jueves, 20 de abril de 2017

40 AÑOS DE ESPERA… SEMANA SANTA EN SEVILLA



40 AÑOS DE ESPERA… SEMANA SANTA EN SEVILLA 
 16-04-2017

Para todos los que después del continuará… os quedasteis esperando, aquí está mi crónica de Semana Santa vivida intensamente en Sevilla.
Tras 40 años de espera volvió la oportunidad tan de improviso como la primera vez. En esta ocasión fue una conversación de sobremesa. Un recordar aquel viaje que os conté UN SECRETO, UNA PROMESA Y UNA SEMANA SANTA EN SEVILLA y la cabeza de mi Irene empezó a maquinar en silencio. Preparó todo, le comentó los planes a su papito buscando que él quisiera acompañarnos y con todo atado y bien atado me preguntó de sopetón: “¿Cómo te ves para ir a Sevilla en Semana Santa? Me sorprendió la pregunta pero pensé: “Si estoy bien para todo lo demás, lo estaré para viajar. ¡Claro que me veo bien! Aunque me parece una locura”.
Aquella misma noche cerró la reserva en el Hotel Macarena para los tres: ella, yo y su precioso coche. Jose esta vez no se animó a acompañarnos.
Ha sido un viaje relámpago. Dos días y casi 1200 Km ida y vuelta. Un viaje tan improvisado como mágico.

Amaneció el miércoles Santo. Irene trabajó su jornada de mañana. Al llegar a casa le esperaba una gran sorpresa: Laura había venido a comer con nosotros para desearnos buen viaje. Comimos algo ligerito y tras una ducha reparadora nos pusimos a bordo del precioso coche. Sin prisa y con las pausas oportunas rodamos felices e ilusionadas hacia Sevilla.
Pensamos que el tráfico podría ser muy intenso porque así lo anunciaba la tele, pero no; lo fue tan sólo hasta Tordesillas, y desde allí tranquilidad absoluta en la carretera, salvo un pequeño tramo en obras a la altura de Mérida, que apenas era de 3 kilómetros.
Antes habíamos paramos en la “Venta El Caldero”, lugar de referencia a la que llegamos casualmente la primera vez que viajamos a Cádiz y desde entonces siempre que bajamos al Sur, la parada es en ese citado lugar. La siguiente parada cortita la hicimos en la “Venta el Gato” en Fuente de Cantos. Y por fin, 7 horitas después de arrancar, cruzábamos el puente sevillano que nos condujo casi directamente al arco de La Macarena unos pocos metros a la derecha de nuestro hotel.

Tras acomodarnos en la habitación, tomamos un bocata que habíamos llevado para cenar intuyendo que podríamos no encontrar –o no querer buscar- algo abierto.
Nos supo a gloria el bocata y la rica torrija que nos preparó Cecilia. Tras la cenita, y con el  cansancio evaporado como si el viaje hubiera durado un cuarto de hora, bajamos para cruzar la calle e ir a mirar el horario de visitas a la Basílica de La Macarena. 22 grados abrileños adornaban la estrellada y tranquila noche hispalense.

A las dos de la mañana tomábamos al fin posesión de la cama para descansar y soñar lo bonitos que necesariamente tendrían que ser los dos días que nos esperaban. No nos equivocamos nadita.
Al amanecer el Jueves Santo, vimos desde la ventana la gran fila de gente esperando entrar a ver a la Virgen. Nada que nos sorprendiera.
Desayunamos tan ricamente y cruzamos bien preparadas de ropa ligera y sobretodo zapato cómodo, para hacer cola en la fila que afortunadamente iba rapidito. No tardamos mucho en entrar y ver el trono de “El Señor de La Sentencia” preparado para su paseo nocturno y  presidiendo el templo también en su trono procesional la imagen de la Virgen Macarena. Imposible no emocionarse al verla porque como ya dije alguna otra vez, ante ella vi llorar a mi padre, y eso seguramente me hace sentir lo que siento y que no puedo explicar. Quizás saberle ateo, me hace pensar que algo importante ha de ser lo que él sentía al mirarla. En cambio como mi madre era devota absoluta de toda la corte celestial, no me hace erizar el vello por ninguno de los santos en concreto porque eran demasiados a los que rezaba y elevaba a diario toda clase de preces. Si no se me entiende lo que quiero decir, se me puede preguntar en privado para no hacer demasiado larga la explicación escrita aquí.

