Ya casi en la recta final, aquí llega el capítulo séptimo de estos recuerdos que me estáis dejando compartir con vosotros.
Cuando el tiempo y mi madre me permitían salir a jugar con mis amigas, algunas veces íbamos al paseo del cementerio a patinar.
Yo, poco avispada en el arte del patinaje y miedosa desde pequeña de llegar a casa con un “siete” en la ropa o en las rodillas, jamás aprendí a patinar.
Si me decidía a ponerme los dos patines tenían que agarrarme entre dos y aun así más de una vez íbamos todas al suelo.
A mi me gustaba patinar con un solo pie y el otro apoyarlo firmemente en el suelo, pero a las dueñas de los patines no les hacía gracia esa idea porque podía estropearlos pero aun así algún ratillo me lo permitían.
No me quedaba otra que quedarme sentaba en el banco cuidando los abrigos mientras ellas patinaban.
Una tarde que no teníamos clase, habíamos quedado de acuerdo para decir en casa que sí la teníamos y así poder salir sin pedir permiso, es decir, quedamos para hacer “pellas” de casa, en vez de hacerlas de clase.
Dijimos que teníamos clase de ni se qué, pero que los profesores habían dicho que fuéramos sin uniforme.
Me arreglé con un pantalón gris y una americana heredada de mi hermano, azul marino cruzada, que me quedaba ancha de hombros y más bien adefésica, pero que yo me veía “tan mona”.
Cogí un libro y salí de casa confiada de haber logrado que me creyeran.
A los pocos minutos estuve a punto de volver a casa porque había olvidado mis anillos encima del lavabo, pero no lo hice.
Parece que mi padre sospechó de mi excesivo “aliño” para ir al instituto y decidió seguirme sin ser visto.
Siempre me arrepentí de no haber vuelto a por los anillos, porque seguro que al girarme habría visto a mi padre detrás de mí.
Éramos una buena “camarilla” jugando en un descampado que había por el poblado de ENDASA.
Naturalmente no puedo saber por qué, comenzamos una discusión Maribel y yo, tan fuerte, que nos dimos de bofetones y nos enganchamos del pelo.
Mi sorpresa fue grande cuando quien me separó de Maribel fue mi padre, que aun recuerda el episodio y sigue sin creer que lo que hacíamos era ir a clase sin tenerla.
El hombre ha mantenido toda su vida que me pilló “haciendo novillos”.
Aparte de muchos momentos vividos a su lado, de Chus y Maribel conservo el ultimo regalo que recibí de ellas en 1971 cuando cumplí 14 años. Un pequeño “diario” con tapas de piel y filo de oro guardado en la propia cajita en que me fue entregado junto con un álbum de fotos rojo pequeño para llevar siempre en el bolso las fotografías, a las que soy muy aficionada desde siempre.
Por el mucho uso, aquel álbum desapareció, pero no su recuerdo, ni las fotos que portaba de –sobre todo- las fiestas de Alaejos, de mi peña y mis amigos.
Aquel álbum era mi pequeño tesoro y lo llevaba a todas partes. Mis fotos siempre iban conmigo.
Yo, poco avispada en el arte del patinaje y miedosa desde pequeña de llegar a casa con un “siete” en la ropa o en las rodillas, jamás aprendí a patinar.
Si me decidía a ponerme los dos patines tenían que agarrarme entre dos y aun así más de una vez íbamos todas al suelo.
A mi me gustaba patinar con un solo pie y el otro apoyarlo firmemente en el suelo, pero a las dueñas de los patines no les hacía gracia esa idea porque podía estropearlos pero aun así algún ratillo me lo permitían.
No me quedaba otra que quedarme sentaba en el banco cuidando los abrigos mientras ellas patinaban.
Una tarde que no teníamos clase, habíamos quedado de acuerdo para decir en casa que sí la teníamos y así poder salir sin pedir permiso, es decir, quedamos para hacer “pellas” de casa, en vez de hacerlas de clase.
Dijimos que teníamos clase de ni se qué, pero que los profesores habían dicho que fuéramos sin uniforme.
Me arreglé con un pantalón gris y una americana heredada de mi hermano, azul marino cruzada, que me quedaba ancha de hombros y más bien adefésica, pero que yo me veía “tan mona”.
Cogí un libro y salí de casa confiada de haber logrado que me creyeran.
A los pocos minutos estuve a punto de volver a casa porque había olvidado mis anillos encima del lavabo, pero no lo hice.
Parece que mi padre sospechó de mi excesivo “aliño” para ir al instituto y decidió seguirme sin ser visto.
Siempre me arrepentí de no haber vuelto a por los anillos, porque seguro que al girarme habría visto a mi padre detrás de mí.
Éramos una buena “camarilla” jugando en un descampado que había por el poblado de ENDASA.
Naturalmente no puedo saber por qué, comenzamos una discusión Maribel y yo, tan fuerte, que nos dimos de bofetones y nos enganchamos del pelo.
