UN SECRETO, UNA PROMESA Y UNA SEMANA SANTA EN
SEVILLA
31-03-2017
Así es, un
secreto (o dos) (que dejó de serlo hace años), una promesa y una Semana Santa en Sevilla llena de buenos
recuerdos y deseos de volver a vivir otra para recordar por muchos años.
Corría el
miércoles Santo, 6 de Abril del año de nuestro Señor de 1977, cuando
inesperadamente ocurrió lo que a continuación os relato: Por aquel entonces y
justo a falta de un mes para mi boda con el hombre de mi vida, mis padres
tenían planeado ir a Sevilla a pasar de jueves a domingo de Semana Santa junto
a mis tíos María y Bernardo.
Aquella
tarde mi novio en vez de dejarme en el portal Nº 21, de la Calle Moradas del
barrio de la Rondilla de Santa Teresa, donde vivía con mis padres, subió al piso 4º B para despedir y desear buen
viaje a sus futuros suegros.
Un rato
después y ya con las maletas en la puerta, recibieron la llamada de mi tía
María muy contrariada. Acababan de presentarse por sorpresa su hermana y
sobrinas de San Sebastián a pasar esos mismos días con ellos en el pueblo y por
tanto no podrían viajar a Sevilla.
Disgusto
también por parte de mis padres con la desilusión lógica, que pronto volvió a
cambiar cuando ni corta ni perezosa y pensando que con mi loca idea me
mandarían mucho más lejos que a la porra, propuse: ¡¡Pues nos vamos nosotros
cuatro!!
En un
principio se descartó la idea porque yo trabajaba el sábado, y recorrer tantos
kilómetros solamente para un día no merecería la pena. Se ve que poco a poco no
les pareció tan descabellada la idea y sorprendentemente ¡aceptaron!
Jose fue a
decírselo a su madre, cogió una muda y para madrugar y estar los cuatro juntos,
aquella noche durmió en la cama vacía de mi hermano que estaba haciendo la mili
en Jaca.
Bien
tempranito, aquel Jueves Santo abordamos el Seat 133 de mi padre y recorrimos
la carretera general hasta Sevilla en aquellos remotos tiempos en que no había
autovías, ni móviles, ni internet para hacer una reserva previa de alojamiento.
Así a la
aventura, sin sitio preparado donde hospedarnos y sin conocer nada de la ciudad
hispalense; mi padre animoso y único conductor de los cuatro ocupantes, nos
llevó sanos, salvos y felices hasta el pueblo de Camas, donde pensamos sería
más fácil encontrar pensión o alguna habitación en alquiler para pasar esa
noche del jueves al viernes. Hoy sabemos que en Sevilla es la importantísima “Madrugá”,
pero entonces no teníamos ni idea.
Aparcó mi
padre al lado de un bar, donde preguntamos al buen hombre dónde podríamos
encontrar alojamiento bueno, limpio y económico.
Nos indicó
preguntar unas casas más adelante, por “La señá Cecilia”, y allá que fuimos a
pedir dos habitaciones, una para mi madre y para mí y otra para mi padre y mi
novio.
La buena,
campechana, y oronda “señá Cecilia” vestida de negro riguroso, nos ofreció lo
único que tenía: Una amplia habitación con cuatro camas individuales,
advirtiéndonos un par de cosas: que la tenía libre porque quien se la había apalabrado,
acababa de “cancelar la reserva”; y otra, que en esa fecha, en Sevilla y
alrededores sería más que probable no encontrar nada que no fuera su humilde y
limpia habitación.
Pese al
pecado mortal que supondría dormir bajo el mismo techo que mi novio –os recuerdo
que estábamos a tan sólo un mes de nuestra boda y con mis padres de testigos-
sopesando ese gravísimo pecado, aceptamos el lugar para instalarnos, no sin
antes haber cambiado de mano nuestras alianzas de prometidos y hacerle creer a
la señora Cecilia que éramos tan matrimonio como lo eran mis padres.
Mi padre decía
feliz: “¡¡Qué suerte, tenemos camas en Camas!!”.
Pasamos lo
que quedaba de tarde en Sevilla, vimos algún capuchón, no recuerdo qué imagen, muchas
manolas guapísimas, que pese al luto de su mantilla, aliviaban su dolor con una
gran capa de maquillaje y un par de rojos claveles reventones en todo lo alto
de su cabeza, y todo el calor, en todo lo bajo de su escote. Ver eso hace 40
años, viniendo de la sobriedad enlutada de las procesiones de Valladolid, la
verdad, chocaba un poco.