Para lo que no tengo explicación lógica, es para lo que paso a explicar literalmente: Quien me conoce sabe que escondo dolores y malestares a los ojos de todos porque decir lo que me duele y la intensidad de dolor, ni me lo alivia, ni me apetece contarlo.

Mi temor secreto al saber de este largo viaje, fue no poder aguantar las caminatas y horas de espera para ver las procesiones que de la mano de mi hija pequeña iba a vivir en Sevilla.
Pronto pude comprobar, que “cuando la mente se empeña, el cuerpo puede” con todo o casi.
Tras la emotiva visita a la Macarena, emprendimos camino a pie por el adoquinado –nada cómodo en verdad- que nos llevaba al centro de la ciudad cuajado de gente, de sol, calor,  aroma inigualable a primavera, y paseado por lo que en mi tierra denominamos “Manolas” y en Andalucía son  “Mujeres de Mantilla”; la mayoría lucían tipo –o tipazo- y hermosas mantillas de encaje, paseando Sevilla majestuosas, haciendo equilibrios por el adoquinado con sus tacones de vértigo. Mostraban sonrisa y guapura –la que podía- mientras sus pies hacían estación de penitencia en cada zancada.
En nuestro paseo también nos cruzamos con muchos penitentes (capuchones o cofrades, en mi tierra) caminando de un lado a otro en busca de su iglesia –o lo que quiera que buscaran- bajo un sol de justicia, pero siempre con sus capirotes  abrigándoles la sesera y la cara que debían llevar desdibujada bajo el terciopelo forrado y el calorón sevillano. Es su tradición. La nuestra es que el capirote, o capuchón,  se lo colocan unicamnete para procesionar y no para desplazarse de casa a la iglesia, aunque algunos sí lleven su túnica y capa en trayectos cortos.

Ya en el centro nos fotografiamos bajo la enorme “seta”, cerrada al público, intuyo para evitar que se abarrote de gente durante las procesiones.
Compramos algunos recuerdos en contacto permanente por mensaje con mis hijas de mi alma que de esa forma vivían a nuestro lado todo lo que en persona no nos eras posible compartir. Siempre una piña todas juntas de la forma que podemos.
 Como suele ser costumbre, también nos fotografiamos a los pies de la Giralda y cuando nos pareció, buscamos dónde comer o simplemente picotear algo sentadas –a ser posible- cómodamente contemplando Sevilla y sus gentes. No fue tarea fácil. Cuando el sitio nos gustaba, estaba atestau de gente y los que estaban vacíos, por algo sería.
Casi sin darnos cuenta, buscando buscando, llegamos a nuestro punto de inicio: La Basílica y frente a ella, al otro lado de la Calle Resolana, el bar Plata que nos ofreció silla y mesa libre y apetecible variedad de comida.
No habíamos parado en toda la mañana y mi cuerpo de hierro fundido (por lo pesado) aguantaba estoicamente y sin rechistar, lo que mi mente ordenaba.
Una vez dada buena cuenta de la comanda, nos fuimos al hotel, donde llegué lógicamente cansada. No me había dado cuenta de hasta qué punto mis pies se habían fundido con los adoquines convirtiéndose en dos de ellos.
Los refresqué, me desmaquillé y me enfundé el camisón con la intención de pegarle una paliza mortal a mi cama; una “siesta de pijama y orinal” en toda la regla, para poder descansar buena parte de la tarde y así aguantar buena parte de “La Madrugá”.
Apenas había colocado la cabeza en la almohada blandita y esponjosa cuando recibí un mensaje de mi buen amigo Juanma diciendo que donde él estaba, había sitio suficiente para poder ver la procesión de la exaltación que en menos de media hora pasaría por allí. También me dijo que teníamos unos diez minutos caminando a buen paso desde el hotel.
Sin volver a maquillarme,  y juro que sin atisbo de cansancio, nos vestimos rápidamente y casi volando sobre los adoquines horneados, llegamos a la Calle Gerona justo en el momento en que el extraordinario paso de la Exaltación hacía una parada y cambio de costaleros.
Es verdaderamente impresionante ver tan de cerca una levantada “chicotá”; escuchado la fuerza que “Todos por igual valientes” hacían los hombres bajo el paso para levantar los más de mil kilos que suele pesar un trono. Todo ello unido al atronador sonido que la banda de música interpretaba prisionero entre las paredes de la estrecha calle. Me pareció mágico y muy conmovedor.
La calle estaba atestada de gente y nuestra educación castellana no nos permitía cruzarla mientras una procesión camina en silencio, por eso, y sin conocer el lugar al que nos teníamos que dirigir, buscamos otra calle por la que llegar al encuentro con Juanma porque teníamos verdaderas ganas de saludarlo a él y a su preciosa familia. Pero todas las calles por las que podíamos ir estaban igual de llenas y otra vez llegaba a nuestro lado el paso de “La Exaltación”.
Con gran pena por no poder ver a nuestros amigos, pero felices por la sensación que gracias a su mensaje habíamos vivido inesperadamente en aquella procesión, volvimos sobre nuestros pasos.
En el mismo arco de la Basílica, vimos una bebé de 6 meses vestida de Manola, con su mantilla de encaje sujeta a la cabecita por una diadema. Preciosa la niña y muy amable la madre a la que pedí permiso para fotografiar a su hija y ella con una gran amabilidad, no sólo aceptó, sino que además puso a la bebé en mis brazos para que en la foto también se plasmara mi sonrisa de abuela babosa.
Enseguida llegamos al hotel, al pijama, la cama y la siesta tardía pero muy muy necesaria. Nos esperaba una intensa noche; una compacta mañana de procesión y una carretera con muchos kilómetros por delante hasta volver a poner mis –en ese momento doloridísimos pies… huesos, y hasta la punta del pelo-, de nuevo en casita.
No dormí, pero sí pude descansar y mirar varias veces por la ventana para ver a “Los Armaos” que se pasaron la tarde haciendo guardia por los alrededores del hotel (creo que iban al hospital cercano), pero estuvieron desde las 6 de la tarde (más o menos) y dieron varias vueltas. ¡¡Vaya tela!! “Sólo” les quedaba marchar a paso de ceremonia hasta la recogida del día siguiente a las dos de la tarde. Eso sí es una larga y dura estación de penitencia.

