COMIDA
DE AMIGAS-MUSICAL DE COCO Y PINGÜINOS 11-01-2020
Bien sabéis que me encanta compartir con vosotros, sobre todo lo
bueno que me ocurra, y éste sábado ha sido magnífico. Una buena compensación a
los ya olvidados días precedentes.
También sabéis que no sé escribir crónicas muy cortitas, por lo
tanto, os espera folio y medio de lectura a los que siempre me leéis hasta el
final. Gracias por ello de antemano. Y a los que se cansan antes también, para
que se animen y cada vez lleguen más lejos en la lectura.
Más de 30 años llevamos una de mis tandas de amigas reuniéndonos para comer el siguiente
sábado después de Reyes, casualmente coincidiendo como muchos sabéis, con la concentración de motos: “Pingüinos”
que celebra mi ciudad de acogida y residencia.
Al tiempo que vamos ocultando arrugas, en estas añejas comidas,
hemos visto cómo cada año crecen las motos más que las setas en este pinariego
Valladolid cuajado de nieblas y con temperaturas mínimas que asustan a los osos
polares; aunque no a éstos aguerridos jóvenes y no tan jóvenes encuerados…
Por si algún mexicano lo lee, me refiero a revestido de prendas de cuero, no a
lo que ellos entienden por “encuerado”.
Pues eso, jóvenes y no tan jóvenes encuerados y con más
capas que cebollas mondongueras, montados a lomos de sus caballos
metálicos, clavando espuelas y haciéndoles relinchar como fieras
indomables.
Así de atestada de cilindradas estaba Pucela. A mis añosas
amigas y a mí, nos daba gusto pasearla bien abrigaditas, pensando en ¡¡Quien
pudiera tener 30 años menos!! Porque oye, ¡qué bien les sienta el cuero, los
cascos de moto y las bufandas hasta los
ojos a los moteros y moteras!
Tras haber visto mil veces (o incluso menos) la película “Coco”,
hoy mis hijas me sorprendían invitándome al musical del mismo nombre y trama. Un
espectáculo para disfrutar en familia y así lo hicimos.
Terminada la amena comida de “viejentud” en el Casino de la Victoria,
fui a la sala Borja para reunirme con dos de mis hijas, mis nietas y uno de
mis yernos para verlo. Nos encantó a todos, y mayor fue la ilusión de mi Lucía
al poder fotografiarse con Héctor, su personaje favorito, aunque fue un poco lamentable
la frialdad del público que en pocas ocasiones entró al trapo de los actores
para involucrarse en la historia. No me incluyo, porque nosotras sí lo hicimos,
palmeando y jaleando o contestando cuando éramos preguntados en masa… ¡¡Qué
fríos!! Y eso que no estábamos a la intemperie, como sí lo estuvimos un
rato después en el desfile de antorchas de Pingüinos, a la que asistimos los seis,
previo encuentro fortuito y maravilloso con nuestros Pingüinos Laura, Víctor, Maite
y Jose, que siempre nos sacan risas y sonrisas y que bien abrigaditos, al
amparo de una terraza cubierta y con estufa, daban los últimos coletazos a su
participación motero festiva.
¡¡Mira que odio el sonido de una sola moto!! Esas que te quedan
sorda cuando en el más más absoluto “adrede” el conductor acelera
simplemente para reventar sin sentido el tubo escape de su trasto. Lo odio tanto
como los petardos navideños que suenan de improviso cuando maldita la gracia hacen;
pero luego soy capaz de disfrutar embelesada y muy cerquita, de una sesión de
fuegos artificiales controlada. Pues hoy he aprendido que me encanta el desfile
de cientos de motos, muchas de ellas de altísima cilindrada, bramando
motores, quemando gasolina y acelerando a lo bestia soltando más humo que el
volcán Popocatépetl, haciendo que el aire helador del anochecer, se
convirtiera también en irrespirable. Todos esos tubos de escape a pleno
rendimiento con flatulencia de fabada y adrenalina de motero, unidos al olor de
las antorchas encendidas que soltaban un olor a azufre (o algo así), que
mezclado con la intensa niebla, la humareda era tan densa, que se podía cortan únicamente
con motosierra.
¡¡Viva la contaminación!! (Ya hoy domingo cuando estoy transcribiendo a ordenador
mí manuscrita crónica de anoche, Valladolid al amanecer no tenía visera medioambiental,
tenía un “sombrero de tres picos”. Y una capa de hielo compatible con una
gran nevada navideña).
Bien, ahora estaréis pensando que odié ese momento, pues
nada más lejos: Viví ese desfile de antorchas absolutamente emocionada,
feliz, disfrutando incluso del frío intensísimo que odio más a muerte que el ruido
inesperado. Estaba con mi yerno David, al lado de mis hijas y nietas. La
pequeña de 4 años estaba tan feliz como su abuela. Aplaudía a los moteros que
nos saludaban a su paso, sin importarle el olor intensísimo que nos envolvía
y sobretodo el ruido ensordecedor de los acelerones, que lo inundaba todo. La
emoción que sentí, diluía incluso a la niebla, fundida y confundida con la humareda
que antes describí.
Saber que ese desfile y esas antorchas lucían en honor y recuerdo a todos los moteros y moteras que lo
disfrutan ya desde la otra orilla, porque tuvieron el peor de los finales a su
pasión por las dos ruedas: Subidos a lomos de sus cacharros que sin alas
les hicieron volar prematuramente para ver su mundo desde arriba.
Acabado el espectáculo ruidístico contaminante, con mi
corazón galopando más rápido que una Harley Davidson, camino a picotear unos buenos calmares bravos
en La Mejillonera, y posteriormente calentándonos las manos con un cucurucho
de humeantes castañas asadas; al caminar un rato en busca del coche aparcado a
cierta distancia, nos caían encima los cristales de hielo que al trasluz de
las farolas bien podía parecer lluvia fina o incluso nieve…
¡Qué bonito! Y qué valor, ganas y pasión han de tener los Pingüinos
moteros para no hacer esta concentración en la Antártida, mucho más
calentitos ¡¡Andevaparar!!
No hay comentarios:
Publicar un comentario