23-01-2015
Esta fría y soleada mañana salí de casa para hacer unas compras. Bien
abrigadita como pedía el rigor de la temperatura, me encaminé hacia la avenida
de mi ciudad más cercana a mi domicilio. Ya en la habitual merecería a la que
iba, esperé mi turno.
Sólo había una anciana a la que ya
atendían, y como presumí sería un momento corto, decidí no quitarme bufanda ni
un botón al abrigo.
No tardaron en subirme los calores,
y no sólo por la calefacción del local –que también- ni por mi menopausia
residual. Los calores en este caso, me llegaban al mirar el apuro de la dependienta
que pacientemente atendía a aquella señora tan añosa como pesada. La mujer
absorbía ansiosa la paciencia de la mercera con preguntas ya contestadas sobre
varias prendas que reposaban sobre el mostrador en medio de las dos mujeres.
Buen rato después, tras varios
sudores y ganas de acocotar un poquito a la viejecita, ésta, sin haber comprado
nada, preguntó por un sujetador del que daba equívocas señas a la empleada.
Viendo que no la entendía, la señora
dijo: “mira, NO lo llevo puesto”, mientras procedía a quitarse la bufanda,
desabrocharse el abrigo y la camisa, apartando su camiseta para mostrar su
vieja “tetera”, como si la visión de aquellos botijos añejos, pudiera iluminar
a la dependienta e imaginar marca, modelo, color y tamaño del sostén.
Mi prisa, paciencia y buena memoria
de dependienta, hizo que me acordara de la anciana madre que parió a esta vieja
y que seguramente murió hace muchos años… de aburrimiento.
No suelo meterme en conversaciones
ajenas, pero se hacía la hora de cerrar, y viendo que de permanecer calladita,
tendría que volver a mi casa sin mi compra y sudando a chorros, me decidí y
amablemente le dije a la pesadilla: “¿Qué le parece si esta tarde vuelve usted
con ese sujetador y se lo enseña?
Viendo que tenía razón, se marchó a
su casa –o donde fuera, que no se lo pregunté- dejando en la mercería un
reguero de prendas mostradas, sin haberse llevado ni una sola de ellas.
Hice mi compra, y por la tarde tuve
que volver a por otra cosa. Mientras me atendían, el destino quiso que apareciera
también la mosca cojonera, que sin esperar turno tras de mí, sacó de una bolsa
de plástico el sostén de sus tormentos.
La dependienta, supongo que para
quitarse de en medio a tan pelma ancianita,
me pidió perdón y sacó de su caja un sujetador idéntico a como fue hace
años el que traía la señora. Esta, muy contenta, dijo sin pudor: “Este, este es
el que me gusta… cuando necesite uno vengo a comprarlo”. Y se marchó
seguramente a darle por c… a darle la tarde a otra “persona humana” dejándonos con dos palmos de narices y ganas de estrangularla.
No pude resistirme a contaros tan
“jocosa” anécdota; una de las muchas que cada día ocurren y sufren
pacientemente quienes se ganan el pan y el Cielo, aguantando petardas detrás de
un mostrador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario