miércoles, 12 de octubre de 2022

MI PRECIOSA MUCHACHITA ANA ISABEL LOSA HOLGUIN

MI PRECIOSA MUCHACHITA ANA ISABEL LOSA HOLGUIN 05-07-2022

 Querida y adorable Ana: La niña preciosa que sonríe con coletitas en esa foto. Para mí siempre serás aquella niña a la que hoy por fin dedico una de mis cartas, ésta,  como capítulo inolvidable de mi vida.  Sé que me lees; cosa muy de agradecer para alguien como yo, que no tengo más ventana al mundo que el cariño de mis lectores propagando mi obra, si ésta lo merece.

Cuando hablamos, no puede ser de forma escueta, siempre hay tema para charlar largo y tendido o largo y escrito casi siempre, ya que nos hemos acostumbrado –no sé si para bien o para vete a saber- a la comunicación escrita e instantánea (como el Colacao). Una forma de comunicación menos invasiva que una llamada telefónica que podría ser inoportuna. En cualquier caso, lo bueno es comunicarse, siempre tirando de vivencias y convivencias que a las dos nos reconforta recordar. Nos entendemos tan claramente como si el tema lo hubiéramos vivido y convivido “ayer mismo”.

 Te conozco desde que NO te vi nacer porque yo era muy niña: deseosa de aprender cosas de mayores, por eso mi etiqueta era de “meticona”; “ropa tendida”, aunque en este caso tendrían razón, seguramente hubiera estorbado más que enterarme de algo tan bonito como hubiera sido verte llegar al mundo en vivo y en directo, cosa que estaba totalmente vetado para una niña de apenas 10 años.

 Tu madre: mi querida Paqui, había decidido parirte en casa y así fue; lo hizo como ya por aquel entonces se hubiera denominado “antiguamente”: ayudada por alguna partera más o menos inexperta y por mi madre, que seguramente lo único que hizo fue hervir agua y como mucho dar la mano a la parturienta para que apretara fuerte descargando el ímpetu de sus dolores en cada contracción.

 A tus primeros golpecitos en la puerta de salida, llegaron las ayudas y tu padre con el mío y conmigo, condujo hasta Alaejos en busca de su madre (la recordada señá Esperanza) y su única hermana: tu tímida tía Chus, que querían estar presentes para recibirte con los brazos abiertos… mala elección creo yo, porque con los brazos abiertos te hubieran dejado caer y vete a saber qué estropicios te hubieran causado.

 El viaje a Alaejos no creas que duraba los 40 minutitos que dura ahora por la cómoda autovía, ¡no hija no! ¡Qué va! ¡Bien nos venía! Aquel coche que corría como una bala ¿quizás era el Balilla? Eso ya no te lo aseguro, pero tu padre tuvo uno que así se llamaba seguramente por lo lento que surcaba las carreteras.

Bien, pues Balilla o no, aquel coche corría como una bala: lo menos alcanzaba los 50 kilómetros por hora (pisándole mucho su experto conductor). El viaje no se hacía en menos de hora y media de ida y otro tanto de vuelta rodando por la entonces sinuosa, llena de baches, árboles en las lindes y curvas; carretera nacional Valladolid-Salamanca donde a “mitá” camino se enclava Alaejos y en él tu tía y tu abuela.

Nuestros queridos padres (el tuyo y el mío) pese a la diferencia de edad, fueron amigos inseparables, desde que tu padre entró de aprendiz en la Fundición y tuvo como maestro a mi padre, aunque el tuyo se inclinó por la mecánica de automóviles y el mío continuó siendo herrero y forjador toda su vida… o casi.

Aquel bendito día 25 de junio hicieron el viaje -probablemente muy nerviosos-  fumando mucho y hablando muy poco para ver si así llegaban a Alaejos más rápido.

 Yo viajaba en el minúsculo compartimento trasero, feliz y seguramente tan contenta, sin enterarme de mucho y sin alcanzar a criticar por qué tu padre en vez de quedarse a la cabecera de la cama de su mujer, para estar presente en el salón (o la cocina) envuelto en humo de cigarro, y ver así a su niña en el momento del alumbramiento… o minutos después, porque no era cosa de hombres lo desagradable y placentario. Lo placentero, ya sabes, queda para ellos.

