Cuando alguna persona a la
quiero o aprecio pierde un familiar o amigo insustituible, me gusta estar a su
lado. Si no puedo hacerlo físicamente, lo hago por cualquier otro medio a mi
alcance. Muchas veces mi abrazo llega en forma de carta o frase publicada o
privada. Otras a través del teléfono y si me es posible en persona.
Si la visita he de hacerla
al tanatorio, intento que mi presencia sea breve. Me quedo el tiempo preciso
al lado del doliente; el tiempo preciso para él más que para mí, y –si es caso-
espero en otro lugar discreto la llegada de otros familiares a los que también quiero
presentar mis respetos.
Lógicamente esas despedidas
definitivas son las horas más duras en la vida de un humano. Por experiencia sé
que necesitas sentirte arropado, querido o apreciado. Te confortan los abrazos,
las palabras de aliento que recibes. Hablar en positivo de la persona que acaba
de partir… Pero también necesitas espacio. Llorar si es tu desahogo o pensar
con un poco de silencio, entrando si lo precisas a solas en tu mundo en algunos
de los intensos momentos en que te toca sobrevivir.
Son muchas las personas que
quieren darte un abrazo, y a todas y cada una le agradeces su ánimo, su
presencia y sobretodo su silencio.
Lo que menos quieres en esos
momentos horribles es presidir una recepción multitudinaria, y por cortesía,
educación, respeto y “tradición”, lo haces poniendo la única sonrisa que te
queda y las últimas fuerzas que te sobran tras ver marchar para siempre a
alguien muy querido.
En mi caso, -y hablo siempre
en mi caso porque no soy la voz de nadie más que la mía- agradecí todas y cada
una de las muestras de afecto y cariño que recibí cuando más lo necesité, así como agradezco y agradeceré siempre a Tere, que se quedó con nosotros durante toda la última noche que pasé junto a mi padre.
Para todos mis amigos recalco afecto y cariño, que en nada tiene que ver con la cola interminable de personas que se acercaron en la iglesia a “dar la cabezada” por cumplir.
Para todos mis amigos recalco afecto y cariño, que en nada tiene que ver con la cola interminable de personas que se acercaron en la iglesia a “dar la cabezada” por cumplir.
En ocasiones los tanatorios
se convierten en casi discotecas a las que sólo les falta el cubata en la mano
y música, porque el gentío que habla a voz en grito abunda en demasía.
Se supone que han ido al
duelo a presentar respeto al finado a través de sus personas más allegadas, y
no piensan en absoluto en el agobio que los últimos pueden sentir con tal ruido
de voces y conversaciones cruzadas que quizás gustan en una peña, cuando los
ánimos no son el dolor profundo que hay en un tanatorio.
Demasiadas de esas personas
convierten el velatorio en un acto social y pasan horas y horas departiendo
alegremente, matando su propio tiempo con el del resto de asistentes, olvidando
que fueron a presentar respeto, no a pasar el día.
A otros incluso se les ven
las tijeras de sastre que utilizan para cortar trajes muy a medida a todo el
que asiste al recinto.
Un velatorio puede que sea
de alguna forma un acto social, pero no es una verbena.
Para despedir finalmente al cadáver,
hay que pasar sí o sí por uno de los últimos tragos amargos antes del último y
peor que es depositarlo en el cementerio. Me refiero al funeral o despedida en
la iglesia. Ahí es donde la “cabezada” cobra absoluto protagonismo.
La iglesia se llena de gente
y a la puerta espera mucha más. Otros van llegando a última hora y ni oyen
misa, ni falta que les hace.
Una vez terminada la
ceremonia, van pasando por delante de los dolientes a dar el pésame. Afortunadamente
se quitó hace años la costumbre de al pasar, besar o abrazar a los exhaustos
familiares con el impersonal “Te acompaño el sentimiento”. Más de una hora
recibiendo besos en los dos carrillos se me antoja más tortura que respeto.
Aunque el beso se quitó,
sigue existiendo la cabezada, y bien está que pasen a darla quienes no pudieron
acercarse al velatorio las veinticuatro horas previas, aunque lo horrible es la
costumbre de que pasen TODOS los asistentes, esperantes y llegantes; todos, aunque hayan pasado horas
con la tijera de sastre en el tanatorio.
En fin, sé que no conseguiré
que estas añejas costumbres se quiten tal como se quitó el velo para ir a misa
o el luto riguroso en la vestimenta cuando se nos va un ser querido. Sé que
quienes me llamaron “loca” por pensar así, volverán a llamármelo, aunque también
sé que en un rinconcito del corazón de un doliente, cuando en carne propia
sufra un duelo y aguante cientos de cabezadas, pensará: ¡¡“Qué razón tiene
Maisi”!!
Ojala también lo pensaran quienes
van por cumplir y no por respeto, cariño, en silencio y con educación.
3 comentarios:
Nunca soportaré esta gente que quizás con buena intención, es decir con la buena intención de "cumplir", no piensa en lo mal que lo pasan los otros.
Un abrazo guapa!!!
Muy buena entrada Marisa!
Tradiciones difíciles de cambiar.
Por eso en mis últimas voluntades he dicho que no quiero velatorio. Hale, todos para casa a descansar, que ya no necesito nada.
A mi me gustaría poder hacer esa reunión de y con todos mis amigos y familiares, pero estando viva y bien de salud. Que me digan si me quieren o qué hice mal, justo cuando aún tenga tiempo para rectificar y que en vez de abrazos con lágrimas por mi partida, sean risas y felicidad por seguir juntos.
Gracias por estar en mi vida Rosama!!!
Un abrazo
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