miércoles, 1 de julio de 2020

EL OLOR DE SAN BLAS Nº 1


EL OLOR DE SAN BLAS Nº1  26-06-2020

Hace una montonera de años en la calle San Blas Nº 1 había un edificio muy viejo al que hoy por arte de la magia de la memoria, me transportó allí en forma de olor.
Ese edificio de dos alturas, era propiedad de dos hermanas;  señoritas adineradas que en su vida no hicieron nada más que serlo.

En San Blas Nº 1 pasó mi madre gran parte de su juventud sirviendo como doncella a estas dos señoritas que nacieron solteras y murieron el día que dejaron de respirar, dejando tras de sí los bienes que heredaron, sin logros propios, ni legados vitales de amor verdadero.
Eran las clásicas señoritas bien de la época, de “señoritas tenían el título y más edad que la veleta la torre para poder ser denominadas señoras. Mujeres intransigentes, exigentes, obligadamente recatadas, enamoradas del amor y de algún médico o terrateniente al que ni ellas, ni sus caudales lograron enamorar al punto de hacerles partícipes de gozosos bríos en el tálamo de sus ardores no satisfechos.
Quizás su dinero de cuna pudo hacerlas vivir con las comodidades  y los lujos de los que hoy disfruta el más humilde jornalero, pero no disfrutaron la vida. Fueron tratadas con debido respeto, que no  merecido. Quizás nadie sintió por ellas ni un soplo de cariño verdadero. Vidas anodinas sin más huella que las de sus pisadas.
Si el recuerdo a los muertos les hace vivir, esta historia de mis recuerdos servirá para traerlas de vuelta mientras dure la lectura ya que nadie más lo hará.
Mundialmente conocidas como “Las Ustaquias”, porque la mayor de ellas se llamaba Eustaquia, la “jovieja” se llamaba Antonia. Conocidas graciosamente también en mi familia como “las pedorras”. Bien merecido y cariñoso “mote” por otra parte.

Mi madre, mujer de carácter muy fuerte, ya en su juventud destacó en el arte de cúchares, toreando con templanza y equilibrio a aquellas dos morlacas duras de roer que tuvo por jefas.
Además de su fuerte carácter, mi madre poseía un arte especial para el bordado y como buena muchacha de la época, bordaba las sábanas de su ajuar primorosamente, aunque hubiera de hacerlo a escondidas porque las “señoritas” sabían de su arte y tuvo que bordarles algún que otro juego de cama para poder encubrir el bordar las propias.
Las muy “agradables” señoritas, entraban a escondidas para ver qué hacían las criadas en sus horas libres de todo, excepto de aburrimiento. Mi madre tenía mejor oído que ellas cautela, escuchaba chirriar la puerta de vaivén y cambiaba su primorosísima labor,  que escondía bajo las faldas de la camilla, aparentado que todo el rato bordaba para ellas las sábanas de forma mucho menos exquisita, aunque igualmente impecable.
Viendo esas sábanas del juego de novia de mi madre, maravillosamente bordadas a filtiré con hilo de seda en dos tonos de gris y blanco, parece mentira que lo hiciera de forma tan lastimosa.
Dichas sábanas de novia tan sólo las utilizó tres veces en su vida: el día de su casorio con mi padre y tras los partos de mi hermano y mío, para recibir a las visitas que venían a conocer a las criaturas. Ni qué decir tiene, que por la noche dormía con otro juego mucho menos valioso. Aquellas sólo las ponía para recibir a las visitas de recién parida. Ahora las conserva con mucho cariño mi hija Laura que como nieta mayor las heredó amarillentas de propia mano de la autora del bordado y de mis días.

Cuando mi madre se casó, entró a trabajar en aquella casa mi tía Chus, joven más pacífica que mi madre (a poco), aprendió pronto a capear el carácter caprichoso de las dos señoritas ricas, ociosas, sin tele que las entretuviera, sin nada qué hacer en todo el día que no fuera suspirar por sus amores no sofocados, recibir visitas de cortesía de otras ricachonas con idéntica conversación lenta y anodina o ir a Misa y rezar el Santo Rosario en la misma salita todas las tardes a la mismita hora día tras día acompañadas por cojones de la servidumbre.
Mi madre y mi tía contaban jugosas historias de criadas y señoras, con la sorna y la ironía que dan los años transcurridos. Historias de desobediencias encubiertas, de mucho respeto a sus “amas” (qué horror denominarlas así), historias de la juventud que les tocó vivir, soportar y no disfrutar como hubieran merecido. Sacrificios que por haber nacido pobres, tenían que aguantar estoicamente, o aparentar aguantar con respeto, obedeciendo “en todo” para cobrar aquel mísero sueldo de la época en la que vivir como lo hicieron, “era lo lógico”.
He de contaros un secreto: una prima de mi madre entró a trabajar en aquella casa y creo que no duró ni un par de días. No soportó “La tiranía” opresora. A la exigencia de las señoritas, se unió la alterada sangre de la criada poco acostumbrada a cumplir órdenes educadamente. Ellas decían que el vaso tenía sombras y la muchacha regresó a la cocina para volver a lavarlo. Según ellas, el vaso seguía teniendo sombras, y la chica regresó a la cocina. No voy a decir qué agua utilizó ni con qué paño de algodón impoluto secó y dio brillo al vaso que por fin las señoritas estimaron perfectamente brillante para beber su agua. La criada se marchó a la cocina feliz por su gran hazaña para contar y las señoritas añosas ni imaginaron lo magníficamente servidas que quedaron. Eso sí, las tres se salieron con la suya, cada una con la de ella. Reconozco que muy posiblemente yo hubiera hecho lo mismo… que la doncella. Me pregunto cuántas también lo hicieron como pobre venganza a los tratos humillantes recibidos. Señoras, tomen nota por si acaso.