A nadie se le ocurrió que de haber surgido alguna complicación en el trance de la parturienta primeriza, mejor hubiera sido que estuviera el marido, con su coche preparado -por lento que fuera- (el coche), para llevarle a parir a la Residencia, aunque en verdad, tan cerquita estaba ese hospital de vuestra casa, que andando hubieran llegado antes, parturienta, parteras, padre, Esperanza, Chus, Antonio… y la niña meticona.

Yo creo que en verdad las “expertas” comadronas pensaron que el parto tardaría mucho más, al ser primeriza la señá Paqui, y que entre contracción y contracción, iba a dar tiempo a que el padre de la criatura llegara con su carga de alaejanas en el momento justo. No fue así. No contaban con que la que venía al mundo eras tú: fuerte, inquieta, con ganas de asomarte al mundo decidiendo desde tan temprana edad, cómo y cuándo;  demostrando que a cojones no te ganaba, ni quien presume de levar colgando semejante atributo.

Así cuando los viajantes arribamos a Pucela, te habías plantado en el mundo, sanita y con la fuerza vital que ya demostrabas iba a acompañarte para poder salir adelante de tantas y tantas vicisitudes como el destino tenía escrito para ti.

Apenas tenías una hora de vida cuando llegamos y por fin pudimos verte. No te voy a engañar: no me pareciste preciosa; aun estabas con la cabeza un poco deformada por los empellones que diste para abrirte a la vida el paso a cabezazos… Que así lo dispuso la sabia naturaleza.

Tu primera travesura nos hizo reír durante un buen rato. Eras tan pequeña que no tuviste conciencia de estar cometiendo semejante “travesura”. Recuerdo la cara de tu madre como si ahora mismo hubiera ocurrido el hecho que paso a relatar: Apenas tenías dos meses de vida. Estábamos en Alaejos y salimos a pasear juntos (como era habitual). Ibas tranquila y relajada en tu modernísimo cochecito “Jané” azul marino (de capota) de grandes ruedas y capazo poco profundo, a una altura considerable del suelo. Te diré que hasta entonces los cochecitos para bebé eran de ruedas más pequeñas y capazos hondos y más cerca del suelo, para comodidad y prevención de posibles caídas cuando el bebé crecía un poco y tendía a incorporarse para ver el mundo.

Tu cochecito era precioso y como dije muy moderno. Mi padre decía “de niña rica”, pero también decía: “como se caiga la chica desde ahí arriba se esmostola”.

Bien, pues tras el prolegómeno, la anécdota: Paseábamos por Alaejos luciendo a la niña regordeta con sus piernitas al aire, tan bonita ella. La gente nos paraba cada pocos pasos para verte y saludar dando en algunos casos la enhorabuena a los orgullosos papás, o simplemente viendo cómo habías crecido desde la última vez que se asomaron a tu cochecito.


 Acertó a cruzarse en nuestro camino Miriám, “la señorita”. Denominada así, pues aunque era gallo ya con espolones, nunca le apearon el trato de “señorita”, los que como (en el caso de tu padre y el mío) habían sido obreros del padre (o hermano) de ella en la fundición y por ese “relumbrón” ésta señora, casada, era respetada más que otras seguramente con más mérito de “señora” (o “señorita”) por sus logros en la vida, que no fueran regar el jardín de la preciosa casa de su madre y por ser cercana con los subordinados de la fábrica de hierros y siempre educada … que educados somos todos sin recibir reverencias. A Miriam siempre le guardé cariño y respeto a partes iguales, porque ella siempre me trató de idéntica manera.

Bien, “la señorita” nos paró para conocer a la niña de Chemari, se acercó al cochecito mirándote con embeleso y comentando lo guapa que eras y lo rica que estabas (tenía razón). Al acercarse mucho a tu carita,  (miope ella) para admirarte mejor, tuviste a bien soltar un pedo mucho más grande que el tamaño de tu cuerpecito. Tu orgullosa y en ese momento azarada  madre, no sabía cómo disculpar a su niña, y con un “¡¡pero Ana!!” a modo de reprimenda, con la cara más colorada que un pimiento morrón, Estoy segura que de haber sido otra persona más plebeya, hubiera sido menos el pudor de tu madre, que no sabía dónde meterse. Al poco nos despedimos de la “aireada” mujer tan cortésmente como la recibimos en plena calle (o la Plaza).

Ni que decir tiene que en cuanto la “señorita” estuvo lejos de nuestro punto de mira, las carcajadas fueron de postín (sobre todo de tu padre y el mío, guasones por naturaleza) y los comentarios seguramente para haberlos podido enmarcar. La niña, nuestra preciosa niña pedorra tirando en la cara respetable de la cortés mujer, un cuesco de considerable tamaño sin pudor alguno… ¡¡Así se hace!!

Como ves, una travesura que ni supiste que hacías, y un pedo inolvidable, que en este escrito será eterno (mientras dure la tinta en el papel, o alguien lea por casualidad esta carta publicada en mi Blog).

  Enseguida te convertiste en un torbellino revoltoso y risueño que reías a grandes carcajadas por todo y para todo.

Rondabas los 9 meses cuando ya caminabas sola y corrías por el larguísimo pasillo de “Lope de Rueda” como una gamito pequeño.

Un día te caíste desde el brazo del sofá (porque no parabas quieta) y te rompías el bracito. Tuvieron que ponerte una minúscula escayola que creo recordar, te rompiste antes de tiempo y tuvieron que rectificarla. Afortunadamente no tuviste secuelas… ni creo que haya fotos, aunque te recuerdo con tu bracito escayolado y con una chaquetita  de punto azul marino, y riendo, siempre riendo.

 Mi princesa, no eras una niña “mala”. Eras una niña inquieta, movida, torbellino, juguetona… ser “mala” es otra cosa muy diferente a lo que tú eras. Aprendiste muy pronto a hablar y a conquistar el mundo que te rodeamos.

Cómo no voy a recordar aquí a esa niña que mirando la tele sólo se calmaba durante los anuncios. Quieta como estatua veías los anuncios, aunque para mantenerte quieta el resto del tiempo, había que tocarte el pelo: peinarte con los dedos, ponerte los imaginarios “bulos” que junto a las imaginarias pizas nos ibas dando uno a una, así horas y horas.

Nos cansábamos antes de peinarte, que tú, sentada entre rodilla y rodilla en una sillita de madera pintada de gris que me hizo mi padre cuando era pequeña y revoltosa como tú, y que tenía mi inicial tallada. ¡¡Dónde iría a parar aquella sillita!!

Tampoco omitiré que me enfadaba mucho contigo cuando no me daba la gana “peinarte” (ni a los mayores tampoco) y no me dejabas ver la película o el programa de turno. Los mayores a lo suyo, como que desconectaban de tus revuelos y mis quejas, pasaban la velada felices charlando de sus cosas, pero yo, inocente criaturita, que también era una niña “mucho mayor que tú” (tenía 10 u 11 años y tú 2 o 3), pretendía ver nuestro nuevo aparato en blanco y negro (Werner)

La sesión de ver la tele con calma era agotadora y yo… como no me dejabas ver tranquila lo que “echaran” (entonces la tele no emitía… “echaban” cosas). Bien, pues como no me dejabas ver lo que “echaban”, no te dejaba ver los anuncios: te sacaba al pasillo. No me valía de nada, no aprendías que si me dejabas ver mi programa, tú verías los anuncios.  No aprendí que si te tranquilizaba, si te entretenía, me dejabas ver lo que yo quería… Aprendí que yo era la “mala” porque no dejaba tranquila a la pobre niñita inocente. Ya ves, las dos éramos “malas” y yo además envidiosa y celosa porque eras la pequeña y me habías arrebatado el serlo yo… ¡¡jamás tuve envidia de mi niña!! Nunca fue envidia lo que sentí por ti, por más que ese cartel de envidiosa pesara tanto, que hasta en algún momento llegué a creer que lo era, aunque de sobra sé y supe que soy muchas cosas; envidiosa ni mijita.

 ¡¡Puto mundo injusto!! Nos colgaron carteles eternos por ser diferentes al resto de ese mundo que nos juzgaba sin juzgarse.

Ni te tenía esa maldad que me achacaban, ni tú la que te atribuían; éramos simplemente dos niñas que nunca hemos dejado de querernos, por más que nos veamos de ciento en viento.

 Cierto que te encantaba jugar con mis cosas: con los pocos juguetes  infantiles que me quedaban ya entonces, pero conservaba (y conservo) mi primera muñeca de pelo “natural”.

Cuidé a mi muñeca Mari con esmero, como un tesoro, y cuando tú tendrías unos tres añitos, no tenía más remedio que dejarte jugar con ella, aunque tú como niña, no ponías el mismo esmero que yo al jugar con ella: alborotabas su pelo, la espatarrabas viva… y yo sufría como si mi muñeca fuera de carne y hueso y sintiera dolor en los meneos.

Pocas veces te la dejaba si yo estaba presente, aunque seguramente mi madre sí te la dejaría en mi ausencia.

Pocos meses más que tú, tenía mi prima Charo. Os encantaba jugar juntas, aunque a Charo, cuando no estabas, si podía dejarle con confianza jugar con “Mari” porque ella para no dañarla, siempre hacía como que la muñeca estaba malita o dormida, así no necesitaba siquiera tenerla en brazos para jugar.

Eso no te convierte en “mala”, simplemente eras traviesa y sobre todo  inexperta en el cuidado extremo de juguetes añejos. Eras movida, adorable, inteligente… tal como sigues siendo ahora, que nada se te pone por delante para buscar y encontrar la felicidad sin trabas.

También tenía una muñeca “Negrita” a la que también quería mucho y conservo junto a “Mari” cogiendo polvo en una estantería de mi casa.

Jugabas mucho con mi negrita y con otra que vete a saber dónde fue a parar y tan sólo conservo su nombre “Chupetín”; su recuerdo y una foto sacada de Internet de otra muñequita  igual o parecida a la mía.

 Continuaré recordando en esta carta lo que tantas veces recordamos de viva voz: mi padre que era un “niñón”, juguetón que te quería tanto como tú a él porque te criaste muchas horas en nuestra casa, jugaba contigo, te entretenía e incluso por ti aprendió peluquería pa ponerte los bulos… o te ponía más nerviosa aún para tocarnos los coj… las narices sobre todo a mí que era la más renegona.

Por las tardes cuando llegaba de trabajar y se aseaba, le gustaba cenar pronto. A mí me encantaba fisgar en su bolsa de la comida. Siempre “le sobraba sin querer”, un poco de aquella comida que me sabía a gloria, sobre todo cuando llevaba tortilla de patata que traía impregnado un sabor a campo delicioso que nunca como aquella la he vuelto a comer y tanto añoro.

 A ti lo que te gustaba era sentarte a cenar con nosotros, siempre al lado de Antonio… “Yo quiero una totiya de pasesa” (tortilla francesa) y te la preparaba la Paz tan divinamente.

Muchas veces, había llegado tu padre de trabajar y siempre subía a buscaros.  Paz hacía alguna “totiya” más y ya se quedaban a cenar también. Claramente éramos una familia.

Mi padre te enseñó un villancico y tú que todo lo aprendías al vuelo, no dudaste en cantarlo en la guardería… sí, fuiste de las niñas privilegiadas que tenías guardería (seguramente para que dejaras tranquilita a mi Paqui limpiar la casa, cocinar y hacer horas y horas de punto charloteando con Paz) ¡¡Qué grandes e inseparables amigas y confidentes!!

 Entendí a tu madre cuando años más tarde, llevé a mi niña Irene a la guardería porque era tan preciosa como tú… aunque mi niña no se calmaba ni con “bulos”.

Me sentí tan culpable de “quitarme del medio” a mi adorada niña, como seguramente se sintió tu madre. Irene además, para acabar de rematar mi mala conciencia, durante la primera semana de ir tan feliz a la guarde, se pilló la varicela. Cada uno de sus granitos me picaba más a mí que a ella ¡¡qué mala madre me sentí!! ¡¡Qué contenta estaba mi niña yendo “al cole” como sus tatas mayores!!

