jueves, 25 de octubre de 2018

QUÉ NOCHE LA DE AQUEL DÍA


QUÉ NOCHE LA DE AQUEL DÍA  21-10-2018

Pues sí ¡Qué noche la de aquel barco! Después de la puesta de sol, de la que os hablé en la crónica de ayer, bajamos a cambiarnos de ropa para la cena. En esta ocasión elegimos el bufet de la cubierta 11 entre otras cosas, porque se nos pasó la hora de la reserva en nuestro restaurante.
Ya en el camarote habíamos notado que no era verdad eso de “no notas que se mueve”. Se notaba y cada vez más, que el suelo se movía bajo nuestros pies.

Al principio, en el bufet, vernos a nosotras y al resto de comensales haciendo equilibrios para no caernos mientras íbamos o veníamos con la comida en los platos; nos hizo reír a todos.
Creíamos que sería algo puntual y pasaría rápido o que sería nuestra falta de costumbre en mantenernos dignamente en pie sobre una gran superficie en movimiento.
Particularmente emotivo fue ver cómo lloraba impotente  un niño que aún no había cumplido los dos años. No encontraba alivio ni en los brazos de su madre, ya completamente mareada y llorando entre risas nerviosas por el susto y el pudor de no verse capaz de mantenerse tranquila.
El bebé, en un instinto nato de supervivencia, caminaba a gatas y se protegió agazapado bajo la mesa en la que se disponían a cenar sus papás, tíos, primos y abuelos.
De risa lloramos no sólo nosotras al ver a tres amigas entradas en canas, sujetándose entre sí por los codos haciendo una cadena, caminando de lado a lado buscando apoyo. Parecía que acababan de salir de un fiestón y habían acabado con toda la reserva de vino peleón. Sólo les faltaba cantar el “Alegresón”.
Un simpático camarero de nombre Christian Castillo, se acercó a nosotras para recomendarnos que si nos mareábamos tomáramos manzana verde a bocaditos. En el bufet no las había, se las pedimos al encargado de cocina y nos las proporcionó amablemente.
Pensando que el movimiento lo estábamos notando más por estar en el piso 11, bajamos hasta la cubierta 7 y al mirar por el hueco de las escaleras, supimos que la cosa iba mucho más en serio. Muchos pasajeros llenaban la parte central de las cubiertas que podíamos divisar. Agarrados a las columnas, las barandillas o a todo lo que podían para no caer. Otros muchos sentados en las escaleras, otros con la cara como un cirio gordo y bolsas para el mareo en sus manos.
Un grupo de chicos que celebraban una despedida de solteros y que habían empapado bien el almuerzo, la comida, merienda y la cena con toda clase de líquidos que apenas contenían H2O; reían alborotados y jalearon un bandazo  fortísimo que pegó el barco, mientras otros, con la cabeza aun en dique seco, nos dábamos cuenta que la cosa no estaba para risa.
Por megafonía avisaban que las cubiertas exteriores permanecerían cerradas por seguridad. Daban algunos consejos y recomendaban tranquilidad y calma, que la situación no era habitual, había “algo” de temporal; que el barco iba a estar así como mínimo, toda la noche.
Cuando dijeron que suspendían el espectáculo en el teatro porque el movimiento era peligroso para los bailarines, decidimos irnos al camarote porque parecía que allí se notaba menos el movimiento. Eran las 10 de la noche cuando comenzó la nuestra.

Incapaces de dormir, sin que las biodraminas ni las manzanas verdes hicieran el efecto deseado, nos dispusimos a descansar o lo que fuera.
No sabíamos si en casa habían visto las noticias del temporal,  ni teníamos móvil para comunicarles que estábamos bien, ni contacto con humanos conocidos fuera ni dentro del barco. Sólo nos teníamos la una a la otra en aquel crucero tambaleándose como movido por un seísmo en medio del Mediterráneo agitado y oscuro.
Pasara lo que pasara, no podíamos hacer nada por evitarlo, ni salir corriendo para ponernos a salvo. Un terremoto dura como mucho unos minutos y el nuestro iba a durar horas. No sabíamos cuantas.
Las camas se mecían como si en vez de una mole de 15 pisos, estuviéramos en una barquita de pescadores. Teníamos que agarrarnos al catre para no caer al suelo. Sentadas era aun peor el mareo.
Se abrían las puertas del armario, se caían las ropas de las perchas. Escuchábamos ruidos que intuíamos serían los cajones de los camarotes contiguos que se abrían y cerraban con fuerza golpeando la pared del nuestro.
Chasquidos continuos en las paredes y el suelo y sobretodo la inestabilidad constante.
¿Miedo? Juro que no. Preocupación, incertidumbre y tratar de mantenernos alerta a cualquier aviso. Sobretodo tratar de mantener la calma para que mi niña no se asustara más de lo debido.
No teníamos escapatoria. Como dije, de haber estado en tierra, hubiéramos podido intentar escapar. Allí no se podía huir de ninguna manera y llorar o entrar en pánico, no ayudaría en nada.
Me apenaba ver la cara de desolación de Irene. Tantas ganas como tenía de hacer un crucero, y cuando al fin decidió que yo estaba preparada para vivirlo a tope, nos estaba ocurriendo aquello.  Sabía lo que pensaba con sólo mirarla. Mucho después me confirmó que acerté: “¡Pero en qué barullo he metido a mi madre! ¡Si la pasa algo no me lo podré perdonar!” Y yo, le estaba inmensamente agradecida por querer una vez más compartir conmigo un viaje tan magnífico como sin duda iba a ser el nuestro.
Sonreía para transmitirle a ella tranquilidad, calma o dar normalidad a una situación que no lo era en absoluto.
Pensaba en mi estrella y pedía ¡¡Qué pare ya!! Este Tiovivo ya no tiene gracia. Sé que no va a pasar nada malo, no hemos venido aquí con tanta ilusión para sufrir un gran disgusto… Pero ¡¡que pare ya!! Repito, sabía que tenía que mantener la calma por las dos.
Repasé mentalmente los pasos para ponernos correctamente el chaleco salvavidas, y qué ropa de más abrigo teníamos, por si sonaba la alarma de evacuación, pero también pensaba: “Aquí no hay Iceberg, si un barco de esta envergadura se mueve como una barquita caletera, ¿qué hará un temporal con esas barquitas “salvavidas” que adornan el barco en babor y estribor?

