La mañana del día 24 de Diciembre, el abuelo madrugaba para poner una gran lumbre que aguantara bien el calor para cocinar las “exquisiteces” que servirían las mujeres por la noche.
Entraba y salía al corral cargado de leña y frío, pero también de mucho entusiasmo porque su lumbre fuera “la más buena” de todas las del pueblo.
Tras apilar cuidadosamente los troncos en el hogar, los cubría con paja que guardaba mucho el calor y evitaba que los leños ardieran demasiado rápido.
Después, los abuelos seguían casi un ritual:
Se acercaban a las casas de las tías Demetria y Victoriana; hermanas de la abuela Felisa, para “admirar” las lumbres, compitiendo quien de los tres cuñados había puesto la más grande y buena.
Había la costumbre de visitar las casas de familiares o vecinos más cercanos, para ver las lumbres… comparar mentalmente y darse cuenta que la suya era la mejor. ¿No es precioso?Qué encanto podría tener ahora esa tradición?
Esa misma mañana del 24, “Toñín” y yo, con mi cestita de mimbre, íbamos a por “la colación”, también llamado “el aguinaldo”, a casa de la abuela Casimira –madre de mi padre- y de las tías.
Mi madre nos ponía las ropas de los domingos, bien abrigaditos con nuestros verdugos, bufandas y manoplas. Yo con faldita y con medias de “espor” hasta las rodillas y mi hermano con pantalón corto, porque entonces a los niños no les ponían pantalón largo hasta que no comenzaban a tener “pelos en las piernas”, hiciera el frío que hiciese.
La abuela Casimira nos obsequiaba con una peseta, dos naranjas y una pequeña anguila para cada uno.
No recuerdo haber comido nunca la anguila, no me gusta el mazapán, pero me gustaba la cajita de cartón, redonda con la tapadera abombada y decorada con paisajes. Me gustaría haber guardado una de aquellas cajas, no lo hice, porque entonces no le daba tanta importancia a conservar recuerdos como le doy ahora.
Aunque se estaba calentito en la cocina de la abuela Casimira, no solíamos quedarnos demasiado rato. Ella regentaba la cantina y en Nochebuena, siempre nos esperaba en su casa, por eso todo el tiempo que permanecíamos allí, le estábamos quitando de trabajar.
Recorrer las calles del pueblo aquel día era también peculiar. Hacía un frío considerable; de los tejados de las casas colgaban los “chupiteles” de hielo semejantes a estalactitas cristalinas. El humo de las chimeneas impregnaba el pueblo de un inconfundible aroma a leña ardiendo, humo y frío.
De nuestra nariz pendían los mocos tan congelados como “chupiteles” y que finalmente tatuaban la manga del jersey impoluto que nos había puesto mi madre.
Aunque entonces no conocíamos los pañuelos de papel, siempre llevábamos un pañuelo de tela donde depositar “los cirriones moqueriles”, pero teníamos más a mano la bocamanga del jersey. No teníamos tiempo que perder ni para sacar el “moquero”, había que seguir con la tarea… y no solamente en Navidad.
En la calle los charcos se habían helado formando el “carámbano” que transparente y frágil tanto nos gustaba pisar y comprobar cuánto resistiría nuestro peso.
Lo malo era cuando se partía y nos calaba los zapatos. Durante el crudo invierno de antaño, muchas veces llegamos a casa con los calcetines y los pies empapados y tan congelados que casi ni les sentíamos. Al entrar en calor dolían del puro frío.
Dolían los pies y las orejas de los tirones que nos daba mi madre al secarnos por llegar a casa “caladitos”.
Desde la cantina de la abuela nos dirigíamos a casa de las tías, es decir; las hermanas y cuñada de la abuela Felisa.
La tía Julia nos parecía la más “roñosa”, siempre rebuscaba y rebuscaba en sus bolsillos y nos daba una perra chica, mientras las tías Demetria y Victoriana eran siempre más “rumbosas”, y nos daban una perra gorda y un par de almendrucos, nueces o higos secos.
A tía Demetria le gustaba que le enseñara la bolsita para ver todo lo que habíamos recaudado.
