ESTO SÓLO PASA EN CÁDIZ 09-12-2022
¡Cádiz! “Tacita trimilenaria que es el orgullo del mapamundi”. ¡Cádiz! “salada claridad”, que una vez más nos acogió con las puertas de la bahía abiertas de par en par; con el Levante dormido los cuatro días de estancia y nos enseñó que sabe llover un sábado por la tarde como si no estuviéramos en el año más seco del “trimilenio”.
Pocas horas después de nuestra llegada y desde la ventana de nuestro hotel, Gadir nos regaló la primera y tímida puesta de sol y enseguida la impagable cara de sorpresa de Mariluz al vernos en “Liba”, el pequeño bar de la calle Ancha donde fue a nuestro encuentro sin tener ni idea que estábamos de nuevo en la ciudad de sus amores. Gracias Pedro por tu complicidad… tú sí sabes guardar un secreto.
Gracias también a mí querido don José, nuestro Pepe, que pese a lo mayor que es, y lo delicado de su salud, nos brindó la mejor de sus sonrisas y el más fuerte de sus abrazos. Nos quiere y lo queremos ¡¡Guapo mi viejito!!
El viernes Gades volvió a regalarnos una preciosa puesta de sol en la Caleta. Sol que moría tras el castillo de San Sebastián, y nos legaba un atardecer cuajado de luz y de risas, mezclado con el inmenso cariño recíproco de Gloria y Mariluz.
Cádiz siempre nos muestra su lado más amable. En este caso el motivo de la crónica, además de lo descrito (que no sería poco), es compartir con vosotros una anécdota que como reza en el título “Esto sólo pasa en Cádiz”.
En este viaje, mi niña y yo por fin tuvimos un día enterito junto a nuestra gaditalaejana, que por fin pudo hacer un paréntesis en su ajetreada vida laboral para estar con nosotras.
El día amaneció temprano, con temperatura agradabilísima y decidimos ir a conocer alguna de las playas de Zahara de los Atunes, cubiertas de gruesas nubes y un tímido sol que por más esfuerzos que hizo, sólo logró vencer las nubes y salir a saludarnos un minuto justo para la foto y después volvió a esconderse dejando que algún rayo asomara para tocar levemente el turquesa de las aguas zahareñas. La magia estaba en nuestras ilusiones.
Irene acercándose peligrosamente a la orilla, desafiaba a las olas, hasta que inesperadamente una de ellas, mucho más alta que las demás, provocó la huida de mi niña a toda prisa para no ser alcanzada por la ola juguetona. Envuelta entre las nuestras, pudimos escuchar las carcajadas de aquella ola que no se privó de correr más a prisa que las otras hasta mojar las botas de su amiga. No nos podíamos tener de risa. Fue un espectáculo.
Llegada la hora de comer, Pedro nos recomendó un buen restaurante que nos cogía de paso en el camino de regreso:
“Venta Pinto”, en “La barca de Vejer”, estaba repleto, pero pese a no tener reserva, tuvimos suerte y en menos de cinco minutos nos dieron mesa.
Había una silla de sobra y aprovechamos para dejar en ella nuestros abrigos y Mariluz su bolso en lo alto.
Comimos riquísimo, bien servidas por los amables camareros. Una velada repleta de ganas cumplidas de estar juntas y de charla, charla, charla y risas, risas, risas…
De pronto entra en el repleto local un hombre con cara de dolor, ayudándose de dos muletas para caminar y nos pidió le favor de liberar de abrigos la silla “que nos sobraba” para sentarse.
Irene se apresuró a coger el bolso de Mariluz y cambiarlo de lugar, acto seguido y antes de que comenzara a quitar los abrigos, los comensales de la mesa de al lado se levantaron y quedó libre. El hombre dijo que ya no hacía falta nuestra silla. A esa mesa de al lado de la nuestra, también se sentaron la esposa y dos hijas del hombre. La más pequeña, una niña pispoleta rubita, de rizos a lo Shirley Temple, de apenas dos añitos, que llamaba la atención de Irene y mi niña correspondía con sonrisas y preguntando su nombre (lo típico), hasta que su madre la sentó a su vera y comenzó a darle de comer. Continuamos cada uno a lo suyo. Ese fue todo el contacto que tuvimos con nuestros vecinos de mesa.
Cuando terminamos de comer, nos levantamos para irnos. El hombre de al lado avisó al vendedor de la ONCE que estuvo todo el rato ofreciendo su mercancía por el local, compró un cupón y se lo regaló a mi hija en agradecimiento al gesto de proporcionar una silla que no hizo falta siquiera prestarle.
Atónitas le dimos las gracias, nos despedimos amablemente de ellos, sobretodo de las niñas, sin saber el nombre de ninguno de ellos.
Es alucinante, nunca se nos dio tamaño gesto por no hacer nada. Tan sólo por la intención de hacer un favor facilísimo y humano al ver la cara de dolor de aquel hombre.
Del cupón nos tocó el reintegro de lo jugado… como digo y repito: ¡¡Esto sólo pasa en Cádiz!!
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