VIAJE A EURODISNEY
del 6 al 11 de Julio 2018
Disney, un
mundo de fantasía creado para niños y que alimenta los sueños de quienes nunca
dejamos de serlo.
Una
promesa muy, pero que muy añeja, un deseo agazapado por no poder cumplirlo y de
pronto, una vez más, se vuelven las tornas y en vez de ser yo quien invite, soy
la invitada con todo lujo de sorpresas ocultas para que no me enterara de nada
hasta llegado el momento preciso.
Mi hija
Irene, preparó cada detalle; estudió minuciosamente el recorrido a realizar
para ejercer de anfitriona de forma tan precisa, que se convirtió para mí en
experta guía.
Sabía que
visitar Eurodisney iba a ser tan bonito como cansado (más o menos), para
alguien que como yo, el deporte no lo hago ni en sueños. Mis sueños son otros
muy diferentes y tan respetables como los que cada quien quiera tener.
También sabía que
el parque iba a gustarme mucho, lo que no sabía era que podía estar tantísimas
horas caminando bajo un sol de justicia, cuatro días seguidos, sin dolores de huesos,
pies ni músculos, sin apenas descansar
(que tiempo tendría para el relax y el descanso en otro viaje). Cuatro días
intensísimos donde no nos perdimos ni un solo instante de diversión, ni
desperdiciamos una sola migaja de ilusión. Habíamos esperado demasiado para
cumplir ese sueño, y no nos lo iba a estropear el hipotético cansancio.
La
felicidad completa no existe, y en esta ocasión, para serlo del todo, sólo nos
faltó la presencia física de Laura, Cecilia, Lucía y la pequeña Irene, a las
que echamos muchísimo de menos. (Los chicos –salvo David por ir con sus niñas-
no son “Disneyeros”, por eso allí no les echamos de menos). Sólo nos alivió
pensar, que si la aventura al fin se nos estaba cumpliendo a Irene y a mí, nada
nos impedirá volver con las otras cuatro
reinas de mi vida.
El viaje
hasta Madrid primero y hasta París después, transcurrió tranquilo. Aterrizamos
con el chupinazo del primer encierro de San Fermín. Fuimos cómodamente
instaladas en uno de los hoteles Disney y sin perder ni un segundo, a las diez
de la mañana abordamos el autobús que en cinco minutos nos dejaba en el mundo
fantástico.
Envuelto
en música, cada edificio, cada jardín, cada fuente, cada estatua, cada rincón y
cada escenario, es precioso. Cuidado hasta el mínimo en detalles y atenciones por el
personal del parque.
Inevitables
lágrimas de emoción al ver que de verdad estábamos allí, que era real, y que
mereció la pena la espera.
El gentío
era enorme ya desde tan temprana hora. Parecía que un tsunami humano iba a
inundar las pulcras calles. Ahí donde mirabas había ríos de gente con cara de
felicidad. Mayores convertidos en niños y niños convertidos en protagonistas de
su propia historia fantástica.
Mil
diferentes lenguas parlantes. Humanos procedentes de todos los rincones del
mundo. Un surtido enorme de tallas, formas, modelos, colores… Algunos disfrazados
de forma tan extravagante (friki) como indescriptible y respetable.
Los niños,
en ocasiones daban envidia, otras inspiraban ternura y otras muchas veces
lástima al ver cómo (criaturicas del Señor) exhaustos, que por su edad actual
sólo recordarán por foto y porque se lo cuenten que estuvieron allí, que un día
estuvieron en el maravilloso mundo Disney cumpliendo con la ilusión de los
padres y abuelos, que soportaron lloros y mocos sin que el nieto pudiera
disfrutar de tan magno momento ni de todo lo que veían por puro cansancio.
Otros en cambio, metidos en su papel, disfrazados de cuento se sentían cuento y
siempre recordarán la magia que vivieron junto a quienes más les quieren, y que
seguramente se han dejado tres o cuatro riñones reales para viajar al mundo de
fantasía.
Había que
hacer cola para cada atracción, algunas demasiado largas, pero todo a visitar
merecía la pena.
Era
curioso ver las filas de carritos de bebés, de sillitas de niños aparcados con
todos sus avíos sin vigilancia ninguna mientras disfrutaban sus dueños de las
atracciones a las que lógicamente, no se puede acceder con ellos.
Múltiples
y grandiosos restaurantes (también de cuento o de película), con comidas tan
variadas como la temática a la que estaban dedicados. Menús muy
ricos… (O no, depende del gusto, a nosotras nos encantaba todo).
Multitud
de tiendas preciosas por dentro y por fuera, donde dejarse otro par o tres
riñones para regresar llenos de regalos para quienes en esta ocasión se
quedaban en casa. Pocas sombras para guarecerse del calorón y pocos bancos
donde descansar o ver los precioso espectáculos de calle donde actuaban muchas
de las princesas con sus princeses, y muchos “dibujos animados” que cobraban
vida gracias a los humanos que se recuecen con los perfectos disfraces de piel
o pelo, ropa nada veraniega, pero que bailaban como si en verdad no les
molestara en absoluto vestir así. Su papel era dar vida al personaje, y se
dejaban la piel que hiciera falta en el intento. Todo con tal de que chicos y
grandes disfrutáramos viéndolos o soportando largas colas también esperando a
que nos firmaran un autógrafo y se fotografiaran simpáticamente con cada
visitante que quería hacerlo.