- ¡¡Buena “cotamalla” lleváis!! –exclamaba jocosa.
Quizás la sufrida tía Julia no podía darnos más, pero nuestros avaros y maltrechos bolsillos infantiles, no sabían de estrecheces en los de los mayores.
Tras hacer el recorrido llegábamos a casa felices con nuestros regalos.
Comíamos pronto y menos cantidad, para que no nos hiciera daño la copiosa cena.
Durante toda la tarde, no parábamos de “enredar” con la rudimentaria zambomba, que nos servía de juguete hasta que se rompía o se iba desinflando.
Nuestra “zambomba” estaba hecha con la vejiga del cerdo. El día de la matanza, “inflaban” la vejiga y la ataban con una cuerda. Así permanecía colgada hasta que se secaba y quedaba como un globo.
Entre jugar y dar la lata llegaba la hora de ir al coche de línea a buscar a los familiares que vivían fuera del pueblo.
La abuela Felisa y mi madre podían entonces seguir tranquilas preparando la cena durante un rato, sin nuestra juguetona presencia.
Nuevamente bien abrigaditos, mi hermano y yo nos acercábamos al “Bar Flor”, muy cercano a la casa de los abuelos, y nerviosos oteábamos el horizonte hasta ver aparecer el lentísimo vehículo conducido por el mítico señor Avelino, luego alborozados, mirábamos a través de las ventanillas del viejo “coche linia”, para ser los primeros en ver a la tía Mª Jesús que llegaba con el tío Pedro y nuestra prima Felisina. Ellos, intentaban no faltar nunca en Noche buena.
Algunos años también llegaban mi querida y recordada tía Antonia con su fanfarrón y adusto marido y los primos Pedrito y Julito.
Las gentes cargadas de paquetes envueltos en papel de estraza o con pequeñas maletas, se abrazaban a quienes habían ido a buscarles. Seguramente no se veían desde “La Casita”; por entonces se podía viajar muy poco.
Nosotros todos juntos regresábamos a casa felices con “los forasteros” y mientras los hombres charlaban en la pequeña sala, las mujeres se afanaban en preparar la cena que consistía básicamente en limpiar el cardo durante mucho rato, hoja por hoja quitando cuidadosamente los nervios más gruesos para cocerlo durante horas y que quedara en su punto de blandura y blancura. Siempre me reservaban el “troncho” crudo. Nadie cocinaba mejor el cardo que la abuela Felisa, y nadie guisaba como ella el riquísimo pollo de corral criado durante meses para esa noche.
El cardo lo limpiaba cuidadosamente hasta quitarle todos los nervios. Después lo troceaba y dejaba cocer durante horas hasta que quedaba en su punto de “blandura” y blancura”. Una vez cocido, lo arreglaba al “ajo arriero”; nunca he comido cardo tan sabroso como el que cocinaba a la lumbre mi abuela Felisa.
Recuerdo sus dedos ennegrecidos al limpiar el cardo y desgajar la granada que acompañaría la rica escarola puesta en agua durante mucho rato para que estuviera bien rizada y sabrosa.
Desde dos días antes el bacalao había estado a remojo para conseguir el punto justo de sal. Lo complicado era durante esos dos días mantener apartado a mi hermano del barreño y conseguir que no lo “espinzara”.
A Toño el bacalao siempre le ha gustado muchísimo, tanto crudo, como cocinado al ajo arriero y rebozado, que era como siempre lo preparaba maravillosamente la abuela.
Tanto abrir y cerrar las puertas de la cocina para que hiciera “tiro” con la chimenea y no se formara humo, la espalda –sobre todo de las cocineras- se quedaba helada, los brazos y cara ardiendo y las piernas con “cabras”: Antiestéticas rojeces similares a varices que convertían las extremidades inferiores femeninas en mapas a escala y ponía su humor tan negro como las morceñas que por sorpresa caían de vez en cuando desde lo alto de la chimenea.
Parece mentira que todo ello llevara tantísimo tiempo y trabajo, pero naturalmente, aquella lumbre, por grandiosa que fuera, no tenía fuego regulable, ni infrarrojos, ni butano y otra vez; ni falta que hacía. El sabor de los alimentos cocinados en lumbre era incomparable a lo que elaboramos ahora las amas de casa.