Os preguntaréis cómo puede un olor recordarme a una casa en el que trabajaron mi madre y mi tía Chus cuando yo aún no había nacido. Tiene su lógica. En aquel edificio, años más tarde, trabajó de portera mi querida y añorada tía Antonia y siempre que veníamos a Valladolid de compras o médicos, íbamos “a parar” allí. Lo de “ir a parar” era una expresión que se “estilaba” en Alaejos por aquel entonces. Ahora se diría: “nos alojábamos” en casa de mi tía.
La mayoría de las veces el viaje lo hacíamos en el día, pero hubo una ocasión que tuvimos que quedarnos creo que un par de días porque operaron a mi madre de juanetes y en vez de quedarnos a mi hermano y a mí con los abuelos en el pueblo, sólo le dejaron a él y yo a Valladolid… Todo un lujo para una niña pueblerina de apenas 6 años que venía ilusionada a “la capital”. ¡Menuda aventura!
Recuerdo que teníamos que madrugar para coger “El cochelinia”. Había una parada de varios minutos en Tordesillas, justo a mitad de camino. Un viaje de 60 kilómetros que ahora no nos lleva más de 40 minutos por la cómoda autovía, entonces duraba hora y media larga.
El viejo coche de línea paraba en la Plaza del Poniente. Recuerdo perfectamente mi sensación al ver el bullicio de la ciudad, los coches, los carromatos, furgonetas y camionetas ruidosas, transportando cajas  de madera llenas de frutas o ultramarinos. El olor de la capital, el ruido, tan diferente al que estaba acostumbrada.

El edificio que mis olores recordaron, ya era muy viejo y como dije, tenía yo apenas 6 años cuando ocurrió mi aventura.
Desde la plaza del Poniente no tardábamos en llegar a San Blas Nº 1. Aquel portalón de olor muy peculiar y que por más que lo intentara no podría plasmarlo en estos escritos (ni en otros). Tenía las baldosas granates con trazas blancas;  dos viviendas, una de ellas al fondo: la portería en la que trabajaba mi tía y una amplia escalera “acaracolada” con un gran hueco desde la que se veían los dos descansillos de los pisos superiores. Me encantaba subir y bajar aquellas escaleras señoriales con barandilla y pasamanos de madera torneada. Preciosa.
En la vivienda de la derecha residía doña Jesusa, una viuda sin hijos ni más descendencia que una sobrina.
Doña Jesusa fue doña por haber sido la mujer de un militar. Huraña,  amante del tabaco a escondidas, del “Habilitau” y de la mala leche con la que trataba a quienes creía seres inferiores a ella. Como buena viuda siempre vestía de negro y era respetada por el “doña” heredado, ni un sólo mérito más se le conoció.
La portería era un habitáculo minúsculo, poco más que un zulo con penetrante olor a humedad, que recibía la única ventilación  de un ventanuco por el cual la portera recibía las órdenes de los vecinos o los paquetes  y encargos que les llegaran y por una ventanita de una de las habitaciones que daba a un patio tenebroso.
Tenía una cocina minúscula y dos dormitorios en los que apenas cabían las camas. En la habitación de la ventana que daba al patio interior dormía mi primo. El patio era estrecho, lúgubre, oscuro, leñero-carbonera, no más grande que un suspiro, cuyos habitantes eran varias familias de gatos que allí comían, meaban, parían… el olor de aquel patio era nauseabundo, con lo cual la ventilación que daba a la casa era de todo menos salubre.
Con mi tía vivían su marido, un hombre orgulloso, prepotente, que conduciendo una Velosolex, creía conducir un Mercedes. Tenía la mirada irónica y mañas menos saludables que el olor de la vivienda. Su hijo mayor estudiaba interno y el pequeño: un niño unos meses más pequeño que yo, pero tan grandón que me sacaba una cabeza y medio cuerpo. Tan bobalicón y mimoso como grandón y tan inteligente académicamente como bobalicón de aspecto y actitudes.
Quizás lo mimoso le venía porque estuvo enfermo, cosa lógica viviendo en aquel antro maloliente.
Me enseñó a jugar al tute y a las cartas de familias. Yo casi siempre perdía, porque si ganaba, el otro lloraba, se enfadaba y me reñían a mí.
Acostumbrada como estaba a lo valiente y chicazo que era mi hermano que no lloraba ni aunque llegara a casa desollau, convivir con el niño mimoso me chocaba mucho. Era yo más chico que él.