Tras la ducha y el “guapeo” bajamos a buscar donde cenar y pronto encontramos un camarero dicharachero que nos abordó en la calle ofreciéndonos tal cantidad de surtido, que casi nos quitó el hambre. En el sitio,  entre el humor y la camaradería de los empleados fuimos servidas y nos hicieron reír agusto, sin interferir ni ellos en nostras, ni nosotras en ellos, sólo de escucharles trabajar entre gracejos, cenamos tan ricamente y enseguida fuimos a buscar un buen sitio en la calle para esperar la procesión.
Los 20 grados acompañados de viento fuertecito, nos hicieron sacar chaquetas un poquito más gruesas al personal.
Enseguida encontramos dónde poner mi banqueta plegable; un poco por delante del escaparate donde habíamos comido a medio día. Eran las diez de la noche y pronto la calle se fue llenando de gente aunque aún faltaban dos horitas para el comienzo. La espera no se me hizo larga… aunque parezca increíble.
Esas dos horas después de llegar, a las 12 en punto, se abrieron las puertas de la Basílica que teníamos a unos pocos metros frente a nosotras Así daba comienzo  “La Madrugá” y emprendieron su marcha los primeros “capuchones”, aunque en Sevilla –o al menos en esa procesión- son  denominados “Nazarenos”.
Estaba ilusionada como una niña pequeña. ¡Tantos años esperando! Y por fin, después de 40, estaba en Sevilla participando  de su Semana Santa, en esta ocasión con más conocimiento de ella que la vez anterior.
Casi a la 1 de la madrugada salía del templo el trono con “El Señor de La Sentencia” y con él, el silencio casi total del gentío y las primeras saetas cantadas a pulmón desde uno de los balcones del atrio, con tanta fuerza que hasta nosotras llegaba la voz desgarrada de la saetera mecida por las plumas del casco de “los Armaos”.
Cuando el trono detuvo su peregrinar frente a nosotras y pude vivir tan cerca la “Chicotá”, se me pusieron los vellos de punta igual que se me ponían al ver pasar el Nazareno de Alaejos con mi hermano en uno de los varales marcando el paso llevándolo a hombros mecido con devoción renovada año tras año hasta que su enfermedad le impidió también realizar esa ilusión fomentada desde que era un niño por nuestro abuelo Ruperto.
Pasado ese momento de recuerdos y nostalgia, viendo alejarse la imagen de la Sentencia, vuelta a ocupar mi banquetita; a esperar el gran momento vigilada muy de cerca por mi niña, pendiente en todo instante de mis emociones y mi cansancio, que milagrosamente seguía sin hacer aparición, o se camuflaba perfectamente y no lo apreciaba.
Tras más de cuatro horas de espera, por fin cruzó la puerta de su casa la imagen de la Virgen Macarena. Una única estrella se podía ver luciendo en el Cielo, justo sobre la cruz del templo ¡¡Ya estábamos todos!!
Uno no elige con qué emocionarse, ni está obligado a hacerlo únicamente con las tradiciones de su terruño; y afortunadamente, porque nos perderíamos momentos mágicos como los que viví lejos de la tierra que me vio nacer y en la que como bien dice el dicho popular “no soy profeta”.