 Pierdo el hilo del relato envuelta en tantos  recuerdos… sé que recuerdas ese villancico igual que yo aunque  las consecuencias las recuerdas tú mejor, porque las sufriste en tus tiernas carnes por la reprimenda de tu profe cuando cantaste: “En el Portal de Belén hay un marrano colgado, el que quiera longaniza que vaya y tire del rabo… Ande, ande, ande la Marimorena, ande, ande, ande, que es la Nochebuena. ¿A que lo has leído cantando?

Por aquella época, hiciste tu propia versión de otro villancico: habías aprendido “Noche de Paz” y una mañana que despertaste como tantas otras en la cama de tus padres, comenzaste a cantar: “Noche de Paz, y de Antonio, y de Toñín, y de Maisi”. Tu madre no podía ni contárnoslo partida de la risa. Ya ves, incluso compositora fuiste de chiquita.

 Tampoco voy a dejar de recordar aquí, esos amaneceres puñeteros que me dabas los domingos, único día que yo no tenía que madrugar.

 Costumbre de nuestros inseparables padres era cenar casi todos los sábados “en cá Paz”; ver la tele y acceder al deseo de la peque de quedarse a dormir con Maisi, mientras tus padres seguramente podían practicar tranquilamente el “sábado sabadete” o el dormir a pierna suelta sin que les invadieras reptando hasta su cama en mitad de la noche.

No voy a descubrirte que no me hacía mucha gracia que te quedaras, no por dormir acompañada de tus pataditas mientras dormías, porque lo peor, lo que no podían soportar mis 14 años: esos amaneceres en los que aún las calles no estaban puestas y despertabas con más energía que en una central nuclear. Me llamabas bajito, como si bajito no me fuera a molestar: “¡Maisi, Maisi, despierta que ya es de día!”. No te hacía caso. Insistías, volvías a llamarme no te hacía caso pero ya rebufando. Me metías los dedos en los agujeros de la nariz, te daba un manotazo y te decía (con poca alegría) que me dejaras tranquila… Me metías los dedos en los ojos. Desesperada te daba un azotazo (o dos) y te mandaba a la cama de mis padres, donde llegabas quejumbrosa: “Paz, que Maisi me pega y no se despierta”… ¡Ven bonita anda! Y ahí te quedabas dando por cu… dando conversación a Paz y Antonio hasta que por fin Paz se levantaba a ponerte el desayuno.

Por esta tontería, no me gustaba que te quedaras a dormir… ni celos, ni envidias, ni maldades… poca paciencia se llama, la misma poca que seguiría teniendo a día de hoy si alguien me despertara así en mi único día semanal de descanso. ¡¡Que yo trabajaba a esa tierna edad!!

Tranquila mi niña bonita, ya te he perdonado, espero que tú a mí también.


Cómo no recordar aquí mi cestita de mimbre con asas de madera que me encantaba. Muy parecida a la de la foto encontrada en Internet. La mía tenía las lengüetas de la parte de arriba en madera y era igual de ancha tanto en la parte de arriba como la de abajo, pero el tejido era como el de esta foto que es lo más parecido que encontré.

No tuve nunca muchos juguetes (eran otros tiempos), pero recuerdo esa cestita de la que no hay foto. Quizás ya era mayor para jugar con ella (12 o 13 años, no más) y mi cestita llena de vete a saber qué “tesoros”, estaba en mi armario.

Un día fui a tu casa y ahí estaba mi cestita querida. Te la había dado mi madre sin mi permiso, pero claro, ¡¡qué falta hacía mi permio para regalar un objeto que estaba en su casa!! Me sentó como una patada en un sitio que ni  siquiera sabía que tenía, y con ese ímpetu que dan los cojones tempranos, agarré la cesta y me la llevé de vuelta  a mi casa, sin medir las consecuencias.

Recriminé a mi madre el hecho, era mi cestita, ¿por qué te la había dado? Su respuesta fue una fuerte reprimenda, (seguramente acompañada de algún bofetón), una nueva acusación de tenerte envidia y la orden tajante de volver a llevarte la cestita. Mi cestita querida, tuve que ir con las orejas gachas, tragándome sin hambre el orgullo  y sintiendo un odio brutal hacia quien me hacía cometer semejante injusticia.