Aquella
tarde tuvimos también el primer contacto con los cucuruchos de pescadito frito
y de camarones tamaño pipa Facundo. ¡Exquisitos!
Cuando
llegó la hora de descansar del intenso y largo día, volvimos a Camas para
ocupar las contratadas.
Ni qué
decir tiene que entramos las mujeres primero a ponernos el pijama y taparnos
hasta el flequillo, yo mirando a la pared, en la cama más alejada a la que iba
a ocupar mi novio para que no le rozara ni el casto aliento de novia Virgen.
No contentos con tanta guarda y custodia, mis
padres nos hicieron prometer que jamás revelaríamos a nadie que habíamos
dormido solteros bajo el mismo techo. Se ve que no contarlo disminuía la
gravedad del delito.
Ni qué
decir tiene que ni un leve beso de buenas noches, ni de buenos días pudimos
darnos durante aquellos maravillosos días de luna de miel adelantada y con
centinelas.
Tras el
reparador descanso, prontito el viernes estuvimos de nuevo en la preciosa
Sevilla para visitar a la Virgen Macarena y casualmente, sin saber itinerarios,
ni tener idea de costumbres, pero sí acompañados de suerte, llegamos a tiempo
de ver entrar a la Esperanza en su Santuario, y por primera vez, ver llorar
ante ella a mi padre, ateo redomadísimo.
Mi madre
reconoció en uno de los cofrades sin capuchón al actor Máximo Valverde y se
atrevió a preguntarle a qué hora volvería a salir la Virgen en procesión.
El
entonces apuestísimo Máximo, llevándose las manos a la cabeza contestó: “¡¡No
por Dio, no saldrá má hasta la madrugá del próximo año!!”
Tras la
visita y despedida a la impresionante imagen Macarena, continuamos por Sevilla
igual de felices, tanto, que nos dio pena volver a Valladolid aquel mismo
viernes para que yo pudiera trabajar mi sábado en Zaida.
Mi mente
perversa volvió a proponer algo que pensé jamás aceptarían mis exigentes y
responsables padres: Llamaría a mi jefe, le pondría una excusa creíble y nos
quedaríamos para volver al día siguiente con más calma. Total, no podrían
despedirme porque ya tenía solicitada mi baja voluntaria para casarme, entre
otras cosas, porque en aquel entonces, no querían mujeres casadas en la tienda.
Debí
resultar muy convincente porque mis padres aceptaron la propuesta y pudimos
repetir día completo en la maravillosa Sevilla y ceremonial a la hora de
acostarnos.
Bien
prontito por la mañana, marqué el número de Zaida y le dije a mi jefe Manolo
que estaba en Sevilla; que se nos había averiado el coche y nos lo estaban
arreglando en ese momento.
Mi jefe
furibundo me dijo: “Si se ha averiado el coche, existen los autobuses, trenes o
avión”. Mis 20 años le dijeron que no se me había ocurrido.
Antes de
colgar el teléfono tan brusco como si estuviera aplastando mi cabeza dijo: “Yo
tomaré mis medidas”.
Medidas
que consistieron en quitarme la comisión del uno por ciento que nos daban sobre
las ventas y que añadido al sueldillo venía a suponer un buen pellizco.
No tuve
problema, él me quitó la comisión y yo –hasta entonces trabajadora ejemplar- vendí
mucho menos y regalé sin ser vista, mucho más a cuanto conocido o familiar mío
viniera a comprar durante aquel mes que me quedaba en el convento.
Pese a mi
jefe y sus “medidas”, recuerdo con muchísimo cariño y emoción ese viaje de
Semana Santa a Sevilla del que guardo eso, el recuerdo, pero ni una sola foto,
porque con tanta prisa e improvisado viaje, no tenía carrete en mi cámara.
Guardar el
secreto en forma de promesa de haber dormido juntos “en pecado” ya es imposible
porque lo rompimos hace muchos años. En pie sigue la promesa de volver a vivir
unas horas de Semana Santa en Sevilla. Ahora espero volver, cumplir esa promesa,
disfrutarla y contarla, por eso y llegados a este punto. Continuará…
No hay comentarios:
Publicar un comentario