QUÉ NOCHE LA DE AQUEL DÍA 21-10-2018
Pues sí ¡Qué
noche la de aquel barco! Después de la puesta de sol, de la que os hablé en la
crónica de ayer, bajamos a cambiarnos de ropa para la cena. En esta ocasión
elegimos el bufet de la cubierta 11 entre otras cosas, porque se nos pasó la
hora de la reserva en nuestro restaurante.
Ya en el
camarote habíamos notado que no era verdad eso de “no notas que se mueve”. Se
notaba y cada vez más, que el suelo se movía bajo nuestros pies.
Al
principio, en el bufet, vernos a nosotras y al resto de comensales haciendo
equilibrios para no caernos mientras íbamos o veníamos con la comida en los
platos; nos hizo reír a todos.
Creíamos
que sería algo puntual y pasaría rápido o que sería nuestra falta de costumbre
en mantenernos dignamente en pie sobre una gran superficie en movimiento.
Particularmente
emotivo fue ver cómo lloraba impotente un niño que aún no había cumplido los dos años.
No encontraba alivio ni en los brazos de su madre, ya completamente mareada y
llorando entre risas nerviosas por el susto y el pudor de no verse capaz de
mantenerse tranquila.
El bebé,
en un instinto nato de supervivencia, caminaba a gatas y se protegió agazapado
bajo la mesa en la que se disponían a cenar sus papás, tíos, primos y abuelos.
De risa lloramos
no sólo nosotras al ver a tres amigas entradas en canas, sujetándose entre sí
por los codos haciendo una cadena, caminando de lado a lado buscando apoyo. Parecía
que acababan de salir de un fiestón y habían acabado con toda la reserva de
vino peleón. Sólo les faltaba cantar el “Alegresón”.
Un simpático
camarero de nombre Christian Castillo, se acercó a nosotras para recomendarnos que
si nos mareábamos tomáramos manzana verde a bocaditos. En el bufet no las había,
se las pedimos al encargado de cocina y nos las proporcionó amablemente.
Pensando
que el movimiento lo estábamos notando más por estar en el piso 11, bajamos
hasta la cubierta 7 y al mirar por el hueco de las escaleras, supimos que la cosa
iba mucho más en serio. Muchos pasajeros llenaban la parte central de las
cubiertas que podíamos divisar. Agarrados a las columnas, las barandillas o a
todo lo que podían para no caer. Otros muchos sentados en las escaleras, otros
con la cara como un cirio gordo y bolsas para el mareo en sus manos.
Un grupo
de chicos que celebraban una despedida de solteros y que habían empapado bien
el almuerzo, la comida, merienda y la cena con toda clase de líquidos que
apenas contenían H2O; reían alborotados y jalearon un bandazo fortísimo que pegó el barco, mientras otros,
con la cabeza aun en dique seco, nos dábamos cuenta que la cosa no estaba para
risa.
Por
megafonía avisaban que las cubiertas exteriores permanecerían cerradas por
seguridad. Daban algunos consejos y recomendaban tranquilidad y calma, que la
situación no era habitual, había “algo” de temporal; que el barco iba a estar
así como mínimo, toda la noche.
Cuando dijeron
que suspendían el espectáculo en el teatro porque el movimiento era peligroso para
los bailarines, decidimos irnos al camarote porque parecía que allí se notaba
menos el movimiento. Eran las 10 de la noche cuando comenzó la nuestra.
Incapaces
de dormir, sin que las biodraminas ni las manzanas verdes hicieran el efecto
deseado, nos dispusimos a descansar o lo que fuera.
No sabíamos
si en casa habían visto las noticias del temporal, ni teníamos móvil para comunicarles que estábamos
bien, ni contacto con humanos conocidos fuera ni dentro del barco. Sólo nos teníamos
la una a la otra en aquel crucero tambaleándose como movido por un seísmo en
medio del Mediterráneo agitado y oscuro.
Pasara lo
que pasara, no podíamos hacer nada por evitarlo, ni salir corriendo para
ponernos a salvo. Un terremoto dura como mucho unos minutos y el nuestro iba a
durar horas. No sabíamos cuantas.
Las camas
se mecían como si en vez de una mole de 15 pisos, estuviéramos en una barquita
de pescadores. Teníamos que agarrarnos al catre para no caer al suelo. Sentadas
era aun peor el mareo.
Se abrían las
puertas del armario, se caían las ropas de las perchas. Escuchábamos ruidos que
intuíamos serían los cajones de los camarotes contiguos que se abrían y
cerraban con fuerza golpeando la pared del nuestro.
Chasquidos
continuos en las paredes y el suelo y sobretodo la inestabilidad constante.
¿Miedo?
Juro que no. Preocupación, incertidumbre y tratar de mantenernos alerta a
cualquier aviso. Sobretodo tratar de mantener la calma para que mi niña no se asustara
más de lo debido.
No teníamos
escapatoria. Como dije, de haber estado en tierra, hubiéramos podido intentar
escapar. Allí no se podía huir de ninguna manera y llorar o entrar en pánico,
no ayudaría en nada.