Ni qué decir tiene que Paqui pretendía que me volviera a llevar la cestita, pero no, ¡¡cualquiera volvía a casa con la cestita!! ¡¡Yo no!! Regresé a mi casa con la sensación amarga de injusticia, de impotencia y de rabia. Nunca más volví a ver mi cestita, quizás se fue al mismo limbo de las cositas que le estorbaban  mi madre, junto a la sillita gris con mi inicial tallada.

 También cabe recuerdo en esta carta, de aquellas meriendas de invierno cada domingo en una casa: Tus padres, los míos, tus tíos Celes y Manfred y mis tíos Chus y Pedro.

Las casas de Paqui y Celes, eran idénticas en plano, compradas en diferentes años y a ciegas, en barrios no tan cercanos y su sorpresa cuando recibieron las llaves, fue que eran idénticas. Si las buscan adrede, no las encuentran tan igualitas de distribución y tamaño. Supongo que eran del mismo arquitecto o constructor.

Cierto que las dos hermanas tenían gustos muy parecidos, de hecho a mi boda fueron ataviadas con idéntico vestido, en diferente color y no por casualidad, que fueron juntas a comprarlos, aunque lo del piso gemelo, sí fue casual. Al menos no me consta que fuera “adrede”. 

 Entre las cuatro parejas juntaban 6 niños (faltaba Jose Mari y Toño ¡¡ya mayor!! No solía ir a esas meriendas). Las cuatros casas eran muy pequeñas ¿dónde nos metíamos  14 personas en aquellas casitas? Los niños todos a la galería y los padres en la cocina, sentados cada uno donde podía, algunos en las sillas, otros en el fogón, supongo que alguno de pie. ¡¡Qué valor!!

En casa de mis padres y donde tía Chus los mayores se repartían entre la cocina (casi minúsculas)  y el salón y los niños revoloteando por el pasillo y la galería que era muy peligrosa, porque no era muy alta la barandilla y nadie pensó que a alguno de los críos se le podía ocurrir asomarse y caer al patio de luces o a la calle desde el 4º piso.

Yo estaba en esa edad en que no estaba madura para merendar entre  los mayores, aún era considerada “ropa tendida” y me relegaban a la galería con toda la chiquillería, que me quedabais ya muy pequeños todos.

Me encantaban aquellas reuniones donde nunca faltaban las risas y los chistes que contaba mi padre o los que destrozaba Manfred con su español apenas chapurreado, pero perfectamente hablado y entendido.

 No recuerdo cuantos domingos se celebró el ritual de las meriendas domingueras, recuerdo que duraron hasta que mi madre se cansó de que en su casa  se utilizaban cocina, salón, pasillo y galería mientras donde Paqui y Celes sólo eran cocina y galería, dejando impoluto pasillo y salón.

Mi madre cuando todos os ibais, no sólo recogía platos y vasos; barría, fregaba, daba cera al piso y frotaba esa cera hasta quedar el suelo sin un solo rayón, como si hubiera pasado una cuadrilla de pulidores. Pero no era capaz de irse a la cama con su suelo en el estado que inevitablemente quedaba tras el paso de “la marabunta” infantil.

 Lo que no sé es cómo aguantaba el jaleazo para su pulido terrazo negro, recuerda que tenía unos “trapos” a la entrada y no caminaba por su pasillo: iba “patinando” con esos dos paños afelpados en los pies. No había ni un arañazo en el pasillo por el que transitábamos a diario cuatro convivientes y muchas visitas, que entonces se recibían visitas habitualmente. Sobre todo de gentes que llegaban del pueblo a las consultas médicas de especialistas en la “Residencia Sanitaria Onésimo Redondo”; muy próxima a nuestra casa que se convertía en “fonda” gratis para enfermos y acompañantes.

Raro era el día que comíamos sin la compañía de esas “visitas sorpresa” que llegaban sin avisar justo a la hora de comer. Nuestra mesa camilla parecía desplegarse: todos cabían, y si alguno quedaba ingresado, el acompañante se quedaba a dormir “donde Pacita” los días necesarios.

 Se me fue el recuerdo por otro camino. Ya ves, hablaba de rayones en el suelo y… pero ya continúo con mi carta para ti:

Con enorme ilusión supimos la llagada de tu hermano y tras esperar nueve meses a que naciera mi ahijado: el día que nació me comunicaron que la madrina sería tu tía Chus. ¿A quién le importó dejarme con cara de boba? ¡Total, no iban a quitarle el gusto a su tía Chus!