En el primer piso de San Blas 1 vivía una familia “bien” de acaudalados parientes de “Las señoritas”. Ellas vivían en el segundo y último piso de este edificio que hoy ocupó mi recuerdo.
El olor de aquella casa “de ricas”, nunca lo he olvidado. “Las señoritas” eran como el gordo y el flaco: La señorita Ustaquia era una mujer grandona, parsimoniosa en los andares, prisa no tenía para nada e ir de un lugar a otro de la casa para dejarse caer de golpe en el sillón, era todo su trajín. Tan soltera y bruta como un mulo, transportaba su enorme culo a lo largo del corredor tan lentamente que ir detrás de ella por la casa  hacía que te caducara la mala leche. Hacía asquerosos ruiditos con la saliva disimulando eruptitos y soltaba algún que otro pedo de sorda que creía que los demás también lo éramos.
Su hermana, “La señorita” Antonia siempre fue enfermiza, sin patologías de importancia. Hipocondríaca por adinerada, muy escrupulosa, tan soltera como su hermana o más. Siempre vivió a su sombra. No parecía tener decisión propia ni para peinarse.
Me encantaba subir a aquella casa llena de secretos, de misterios, de lujos. Muebles con incrustaciones de nácar, grandes salones, galerías y habitaciones con orinal y palanganero propio y unas camas altísimas con colchones de lana y aspecto de muy mullidos.
Donde más me gustaba entrar y salir, era en la zona de las criadas y en la cocina a la que se accedía por una puerta de vaivén, buenísima para no tener necesidad de picaporte cuando entraban y salían cargadas con las soperas y fuentes de comida; esa comida de ricos que le daba el peculiar olor que tantas veces asoma a mi recuerdo.
Ojala recordara mejor los rincones de aquella casa tanto como recuerdo su olor. Me daría para escribir una novela de misterio, de amores y desamores y de pobres niñas ricas.
Las señoritas” lo eran porque en aquella España, las mujeres pudientes no dejaban de serlo hasta no pasar por el altar y a éstas dos, el altar lo veían cuando iban a misa, pero vestidas de negro sin luto ni alivio y sin ningún apuesto caballero que llevarse al catre de sus sueños.

Tranzado entre los recuerdos de aquella visita de un par de días a San Blas Nº 1, me llegó el de una pequeñita tienda que había a la vuelta de la esquina, en la Plaza del Rosarillo. Había que bajar unas escaleras y olía a fresas intensamente. Nunca jamás he vuelto a comer, ni a oler, fresas como aquellas.

Estas dos adineradas mujeres también tenían una enorme casa de verano en un pueblo muy cercano al mío y para mí era grande el día que íbamos a visitarlas. Viajábamos en el carro de mi abuela, único vehículo que teníamos al alcance de nuestras posibilidades, tan humilde como incómodo y a la vez ¡qué ilusión viajar en aquel carro!
La casa de verano de las Ustaquias también daría para una buena novela de misterio.  En el huerto tenía árboles frutales, pero nunca comí manzanas y moras tan exquisitas como aquellas.
Una vez me regaló la señorita Ustaquia  un muñeco “su” muñeco.
El muñeco con el que jugaban de niñas que tenía la cara de viejo, cabeza de china y cuerpo de cartón con los brazos y piernas móviles que aún conservo, aunque años después de que me lo regalara, un anticuario me ofreció un buen dinero por él y no quise venderlo.
 Cuando me casé, la señorita Antonia, única superviviente, puesto que la enfermiza sobrevivió unos años a la brutota, me regaló un reloj despertador dorado, muy elegante, de cuerda, que también conservo, y aunque funciona a la perfección no lo utilizo porque su tic-tac es más molesto que emotivo.
Toda la vida mantuvimos relación con “las Ustaquias”, con la debida distancia de clases sociales, pero las visitábamos de cuando en cuando.

¡¡En fin!! Vivencias y olores de otra época muy, muy lejana que vinieron a mi recuerdo como si ayer mismo hubiera estado allí.

La fisonomía de ese edificio, de esa pequeña tienda, hace muchos años que desparecieron, aunque yo tengo tan vivo ese recuerdo, que quise compartirlo para que siga vivo ese pedacito de “La capital” que habito y es cuna de mis hijas, de mis nietas y de mis sueños por cumplir.

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