Me apenaba
ver la cara de desolación de Irene. Tantas ganas como tenía de hacer un
crucero, y cuando al fin decidió que yo estaba preparada para vivirlo a tope, nos
estaba ocurriendo aquello. Sabía lo que
pensaba con sólo mirarla. Mucho después me confirmó que acerté: “¡Pero en qué barullo
he metido a mi madre! ¡Si la pasa algo no me lo podré perdonar!” Y yo, le
estaba inmensamente agradecida por querer una vez más compartir conmigo un
viaje tan magnífico como sin duda iba a ser el nuestro.
Sonreía
para transmitirle a ella tranquilidad, calma o dar normalidad a una situación
que no lo era en absoluto.
Pensaba en
mi estrella y pedía ¡¡Qué pare ya!! Este Tiovivo ya no tiene gracia. Sé que no
va a pasar nada malo, no hemos venido aquí con tanta ilusión para sufrir un
gran disgusto… Pero ¡¡que pare ya!! Repito, sabía que tenía que mantener la
calma por las dos.
Repasé
mentalmente los pasos para ponernos correctamente el chaleco salvavidas, y qué
ropa de más abrigo teníamos, por si sonaba la alarma de evacuación, pero también
pensaba: “Aquí no hay Iceberg, si un barco de esta envergadura se mueve como
una barquita caletera, ¿qué hará un temporal con esas barquitas “salvavidas”
que adornan el barco en babor y estribor?
Lo que estuviera
escrito por nuestro destino, iba a pasar y no podía ser nada malo. No podía
hacerle esa putada a nuestros amores que en tierra quedaron ansiosos por saber
lo bueno y bonito que estaríamos viviendo y fotografiando… Y yo pensando”¡¡Si
ellos supieran!!”.
Quien me
conozca personalmente dirá: ¿Le tienes miedo a una sandez y no tuviste miedo
esa noche? Pues ya veis, así es la mente humana. Doy gracias cada día por tener
la que tengo.
Serían las
seis de la mañana, ocho horas de vellón habían pasado cuando por fin vi que mi
niña dormía. En la televisión que tuvimos encendida toda la noche, empezó a
emitir el canal 24 horas y en las noticias escuché que había temporal en el Mediterráneo,
con olas de más de 9 metros de altura y vientos de no sé cuantos nudos. Estábamos
en alerta naranja y así sería al menos durante todo el día… Pues nada, ¡¡a
intentar capear el temporal!! ¡¡Y que aguanten en su sitio todos los tornillos
bien apretaus!!
Logré también
quedarme dormida, agotada por el sueño y con dolor de brazos, hombros y cuerpo
entero al sujetarme tantas horas al catre, sobre todo en los momentos que más
se movía el barco. Cuando despertamos dos horas después, el movimiento era
mucho más suave, pero constante.
Apenas
pudimos ducharnos guardando el equilibro para salir del camarote y ver cómo
estaban las cosas.
Teníamos
que agarrarnos a los pasamanos en pasillos y a lo que podíamos en el resto del
barco. La cabeza era una jaula de grillos borrachos.
Irene muy
pendiente de mí, preocupada por si el mareo me hacía caer. Las caras de ilusión
que veíamos en el pasaje el día anterior, habían desaparecido oculto tras las
ojeras que deja una noche insomne. Algunos decían que se sentían con resaca de
una borrachera sin haber bebido ni agua, y sin habérselo pasado bien.
Contaban a
quien quería escuchar, el susto y el miedo sufrido. Noche muy parecida a la
nuestra, cada una con sus propios matices, porque algunos relataban que habían
pasado la noche abrazados llorando durante horas. Sus ojos decían que era
cierto.
Las
piscinas se habían vaciado y estaban rotas las sombrillas fijas que protegían y
adornaban el techo del jacuzzi.
Christian
nos confesó que nunca habían vivido algo parecido. Que tuvieron que amarrarse a
las literas para no caerse y que antes de acostarse, tuvieron que recoger los
platos, vasos, cubiertos y enseres del comedor porque había caído todo al
suelo.
A los
chicos de la despedida de solteros que tanto ruido les vimos hacer antes de
zarpar, jamás volvimos a verlos.
Como dije,
siempre me dio mucho respeto embarcarme en un crucero y ahora, tras el vivido,
diré que si se me presenta la ocasión, no me negaré a hacer otro, con la
seguridad de que no siempre nos va a pillar temporal en alta mar.
Sé que
quien haya sufrido estos días alguna catástrofe por la gota fría, la ciclogénesis
y los coletazos del huracán Leslie y de
su prima, esto lo verá como una sandez, así fue nuestra sandez y quise
compartirla y animar a quien tenga respeto a viajar en crucero, que se anime,
que es precioso.
¿Cómo iba
a pasarnos algo malo a nosotras; románticas de mar y más de tierra que un
tiesto? ¡¡Pues no!! Nos ocurrió para tener tema para esta crónica y punto… Y
aparte, que mañana toca la de excursiones.
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