Mi sorpresa fue grande cuando quien me separó de Maribel fue mi padre, que aun recuerda el episodio y sigue sin creer que lo que hacíamos era ir a clase sin tenerla.
El hombre ha mantenido toda su vida que me pilló “haciendo novillos”.
Aparte de muchos momentos vividos a su lado, de Chus y Maribel conservo el ultimo regalo que recibí de ellas en 1971 cuando cumplí 14 años. Un pequeño “diario” con tapas de piel y filo de oro guardado en la propia cajita en que me fue entregado junto con un álbum de fotos rojo pequeño para llevar siempre en el bolso las fotografías, a las que soy muy aficionada desde siempre.
Por el mucho uso, aquel álbum desapareció, pero no su recuerdo, ni las fotos que portaba de –sobre todo- las fiestas de Alaejos, de mi peña y mis amigos.
Aquel álbum era mi pequeño tesoro y lo llevaba a todas partes. Mis fotos siempre iban conmigo.
Con sólo 12 años, en 1969, mis padres consintieron en dejarme pertenecer a la peña de chicos y chicas que se formaba para las fiestas de “Nstra Señora de La Casita”, patrona de Alaejos.
Seguramente mis padres me dieron permiso porque mi único hermano; Toño, pertenecía a ella y me tendría siempre bien “vigilada”. Por mucho que nos contrariara a los dos. A él por tener que ser mi lazarillo y a mi por sentir siempre sus ojos en mi cogote, aun sabiendo que yo nunca haría nada malo ¡¡buena era yo!!
En aquella “Casita” de 1969, la peña se llamaba “El Capote” porque para adornarla, habían colgado un pequeño capote de torero propiedad de Rafa. Ese mismo año, después de las fiestas, Rafa –con escasos 15 años- murió en accidente de tráfico. Un recuerdo para ti Rafita.
Desde 1971 y hasta la actualidad, esta peña –a la que desde que conocí a mi marido no pertenezco- pasó a denominarse “Los Viudos”.
En 1970, invité a Chus a casa de mis abuelos para disfrutar juntas de las fiestas del pueblo, que se celebraron en Alaejos los días 7al 10 de Septiembre.
Aquellas fiestas fueron unas de las mejores que recuerdo. Quizás porque al año siguiente ya estaba trabajando y nunca –hasta que me casé- coincidieron mis vacaciones con “La Casita” o puede que las recuerde con tanto cariño porque después de tanto hablarle de ellas, Chus al fin iba a poder estar conmigo. Toño tuvo aquel año “doble ración de vigía”.
La verdad, nunca hizo falta el guarda, éramos unas niñas muy poco “libertinas” y sabíamos cuidar perfectamente de nuestra integridad física y lo de beber a lo bestia, estonces no era lo primordial como parece ser ahora, que en las peñas hay tal surtido de bebidas que parece el mas completo hipermercado, y no sólo en las peñas de adultos o de mayores, también en las de criaturas de la edad que yo tenía entonces.
En nuestra peña tan sólo se bebía limonada, tradicional por entonces en todas las peñas del pueblo y nosotras no éramos muy dadas al “deporte” de “empinar” el codo, que más bien lo utilizábamos para otra cosa… que nadie piense mal.
Los días antes de las fiestas los chicos se encargaban primero de buscar y alquilar una casa vieja para hacer la peña.
Se encargaban ilusionados de acarrear ramera para tapar el techo y las paredes más estropeadas.
Llevaban vigas y con ladrillos como “patas” formaban los bancos donde poder sentarse a descansar del bailoteo y los inocentes juegos tradicionales de entonces.
También cargaban con palos, plásticos y lo que podían, para formar un pequeño mostrador donde servir la limonada a miembros y visitantes. Luego para darle “intimidad” a la estancia y aspecto de “guateque”, pintaban las bombillas de verde para dar un carácter más “intimo” o más “cómplice”, para poder “meter mano”, que era lo único que metían –y poco-, aunque contaran mentiras más grandes que la torre, al referir sus “conquistas”.
Bien es verdad que algunas ya por entonces destacaban por su “ligereza de cascos” y bebían sin sed, pero eran las menos y las más… las menos habituales y las más frescas.
Nosotras por ser tan “recatadas” y “formalitas”, a lo más que llegamos era a bailar con los codos –ahora si- entre nuestro cuerpo y el del muchachito de nuestros amores.
Aun así, cada vez que alguien llamaba a la puerta, nos separábamos más si cabe, por si el que llegaba era Toño, que no pudiera dar de nosotras ningún parte de “mala conducta”.
La ramera no sólo adornaba la peña, además daba un peculiar perfume a la vieja y destartalada casa. Ocultaba el techo medio derruido que solían tener los locales; casas generalmente muy viejas y asequibles a los bolsillos de los chicos –las chicas entonces no pagábamos ninguna cuota- .