Había que
hacer cola, hasta para hacer cola… Pero no veías a nadie molesto por las
esperas, ni veías a nadie tratar de colarse, ni una voz más alta que otra
porque todos estábamos a lo mismo y en lo mismo. No he visto nunca tanto
civismo entre tanta y tan variada humanidad.
Si durante
el día veías llegar esas mareas humanas que dije, al llegar la tarde, miles nos
concentrábamos en la avenida por donde transcurría el desfile de las carrozas
infantiles. Enormes y muy coloridos carromatos musicales en movimiento que
portaban o eran escoltados bailando a pie por multitud de personajes que si el
propio Walt Disney viera, se descongelaba de la emoción al ver en lo que se ha
convertido su ingeniosa fantasía.
Tras el
desfile veías a tanta gente saliendo del parque, que pensabas que no quedaría
aire suficiente para continuar allí respirando, o que pocos se quedarían al
espectáculo de la noche.
No
recuerdo nada que no nos haya gustado de todo lo que hemos visto, incluso en
muchas ocasiones nos hemos emocionado hasta la lágrima por lo que veíamos sin
dejar de recordar a quienes ansiosas esperaban nuestras fotos al instante…
¡¡¡¡Bendito Whatsapp!!!!
A las 11
de la noche comenzaba el espectáculo de
luces, fuegos artificiales, música y efectos especiales con explosiones y proyección de imágenes en el castillo de Cenicienta. Más de dos
horas antes, el gentío se agolpaba frente a ese mítico castillo tan
representativo del parque Eurodisney para no perder detalle.
La inmensa
mayoría sentados en el suelo, como una alfombra tejida con cabezas, los
visitantes repartidos entre los mejores lugares que cada uno elegía (si podía)
o se conformaba con el hueco que hubiera si llegaban a última hora. Cuando al
fin comenzaba, en casi absoluto silencio
(salvo expresiones de incredulidad emocionada), contemplábamos extasiados de
principio a fin el grandioso espectáculo.
Tras la
traca final, una traca de aplausos y vítores emocionados, llenos de admiración al haber disfrutado de
uno de los mejores y más mágicos momentos de la visita; llegaba el de dejar el
parque hasta el día siguiente y entonces volvías a caminar entre ese tsunami de
“almas” (como diría mi abuela) que a paso “agudito” y como si de veras fuéramos
un río humano tras una tormenta y deshielo,
íbamos todos en dirección a la salida y autobuses que nos llevaban de
vuelta al hotel para descansar (nosotras, tras 22 horas en pie el primer día, y haber dormido tan sólo
3 horas el anterior, con viaje a Madrid incluído), y
seguir soñando con lo vivido y los que nos quedaba por vivir.
Así los
cuatro días que pasaron en un suspiro (pese al agotamiento… sin dolores por
parte de mi cuerpo no musculado).
Muchas anécdotas
recopilamos en nuestra memoria, y nunca olvidaremos lo tan bonito vivido, ni el
disgusto enorme al encontrarnos un niño de escasos tres años (aún llevaba
pañal), perdido y llorando entra la multitud de gente viendo la cabalgata de la
tarde.
El niño no
era español y no nos entendía, él, seguramente apenas hablaba su propio idioma,
pero dejó de llorar y se abrazó a mi cuello y escuchaba mis palabras
tranquilizadoras.
Uno de los
trabajadores del parque, al que por su parecido con nuestro amigo habíamos
rebautizado como “Josué”, había estado cerca de nosotras mucho rato vigilando,
pero en ese momento no estaba. Tardó un eterno minuto en volver a su puesto de
oteo ya con el desfile comenzado, y le
dijimos que el niño estaba perdido. Trató de hablar con él en varios idiomas,
pero el pequeño no quería soltarme. De pronto, una cara desencajada de mujer
que sin palabras decía la angustia que
estaba viviendo, pasó frente a nosotras mirando en todas las direcciones. Irene
llamó su atención y señaló al chiquitín. Al verlo, la madre lo tomó en sus
brazos y lo abrazó llorando. Sin más despedida, ni palabras de agradecimiento
(lógico porque su comprensible angustia sería más grande que su cortesía) desapareció
abrazando a su hijo y “Josué” nos agradeció la ayuda prestada para mantener al
niño tranquilo.
La última
mañana, disfrutamos sin colas de las atracciones que abrían para nosotros,
ocupantes de uno de los hoteles Disney, dos horas antes que para el público en
general, y tras despedirnos de la fantasía con ansias de volver con mis amores,
cogimos un tren y metro hasta los pies de la misma Torre Eiffel. Allí tomamos
un barco para realizar un paseo por el Sena contemplando los más emblemáticos
edificios parisinos.
Eran
muchas las ganas de vivir Eurodisney, de empaparnos con su magia, fantasía,
sueños, ilusiones, imaginación, colorido… Que el descansar, con tiempo a la
vuelta lo haremos soñando en volver de nuevo, esta vez todas juntas.
Disney, un
mundo aparte del mundo, en el que todo es como quieres imaginar y no como
realmente es.
Sentirse
de nuevo niña, en ese mundo que cuando en realidad lo fuiste, ni soñaste que
podría existir y mucho menos que un día podrías formar parte de él.
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