Voy a evitar los prolegómenos para no alargar demasiado la crónica de los hechos acaecidos en el mes de Julio.
Aquel aciago y caluroso día, llegué a la estación de autobuses con tiempo justo para tomar un cómodo coche que me trasladaría hasta mi pueblo.
Cual no sería mi sorpresa cuando me encuentro con un viejo autobús casi destartalado. Maldije mi suerte por no haber llegado a tiempo de tomar el nuevo.
Subí a aquel maloliente asador con ruedas atestado de gente abanicándose. Ya dije que el calor era de justicia y el aire acondicionado no funcionaba.
Me felicité al encontrar un asiento vacío a la izquierda del vehículo, así al menos no me iría dando el sol todo el camino.
A mi izquierda quedó vacío el asiento, pero desgraciadamente no por mucho tiempo.
Una de las últimas personas en subir fue un deficiente mental, gordo y sudoroso que de golpe ocupó ese asiento libre y parte del que ocupaba yo, lanzándome contra el cristal y dejándome prisionera entre el autobús y su culazo para el resto del trayecto. Naturalmente la situación se agravaba notablemente en las curvas.
Ni qué decir tiene que lo de deficiente mental es simple aclaración. No me molestan las personas enfermas, pero los ojos de aquel, me hacían temer una reacción nerviosa por su parte y que pudiera darme un mal golpe.
Mi compañero de asiento se ve que tiene otras costumbres que no hacen daño físico, pero si dañan el olfato, ya que de vez en cuando me llegaba un desagradabilísimo tufo.
No pude en la media hora de viaje dejar de utilizar mi abanico. Unas veces por el calor y otras por hedor.
No veía momento de llegar a destino para liberarme de aquel suplicio.
Por fin a la hora prevista, llegamos y salí de mi encierro para hacer transbordo a otro vehículo en el que hacer el resto del viaje sin la “airosa” compañía que venía sufriendo.
Subí buscando –como siempre- asiento a la izquierda.
Lo encontré pero casi en la ultima fila. Me dio lo mismo, aunque prefiero la mitad del coche mejor que el final. Saqué mi libro y comencé a leer con ánimo de alivianar el viaje.
Poco antes de arrancar el vehículo, subieron varios hombres y una mujer de nacionalidad extranjera.
Por su aspecto desaliñado; que no harapiento, parecían temporeros. Hablaban con grandes voces en un idioma que no entiendo.
Se acomodaron en varios asientos cercanos al mío inundando el coche de un desagradable olor a sudor.
Aclaro que el ser extranjeros es –como en el caso anterior- simple dato aclaratorio.
No tengo nada en contra de las personas que vienen a España a ganarse la vida, pero si lo tengo en contra de la gente sucia y ese olor –extranjeros o no- no era del trabajo diario, lo era de varios días sin pasarse una pastilla de jabón cerca de su cuerpo.
¡Ojalá eso hubiera sido lo peor!
A poco de reemprender viaje, dos de aquellos hombres se pasaron a los asientos justo detrás del mío. Pronto uno de ellos – que llevaba en sus manos una pequeña bolsita de lona- abandonó el lugar y se colocó en el asiento, sito delante de mí.
El que quedó detrás comenzó a hacer unos extraños ruidos. No quise en ningún momento mirar atrás. Salir de allí para cambiar a otro de los asientos libres, con el coche en marcha me daba más miedo que quedarme. No quería enfadar con mi actitud a aquellas personas.
Seguí con el libro en la mano delante de mi cara pero sin poder coordinar en mi mente ni una sola de las frases escritas en él.
Seguía escuchando aquellos extraños sonidos. Unas veces parecía que lloraba, otras que gemía o hacía algún esfuerzo fisiológico.
De pronto comenzó a inspirar con tal fuerza que parecía pretender extraerse las uñas de los pies a través de la garganta. Después escupía; supongo que en el suelo, no creo que con aquella actitud fuera tan cuidadoso de llevar un clinex para dejar aquello.
Repitió varias veces la operación de “limpieza” sin dejar de gemir o lo que fuera que hacía.
Mi miedo e incertidumbre no cesaban. Seguía clavada a mi asiento sin poder moverme y los kilómetros parecían no terminar nunca para llegar por fin a mi destino.
Creo que en aquellos momentos hubiera preferido al muchacho gordito y flatulento cerca. Todo con tal de no tener aquel ser respirando cerca de mi cogote.
Por fin, poco antes del final de aquel infernal viaje, salió de su “escondite” y se acercó a sus compañeros. Parecía ebrio. Permanecía de pie en el pasillo hablando torpemente con los ojos rojos como ascuas encendidas hasta que uno de sus acompañantes le obligó a sentarse.
Nunca sentí tanto placer al ver aparecer en el horizonte las torres de mi pueblo.
Bajé de aquel infierno con aire acondicionado a encontrarme con el “reconfortante” sol abrasador.
Respiré con alivio; mucho más al ver que aquellas personas tomaban un camino totalmente opuesto al mío.
Conclusión: en mi vida me he arrepentido más de no tener carné de conducir.
3 comentarios:
¡Madre mía, Marisa que viaje!!!
He comprendido hasta el punto de encontrarme en el mismo autobús. No es la primera vez que he viajado en uno, y, desde luego, que siempre me he temido una compañía de ese tipo. Algunas veces me ha tocado, pero no tanto.
En fin, querida, te compadezco y admiro tu capacidad para contarlo, pues me veía allí, observando lo mal que lo pasabas...jeje...afectuosos saludos, y ya sabes, sácate el carné.
Pues fue mucho peor vivirlo que relatarlo te lo aseguro.
Con ganas me quedé de decirle al conductor que me apeara para ir caminando los 29 Kilómetros, aún a riesgo de achicharrarme la sesera. Todo mejor que aquel suplicio.
Un saludo.
Marisa
JAJAJAJAJAJ, me he reido mucho con este relato, Marisa!!!! es verdad que te he imaginado yo también alli, pasándolo tan mal.....vamos que me ponía en tu lugar y vamos.....
Yo hace años cogía el autobús interurbano para ir a trabajar a Cádiz capital y tengo muchas anécdotas también, pero ninguna se acerca a lo que has contado, nena!!!! jajajaja
Por cierto, ¿cómo es que no tienes carnét de conducir? normal que en esos casos te arrepientas de no tenerlo......es una de las mejores cosas que una mujer puede tener!!!
BESITOS!!!!
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