Ellos invitaban a las muchachas con la “sana intención” de ver que podían “pillar” además de para pasar tan buenos ratos jugando al “tío Maragato”, que con muchas variantes, sigue siendo tradición muy arraigada en mi querido pueblo.
¡¡Qué tiempos!! ¡¡Qué canciones y cantantes!!
Seguramente mis padres me dieron permiso porque mi único hermano; Toño, pertenecía a ella y me tendría siempre bien “vigilada”. Por mucho que nos contrariara a los dos. A él por tener que ser mi lazarillo y a mi por sentir siempre sus ojos en mi cogote, aun sabiendo que yo nunca haría nada malo ¡¡buena era yo!!
En aquella “Casita” de 1969, la peña se llamaba “El Capote” porque para adornarla, habían colgado un pequeño capote de torero propiedad de Rafa. Ese mismo año, después de las fiestas, Rafa –con escasos 15 años- murió en accidente de tráfico. Un recuerdo para ti Rafita.
Desde 1971 y hasta la actualidad, esta peña –a la que desde que conocí a mi marido no pertenezco- pasó a denominarse “Los Viudos”.
En 1970, invité a Chus a casa de mis abuelos para disfrutar juntas de las fiestas del pueblo, que se celebraron en Alaejos los días 7al 10 de Septiembre.
Aquellas fiestas fueron unas de las mejores que recuerdo. Quizás porque al año siguiente ya estaba trabajando y nunca –hasta que me casé- coincidieron mis vacaciones con “La Casita” o puede que las recuerde con tanto cariño porque después de tanto hablarle de ellas, Chus al fin iba a poder estar conmigo. Toño tuvo aquel año “doble ración de vigía”.
La verdad, nunca hizo falta el guarda, éramos unas niñas muy poco “libertinas” y sabíamos cuidar perfectamente de nuestra integridad física y lo de beber a lo bestia, estonces no era lo primordial como parece ser ahora, que en las peñas hay tal surtido de bebidas que parece el mas completo hipermercado, y no sólo en las peñas de adultos o de mayores, también en las de criaturas de la edad que yo tenía entonces.
En nuestra peña tan sólo se bebía limonada, tradicional por entonces en todas las peñas del pueblo y nosotras no éramos muy dadas al “deporte” de “empinar” el codo, que más bien lo utilizábamos para otra cosa… que nadie piense mal.
Los días antes de las fiestas los chicos se encargaban primero de buscar y alquilar una casa vieja para hacer la peña.
Se encargaban ilusionados de acarrear ramera para tapar el techo y las paredes más estropeadas.
Llevaban vigas y con ladrillos como “patas” formaban los bancos donde poder sentarse a descansar del bailoteo y los inocentes juegos tradicionales de entonces.
También cargaban con palos, plásticos y lo que podían, para formar un pequeño mostrador donde servir la limonada a miembros y visitantes. Luego para darle “intimidad” a la estancia y aspecto de “guateque”, pintaban las bombillas de verde para dar un carácter más “intimo” o más “cómplice”, para poder “meter mano”, que era lo único que metían –y poco-, aunque contaran mentiras más grandes que la torre, al referir sus “conquistas”.
Bien es verdad que algunas ya por entonces destacaban por su “ligereza de cascos” y bebían sin sed, pero eran las menos y las más… las menos habituales y las más frescas.
Nosotras por ser tan “recatadas” y “formalitas”, a lo más que llegamos era a bailar con los codos –ahora si- entre nuestro cuerpo y el del muchachito de nuestros amores.
Aun así, cada vez que alguien llamaba a la puerta, nos separábamos más si cabe, por si el que llegaba era Toño, que no pudiera dar de nosotras ningún parte de “mala conducta”.
La ramera no sólo adornaba la peña, además daba un peculiar perfume a la vieja y destartalada casa. Ocultaba el techo medio derruido que solían tener los locales; casas generalmente muy viejas y asequibles a los bolsillos de los chicos –las chicas entonces no pagábamos ninguna cuota- .
Ellos invitaban a las muchachas con la “sana intención” de ver que podían “pillar” además de para pasar tan buenos ratos jugando al “tío Maragato”, que con muchas variantes, sigue siendo tradición muy arraigada en mi querido pueblo.
¡¡Qué tiempos!! ¡¡Qué canciones y cantantes!!
Por entonces bailábamos con la música de “Palito Ortega” con su “La felicidad”, “los Diablos” con “Un rayo de sol”, también grupos como “Los Módulos” con su “Siento que ya llega la hora”, “Los Pasos”, “Los Brincos”... “El baúl de los Recuerdos” de “Karina” o el mítico “Formula V” y su “Cuéntame” tan popular actualmente por la serie del mismo titulo que tantos recuerdos evoca a “los niños” de mi generación.
La peña ¡¡¡que mayores éramos ya!!!
El próximo será el último, y ahora CONTINUARÁ...
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