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LA PLAYA DE VALLADOLID 07-04-2019
Muchos
de mis lectores contemporáneos recuerdan aquellos domingos de playa en
nuestro Valladolid de nuestra alma. Nuestros padres no podían permitirse una entrada (mucho menos una para cada uno de
la familia), en la exclusiva piscina “Samoa” y la “Deportiva”, mucho más
asequible y modesta, seguía siendo cara para las familias sencillas de la época;
con lo cual, nos conformábamos… bueno, no, conformarse no era, era ser felices
yendo los domingos a nuestra playa de “Las Moreras”.
Como
se pueden ver en las fotos de la época, la playa se llenaba de familias
enteras, que sin sombrillas, ni neveras, ni cremas solares, ni miedo a los
rayos UVA o a la contaminación del agua. Sin miedo –como dije- a las
insolaciones, y “a pelo”, sin crema –o como mucho una pasada de Nivea
por la mañana- nos apiñábamos en la arena “artificial”, a la orilla del Pisuerga
(que para eso pasa por Valladolid) para darnos un refrescante baño. Los más
osados aprendieron allí a nadar.
Había
que guardar cuatro horitas de digestión (como mínimo), con lo cual, por pronto
que desayunáramos, por pronto que llegáramos a la playa, no tocábamos agua
hasta que el sol estaba en todo lo alto, y después de comer otras tantas horas
de espera. También había que merendar y ya el bañito por la tarde o “refrescaba”
o estaban los mayores hasta el pelo de playa y nos íbamos sin ese segundo baño,
porque además, no íbamos a volver a mojarnos el bañador para ir por el camino empapados
con riesgo de coger un enfriamiento en pleno agosto.
Algunos
de los mayores (generalmente los hombres), se quedaban guardando sitio en la
arboleda para poner el hato.
Mi
madre (y sus madres acompañantes), como tantísimas mujeres de la época, no se
atrevían a ponerse en bañador y ahí estaban las mujeres al cuidado de los niños
en la orilla, sin sombrilla, sin nívea, sin sombrero, y sin quitarse “la calor”
con un bañito de agua dulce. Con meter los pies hasta los cotudillos, se
conformaban.
Si
bueno era el baño, más rico era sentarse en el suelo en modo indio, alrededor de
varios manteles extendido (uno por familia) y comer la tortillita de patata (y
poco más) que llevaban las madres en sus bolsas de la compra convertidas en ocasionales
bolsas de playa.
Mi
padre nunca olvidaba llevar su bota de vino de las ZZZ
que pasaba de mano en boca a todos los comensales hombres (ni los niños ni las
mujeres tomábamos vino porque “se nos ponía el tete azul”. Agüita “del
tiempo” bien rica.
Nos
juntábamos: Chemari, Paqui, Ana, (Jose Mari no había nacido), Celes, Manfred,
Alberto, Doris, Tíos Chus y Pedro con mis primanas Feli y Charo; Consta,
Juanito, Javi, Bego, Nines y hasta Pili; Mis padres, mi hermano y yo… Una buena
recua,
que íbamos andando y volvíamos a pie, y no por temor a no encontrar
aparcamiento, es que simplemente no teníamos coche que aparcar.
Ahora
todas esas quemaduras domingueras son tan parte del recuerdo como los baños en
la impracticable
playa Pucelana.
Quizás
“antes
era más bonito”, o simplemente lo recordamos con cariño, no tanto por lo
que era, si no por cómo éramos. Recuerdos de niños, que se hacen tan añejos como la propia
piel y que afloran al ver antiguas fotos, y que si no causan añoranza,
si gusta de vez en cuando compartir lo que fue, lo que era, y lo que no volverá…
Ni
falta que hace porque cada día fabricamos recuerdos nuevos que
compartir cuando el tiempo los haya cubierto de polvo.
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