En cuanto al menú, aún hoy seguimos manteniendo básicamente el mismo; jamás faltó el cardo, la escarola ni el bacalao, aunque sustituimos el pollo de corral del abuelo por cochinillo asado y algún que otro marisco, pero básicamente, si la Navidad es recuerdo, nostálgica y añoranza, yo no quiero variar demasiado mi tradición.
Cuando aquella riquísima cena estaba lista, se preparaban las bandejas con los postres que consistía en cortar en cuadraditos los variados turrones, es decir; el duro y el blando, no había de otros, pero el duro lo era de veras.
Eran tabletas gruesas que había que partirlas a golpe de martillo y “roerlas” poniendo a prueba las dentaduras y la paciencia por terminar el pedazo.
El abuelo que ya había perdido prácticamente todos sus dientes, para poder comerlo tenía su “maña”; colocaba un pedacito de turrón en un paño blanco y limpio, lo tapaba y lo golpeaba con el martillo hasta que lo dejaba prácticamente convertido en puré.
Tradicionalmente también ponían para los postres uvas pasas, que habían estado en “el sobrau” extendidas secándose desde la vendimia; higos secos, y “cascajo”, o lo que es lo mismo, almendrucos tostados en casa, nueces y avellanas… de las que sabían a lo que eran, no como ahora que el sabor se queda pendido en las ramas de los árboles cuando las cortan.
Otra cosa que el abuelo siempre nos hacía y que nos gustaba mucho, era un “entierro” que consistía en abrir por la mitad un higo seco y rellenarlo con una avellana, un almendruco y un trozo de nuez. Cerraba esa especie de “bocadillo” y eso era el tan añorado “entierro”.
Las bebidas también eran muy variadas: anís y coñac y para los críos, vino “Sansón”, un vino quinado reconstituyente que nos daban para abrir el apetito –que teníamos siempre de par en par- y que no se nos ocurriría ofrecer ahora a un niño, bajo pena casi de cárcel. En cambio ahora empiezan a beber incontroladamente cada vez más jóvenes y no precisamente “vino quinado”.
Cuando la cena ya estaba preparada y las ganas de comer brincaban en el estómago, llegaba el Señor Ángel “el dormido”, un hombre bonachón, amigo del abuelo que con tiempo de fumar varios cigarros hablaba y hablaba sin parar y sin darse cuenta que “no eran horas de visita”, pero hasta que Ángel no se iba, no podíamos comenzar a cenar.
La visita del señor Ángel era tan deseada, agradecida y agradable como tradicional, aunque con la cena lista y el hambre como ineludible invitado, la despedida era también “bien venida”.
El primer año que no disfrutamos de la Navidad en Alaejos, quizás no echamos de menos las cosas que jamás volveríamos a tener, pero durante años si recuerdo haber echado de menos la visita del señor Ángel “el dormido” al sentarnos a cenar.
Una vez que se marchaba, todos con suspiros de alivio y respetuosos comentarios al respecto, nos sentábamos por fin, pero nadie tomaba un solo bocado hasta que todo el mundo estaba sentado, servido y el abuelo bendecía la mesa.
Tras el “amen”, el bullicio presidía aquella mesa repleta de familiares y de exquisita comida.
La sala era pequeña, pero cabíamos todos… y si hubiéramos sido más, también habríamos cabido.
Después de la “opípara” cena, las mujeres fregaban, tarea nada fácil.
En muy pocas casas de entonces había agua “corriente”, y la nuestra no era excepción, por tanto tampoco teníamos calentador, ni grifo de donde saliera.
El agua lo traían de un pozo cercano, y en una “pota” que habían tenido cerca de la lumbre, lo mantenían caliente, lo echaban en un barreño de zinc que colocaban encima de la mesa de cocina, iban fregando “la loza”: platos y “largueros” de porcelana, cazuelas de barro o hierro fundido, cucharas de un metal que se oxidaba enseguida y había que mantener limpios como la plata a base de refregarles con estropajo y arena… Mi abuela y mi madre tenían los cubiertos más limpios del pueblo.