Otra vez me quedé con la amarga sensación, la pena, la impotencia. No tuve coj… valor de asistir a ese bautizo y otra vez fui acusada de rabiosa, de bruta… Adoré a ese precioso niño como si mi ahijado fuera, pero no, no lo era. No fueron mis brazos los que le llevarían a la Pila bautismal.

Ese niño adorado que me quiso tanto como yo a él. Ese niño inteligente, tranquilo, serio, adorable y estudioso que con cuatro años se proponía ser médico de mayor para curar a su padre. No pudo ver cumplidos sus sueños, ni el de ser médico, ni el de tener junto a él a su padre que se iba al cielo incierto de la gente buena a convertirse en estrella demasiado pronto.

Cuando tu padre se fue, vosotros cambiasteis de casa, yo ya estaba casada y era madre de la mayor de mis tres hijas. Todo había cambiado y nos veíamos muy poco, pero cuando el cariño es arraigado, no lo arranca la lejanía, aunque con el “vete a saber por qué” nos vemos muy poco.

 Y te vi vestida de novia, preciosa, torbellino, inquieta, adorable, enamorada y vi esa estrella llevándote al altar de su brazo y en el otro, Paqui. Guapísima como siempre. Disfrutamos intensamente de esa boda. Nadie faltó porque él estaba en cada uno de nosotros.

Te escribí un poema que ni me atreví a entregarte, pero si lo incluí en mi libro de poesías “Ramillete”, publicado en diciembre de 2006 y que ahora también tienes en tus manos.

 Julio 1995

HOY VOLVERÁS

 En un día tan importante no faltará tu cariño,

Hoy te han dejado volver para que seas el padrino.

Una partida forzosa te arrebató de su lado,

Aunque ella sabe que tú, nunca la has abandonado.

La dejaste muy pequeña pero ha sabido afrontar,

Con mucha fuerza la vida, y a su madre consolar.

Desde dónde estás ahora con cariño la vigilas,

Te has sentido muy feliz: Ana va a cambiar de vida.

Vas a estar muy orgulloso llevándola hasta el altar,

Escondiendo tu mirada porque no te vea llorar.

Como padre ilusionado vas a entregársela a Emilio

Disfrutarás de la boda llorando como un chiquillo.

Porque se casa tu niña, en mujer ya convertida.

Mentira te ha parecido verla de blanco vestida.

Luego al salir de la iglesia les darás tu bendición,

Llevarás del brazo a Paqui que llora con emoción.

Después todos muy felices vamos a brindar por ti,

Porque aunque no te veamos sabremos que estás ahí.

Volverás a tu morada y a tu balcón en el Cielo,

Ana y Emilio felices te llevan siempre con ellos.

 Para Ana Isabel en el día de su boda

 Y celebramos una gran fiesta del amor eterno, aunque la eternidad en el amor no es lo que dos quieren, si no lo que uno determina que se termina cuando el otro aún no se había ni planteado que eso podría suceder.

Dos hijos mi niña, madre de dos hijos grandes de alma, de corazón, de sentimientos que son tu luz, tu guía y tu consuelo en los momentos amargos.

El destino, puso entre las líneas escritas para ti a Raúl, un hombre que te quiere, te admira, te hace divertir y te da toda la felicidad que mereces mi preciosa muchachita de risa alegre, de carcajada estruendosa a la que quiero tanto como me quiere.

Seguiremos en nuestras vidas, cruzando a menudo nuestros caminos, no en forma táctil, pero suficientemente real, e intensa.

Ojala disfrutes de mi primera novela “El Marcapáginas”. Gracias a ella, pudimos pasar una preciosa mañana de charla, bajo los chopos y el calor de una ola insufrible; en la que logramos ese ratito tan esperado.

Qué bonita mi niña inquieta, mi torbellino adorable. De risa en los ojos tan intensa como intenso el cariño que emanas.

 Un día llegará, que tengamos el tiempo para saciar las ganas de charla, de confidencias… ¡¡Llegará!! ¡¡Llegará un día!!

Te quiero 

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