Lo que estuviera escrito por nuestro destino, iba a pasar y no podía ser nada malo. No podía hacerle esa putada a nuestros amores que en tierra quedaron ansiosos por saber lo bueno y bonito que estaríamos viviendo y fotografiando… Y yo pensando”¡¡Si ellos supieran!!”.

Quien me conozca personalmente dirá: ¿Le tienes miedo a una sandez y no tuviste miedo esa noche? Pues ya veis, así es la mente humana. Doy gracias cada día por tener la que tengo.

Serían las seis de la mañana, ocho horas de vellón habían pasado cuando por fin vi que mi niña dormía. En la televisión que tuvimos encendida toda la noche, empezó a emitir el canal 24 horas y en las noticias escuché que había temporal en el Mediterráneo, con olas de más de 9 metros de altura y vientos de no sé cuantos nudos. Estábamos en alerta naranja y así sería al menos durante todo el día… Pues nada, ¡¡a intentar capear el temporal!! ¡¡Y que aguanten en su sitio todos los tornillos bien apretaus!!
Logré también quedarme dormida, agotada por el sueño y con dolor de brazos, hombros y cuerpo entero al sujetarme tantas horas al catre, sobre todo en los momentos que más se movía el barco. Cuando despertamos dos horas después, el movimiento era mucho más suave, pero constante.
Apenas pudimos ducharnos guardando el equilibro para salir del camarote y ver cómo estaban las cosas.
Teníamos que agarrarnos a los pasamanos en pasillos y a lo que podíamos en el resto del barco. La cabeza era una jaula de grillos borrachos.
Irene muy pendiente de mí, preocupada por si el mareo me hacía caer. Las caras de ilusión que veíamos en el pasaje el día anterior, habían desaparecido oculto tras las ojeras que deja una noche insomne. Algunos decían que se sentían con resaca de una borrachera sin haber bebido ni agua, y sin habérselo pasado bien.
Contaban a quien quería escuchar, el susto y el miedo sufrido. Noche muy parecida a la nuestra, cada una con sus propios matices, porque algunos relataban que habían pasado la noche abrazados llorando durante horas. Sus ojos decían que era cierto.
Las piscinas se habían vaciado y estaban rotas las sombrillas fijas que protegían y adornaban el techo del jacuzzi.
Christian nos confesó que nunca habían vivido algo parecido. Que tuvieron que amarrarse a las literas para no caerse y que antes de acostarse, tuvieron que recoger los platos, vasos, cubiertos y enseres del comedor porque había caído todo al suelo.
A los chicos de la despedida de solteros que tanto ruido les vimos hacer antes de zarpar, jamás volvimos a verlos.

Como dije, siempre me dio mucho respeto embarcarme en un crucero y ahora, tras el vivido, diré que si se me presenta la ocasión, no me negaré a hacer otro, con la seguridad de que no siempre nos va a pillar temporal en alta mar.
Sé que quien haya sufrido estos días alguna catástrofe por la gota fría, la ciclogénesis  y los coletazos del huracán Leslie y de su prima, esto lo verá como una sandez, así fue nuestra sandez y quise compartirla y animar a quien tenga respeto a viajar en crucero, que se anime, que es precioso.
¿Cómo iba a pasarnos algo malo a nosotras; románticas de mar y más de tierra que un tiesto? ¡¡Pues no!! Nos ocurrió para tener tema para esta crónica y punto… Y aparte, que mañana toca la de excursiones.

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