Pedrito y Julito eran más bien “sosos”, pero Toñín, Felisina y yo, cantábamos los clásicos villancicos de los peces que beben todo el rato y del chiquirritín, que por aquel entonces ya estaba metidito entre pajas, aunque el que más nos gustaba cantar era el que nos enseñó mi padre:
“En el portal de Belén hay un marrano colgado, el que quiera longaniza, que vaya y tire del rabo”… Ande, ande, ande…
Siempre jugábamos a las cartas con el abuelo o a “moscardón”, con mi padre.
El abuelo nos enseñó a jugar a “la brisca”, a “la monona”, “as dos tres”, a “pimpineja” o a “pongo todo”.
No recuerdo muy bien como se jugaba a la brisca y la monona, pero el as dos tres, era muy fácil. Había que ir echando cartas sobre el tapete sin mirarlas y diciendo el número siguiente al que hubiera dicho el jugador que nos precedía. Cuando la carta coincidía con el número que gritábamos, teníamos que llevarnos todo el montón. Ganaba el que primero se “desencartara” (Descartarse: quedarse sin cartas en la mano)
Si alguien aún está con la intriga de qué era eso del “moscardón”, lo explico:
Teníamos que extender las manos sobre la mesa mientras mi padre se tapaba la boca con las suyas y con un monótono y “moscardonero” “U U U U”, nos mantenía en vilo.
De vez en cuando soltaba una de sus manos intentando dar un golpecito en las nuestras, que ávidas, retirábamos para que no nos diera y el golpe lo llevaba él sobre la mesa consiguiendo nuestras infantiles risotadas; objetivo final del juego.
Quizás sea una estupidez, pero hemos reído muchas veces de niños jugando y hemos visto reír al abuelo y a mi padre mirando nuestra “habilidad” para no ser “tocado”.
No recuerdo que nos dejaran ganar para que no nos enfadáramos, quizás por eso, no tengo “mal perder” cuando juego. Porque desde pequeña supe que para ganar hay que “ganárselo”.
Otra cosa que aprendí es a no reírme del que pierde; hasta que no se termina de jugar, no hay vencedores ni vencidos. Ni le veo la gracia a hacer trampas para ganar, ni a enfadarse por perder. Jugar es eso; pasar un rato agradable y entretenido.
Cuando las mujeres terminaban de fregar y recoger “la loza”, íbamos a la misa del gallo y después toda la familia nos reuníamos en casa de la tía Victoriana entorno a la bisabuela Petra “la Casitera” –madre de la abuela Felisa- a la que todos llamábamos cariñosamente “la abuela vieja”.
Los mayores jugaban a cartas, charlaban y contaban sus vivencias mientras los más pequeños dormitábamos al amor de los rescoldos de la “monumental” lumbre que el tío Cándido había puesto por la mañana –como expliqué- bien tempranito rivalizando con la de sus cuñados y vecinos.
Para regresar a nuestra casa, mi padre me subía “una cuesta” –me cargaba a la espalda sujetándome por las piernas y mis brazos rodeaban su cuello- Así no me cansaba, ni pasaba frío. Mi padre, además de educarme con rectitud, me mimaba y consentía mucho más que a mi hermano, que por ser año y medio mayor que yo y “hombrecito”, ya no le cargaba “una cuesta”.
El día de Navidad, antes de comer, nos visitaba la abuela vieja. La recuerdo muy mayor, bajita, sin dientes, vestida de negro, con su inseparable pañuelo de seda negro atado al cuello tal como se ve en la foto y sentada al lado derecho de la chimenea en una silla baja, de madera con el asiento de enea.
Mi madre le servía “una copita” de anís Castellana en una copa que aun conservo.
La abuela tras tomar ávidamente el contenido, besaba “el culo” de la copa y decía; que con “salú” lleguemos al año que viene.
Y llegaba; llegó durante casi cien años la buena mujer.
Esa visita, durante años fue una de las cosas que más eché de menos en Navidad.
Aún hoy al ver esas pequeñas copas talladas me parece percibir aquel aroma dulzón del anís que tomaba la abuela Petra; mi querida “abuela vieja”.
Continuará…
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