento, en que la situación era tan intensa, que, con una mirada, un levantamiento de cejas y gestos de hastío, las dos supimos que estábamos en la misma barca, naufragando en el mismo mar de: “¡¡Amos no me jodas, qué necesidad!!”.
La cosa es que daban ganas de intervenir en el oratorio, con toda la educación que a ellas les faltaba, y la paciencia -poca- que te queda, decir: “señoras, de verdad creen que todo este daterío ¿le importa a alguien que no sean ustedes mismas? Incluso a cada una de ustedes, les importa un rábano lo que le ocurra a la otra; que, por cierto, rábanos no son recomendables: producen las flatulencias de las que tanto están presumiendo.
Desde pequeña me educaron para que no me tirara un pedo en presencia de otras personas, mucho menos en presencia de los mayores. Tenía que tirarlos a solas, como si fueran pecados.
Por eso, al oírlas, daban ganas de enviarles al WC cercano, a mantener esa conversación en el lugar mejor indicado para ello, porque escuchar tanto lujo de detalles, era mucho más molesto y maleducado que soltar un simple e infantil pedo.
Junto a ellas, una paciente jovencita, preciosa y tan atrapada como una mosca en un churrete de miel (por decirlo de forma más elegante).
La inocente muchachita con cara de: “Dios mío por qué me has abandonado”, o lo que dijera Jesucristo en la cruz, no sabía ni dónde meterse, porque lo único que la pobre no metía en esa maraña de conversaciones, era “el cuezo”.
Una, entre tanto dato desmenuzado, mirando compadecida a la chica dijo: “pobrecita, ¡¡te estamos dando una mañana!!”
Señora mía, entre todas le estaban dando la mañana, el mes entero e incluso le estaban dando mucho asco, y la peor de las experiencias en sala de espera que seguramente vivirá nunca.
Si hubieran hablado de perfume, pues ni tan mal; que te cuenten a qué huele cada frasquito, si es perfume o modesta colonia; te muestren la marca, y hasta el precio ya que, al parecer, la fragancia es diferente con las diferentes zonas del cuerpo en las que lo aplicas, puesto que cada piel, tienen su propia personalidad, su PH, e incluso la dieta influye para que los perfumes sean más o menos agradables en su salida por la puerta grande de la ajena pituitaria amarilla.
Siendo tan vehementes y efusivas, explicando la teoría del resultado tras ingerir tal o cual alimento, que por un momento temí que allí mismo comenzaran un concierto de música de viento, mostrando cada integrante el sonido de su flauta travesera, la charambita, la trompeta con y sin sordina, el clarinete, saxofón de charanga, la tuba, o ese trombón heredado de su bisabuelo que jamás dejó de sonar de forma autodidacta sin que el intérprete hubiera asistido nunca al conservatorio.
La jovencita, compositora de propias partituras, acompañaría la instrumentación ventosa con su fina lira, interpretando la más suave y hermosa melodía que ninguna hubiera escuchado jamás.
No me quiero imaginar, qué sería en la sala de espera del Urólogo, 10 o 12 señores contando a tontas y a locas sus problemas sobre el vertido a la sociedad de líquidos no amnióticos; levantamiento de pesas o perdida de potencia en el miembro más importante de sus familias.
Con tanta información vertida, de personas que presumiblemente no eran doctores, farmacéuticos o naturistas, pensé que, para qué se necesita estudiar una carrera si con tres horas en una sala de espera, sales con el juramento hipocrático en vigor y una orla en la que aparecen aquellas doctas mujeres y tú misma, ya con el MIR convalidado, un máster en escatología y letras, así como, aprobada la tesis doctoral con matrícula de horror.
Tú dirás: “¿Cómo te has enterado de tanto, si dices que llevabas auriculares? ¿No te lo estarás inventando?”.
¡¡Qué más quisiera yo, que esto fuera invento!! Lo escuchaba todo, cuando cada 27 minutos, tenía que pasar a la consulta a soplar en un tubito, así hasta 8 veces, y porque todo el resto del tiempo, llevaba mis auriculares a volumen prudencial para no maltratar a mis acúfenos, y proteger mis pobres y maltrechos oídos, a los que les llegaban las voces de esas mujeres entusiasmadas cual hordas de calandracas.
Afortunadamente, también traje bolígrafo y cuaderno, por si se me ocurría algo sobre lo que escribir, sin pensar que esta crónica me la servirían en bandeja.
Aunque lo peor de todo esto, no es lo que acabo de relatar, lo peor, es que el próximo miércoles tengo cita: mismo lugar, misma hora, mismo tiempo de pruebas y misma sala de espera, con idénticas personas, que vete a saber en qué temas ocuparán sus parlamentos, ya que el tema de hoy lo habrán dado por finito, puede que les de por hablar de sexo… porque su seso, no les dio para mucho más.
Intuyo que a nosotras se unirán las personas que acudirán a realizarse la primera tanda de soplidos en el tubo, que haberlas las habrá, con vete a saber en qué clase de conversaciones ocuparán sus esperas.
Nunca pensé que mi prueba de SIBO, iba a dar para tanta crónica… ni aquellas viejas gallinas corraleras, imaginarían ser las involuntarias protagonistas de ella.
Está escrita sin maldad alguna, echándole una mijita de humor, para edulcorar el nauseabundo e incómodo tema y, sobre todo, la forma de tratarlo tan explícita como innecesariamente.
PUBLICADA: 31/10/2025

 
 
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