FIESTA DE SAN ISIDRO EN ALAEJOS
Escrita 11-05-2015
Como decíamos ayer… ¡Vale,
lo escribí el lunes! Hoy día de San Isidro Labrador, voy a relatar lo que
recuerdo de esta tradición alaejana que estoy segura os hará rememorar aquellos
felices días que algunos tuvisteis la suerte de disfrutar en Alaejos; y a los
que nunca lo hicieron, les hará saber (que no ocupa lugar).
Ni mis padres ni abuelos
fueron labradores, ni jornaleros, mucho menos hacendados, quizás por eso nunca
fui el día de San Isidro a Misa, ni procesión, ni bendición de los campos, que
otros amigos me cuentan lo bonito y emotivo que era. Para mí, -y la mayoría de
mis paisanos- San Isidro es (fue) sinónimo de merienda en la pradera de la
ermita de Nstra Sra de La Casita y sobretodo de empanada.
Llegado el 15 de Mayo, en
las casas estaba el bollo relleno a
apunto y la tortilla de patata entre pan y pan… Explico: Poner el aceite
en la sartén y cuando esté calentito, añadir patata cortada en láminas finitas,
cebolla y huevo, todo junto. Tapar y cuajar lentamente, dando vuelta a la mitad
de la cocción. Una vez hecha, abrir al
medio un buen pan de rescaños y colocar la tortilla tapándola con la
parte de arriba del pan… Teníamos suerte de no necesitar fiambrera ni “tapper”
aún por inventar. La tortilla cocinada a la lumbre así de lentamente con todos
los ingredientes juntos, zampado entre pan y pan es un manjar poco superable
con cualquier otro. ¿Qué exagero? Quizás sí, pero en tortilla es lo que opino.
Las pandas se juntaban sin
necesidad de utilizar teléfono mucho menos el impensable móvil o el ahora
insustituible whatsApp. ¿Cómo lo harían? Ah, sí, por tam tam… golpeando la
puerta de las casas, “mandando recau” con “Alguién” o simplemente se veían en
la pradera de la Virgen de la Casita, lugar indispensable para esta celebración
isidril.
Como los coche no eran cosa
de pobres (ni de ricos), los más afortunados subíamos a la ermita en carro
tirado por mula… los mucho más pudientes en remolque y los beatos andando en
promesa; no como deporte que no les hacía falta caminar por la necesidad de
perder kilos, ni para “hacer” ganas de comer.
Mi padre era de los primeros
en subir a La Casita para colocar a la izquierda de la ermita el puesto de
limonadas, vino, gaseosas e incluso cervezas. Mi abuela Casimira –su madre
viuda dos veces- siempre regentó la cantina de Lorenzo “El Sebo” (mi abuelo), y
mi padre la ayudaba en todo lo que podía. Nunca probé limonada tan exquisita
como la que siempre hacía mi padre.
No puedo recordar mi primer
San Isidro porque mi madre aún no sabía que me tenía de inquilina en la
barriga, pero foto si hay de aquel día y aquí os la dejo.
Ikea no había llegado a
tiempo de inventar mesas y sillas de camping; en realidad, no estaba inventado
el camping, entonces simplemente se iba de merienda al campo, mucho más español
¡¡donde va a parar!! Tampoco existía la nevera azul donde mantener frescas las
bebidas y comidas. Con una buena bolsa y la tortilla y empanada envueltas en un
paño de algodón o en papel de estraza, y unas servilletas de tela, poco más hacía
falta.
Tampoco había necesidad de
mesa y sillas, teniendo la fresca y mullida yerba para sentarse, un mantel de
cuadros para colocar la merienda… Y hambre.
Cuando la venta de limonada
cedía, llegaba el mejor momento de la tarde, mi padre podía sentarse con
nosotros a merendar y a disfrutar del porrón o la bota que pasaba de mano en
mano de los hombres para empapar el gaznate y la empanada que además de
exquisita, es un buen mazacote que se agarra a la garganta casi como los
polvorones.
Las mujeres no bebían vino,
sólo un traguito de limonada “por probarla” y los niños teníamos prohibido
beberlo porque “se nos ponía el tete azul”. (Para otros sitios del mundo
explicaré que “Tete” es el ombligo).
Recuerdo un año: No tendría
más de tres o cuatro años, pero lo recuerdo perfectamente (yo y toda la panda
de mis padres), Apenas levantaba un palmo del suelo y como nunca me sentí cómoda sentada en él,
me pusieron una caja de gaseosas a modo de silla. Se ve que el algún descuido
de los mayores le di algún que otro “buchito” al porrón y me cogí una media
tajada. Primera y última de mi vida. Aunque la verdad, no recuerdo que mi tete
cambiara de color, pero se de haberme caído “patas arriba” desde el cajón de
gaseosas al suelo.
Con las últimas luces del
día, la barriga contenta y el ánimo más, regresábamos a casa entre cánticos y
sueño, felices esperando la próxima fiesta... y comer las sobras de empanada al
día siguiente. No teníamos más, con poco llenábamos el buche y el alma.
Actualmente, la fiesta ha
perdido aquel encanto, aunque no del todo la tradición. Subir a merendar a la
ermita es muy raro. La gente tiene merenderos, bodegas, o cualquier otro lugar
donde acomodarse. Siempre en pandas, eso sí. Alrededor de las mesas repletas de
rico surtido de comida y toda clase de bebida; sólo faltan el hambre y la sed.
La empanada ya no es casera, aunque como expliqué, Juan Pablo las hace de sabor
muy similar. Filo continúa haciéndonos la tortilla “a la lumbre”, tan exquisita
como siempre.
Si el lugar elegido para
merendar está lejillos, vamos en coches tirados por los caballos del motor. Caminar
no es promesa, es para eliminar calorías tras la opípara comida. Lo único que
de San Isidro perdura en el tiempo es la alegría de reunirse para celebrarlo
entorno a la empanada.
La vida sigue, en las
reuniones van quedando huecos que se van rellenando con las nuevas
generaciones… En fin… ¡¡Viva San Isidro y quienes con ilusión merecen
celebrarlo en buena compañía!!
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