Con la Virgen en el atrio o cruzando el arco, otra vez las sentidas saetas rasgaban el silencio de la noche en ese rincón lleno de magia, y otra vez el trono de la Macarena se paraba a nuestro lado. Me sentí tan feliz y emocionada como cuando escucho la campanilla de la ermita de la Casita mientras la Virgen  da la vuelta en procesión al son de charambita y tamboril, con los bailarines danzando delante de ella y al frente de todos ellos siempre, siempre veo a mi padre bailando a su patrona tan emocionado como nunca; tan fuerte y vigoroso como lo vi por primera vez en mi vida. Así me sentía en Sevilla mirando tan de cerca a su Virgen Macarena.
Cuando la procesión continuaba en larga noche, nosotras nos fuimos a descansar. Irene estaba muy cansada porque en ningún momento quiso que le prestara mi banqueta aunque fuera por un ratito y habían sido más de cuatro horas a pie quieto, pero estaba tan feliz de haber hecho que se cumpliera mi sueño, que para ella el cansancio era lo de menos.
Tras una noche reparadora, desperté pletórica. Puse la televisión y comencé a escuchar que la magia de la “Madrugá” se había roto por culpa de varios individuos que sin sentido provocaron el pánico en diferentes puntos del recorrido de las hermandades. Hablaban de varias estampidas, de gente hospitalizada, de instrumentos rotos o desaparecidos, en definitiva, una noche maravillosa, esperada por miles de sevillanos –y visitantes-; una noche de rezos y sones de bandas, de silencio y recogimiento para los más devotos y de fiesta sacra para muchos; en un año en que la lluvia no había deslucido ni una sola de las procesiones programadas, la noche más importante en Sevilla se vio truncada por el capricho de un puñado de niñatos haciendo ruido con palos metálicos que podrían perfectamente simular disparos, que tuvieron su momento de dudosa gloria, y que no tendrán justo castigo por provocar lo que pudo haber sido una gran tragedia.
Los cofrades, penitentes y todos los que ponen su granito de arena para que Sevilla brille durante su Santa Semana, no merecían un final así. Ojala no volviera a repetirse.

Nosotras, sin miedo a volver a rodearnos de gentío, continuamos con nuestros planes: recogimos el equipaje y con todo listo bajamos a desayunar y de nuevo al mismo sitio de la noche anterior a esperar el regreso de la procesión, con la enorme suerte de tener el sol a buen recaudo tras un cielo encapotado. Tan sólo con la llegada de "La Sentencia", las nubes se apartaron y el sol hizo de las suyas en nuestra cara durante mucho más de una horita.
Casi a las tres de la tarde, tras tantas emociones, abordábamos de nuevo el coche y emprendíamos el camino de regreso a Valladolid, no sin antes hacer una cortísima visita al inconcluso real de la feria, en preparativos ya para comenzar a recibir el gentío, los trajes de volantes, y en definitiva, todo lo que me encantaría volver a ver, pero eso no es tan fácil, ni ya es promesa, ni sueño, porque ya lo cumplí hace años; aunque no de la forma en que otra vez se me truncó y preferí olvidar, porque a lo que no tiene remedio no hay que darle importancia.

He viajado tan agusto, he regresado a mi casa tan plenamente feliz por haber podido disfrutar de todo lo que pretendí; por haber sentido el milagro de no tener dolores ni durante el viaje, ni en los paseos, ni mucho menos durante las largas horas viviendo las procesiones, –o si los tenía estaban escondidos- que estoy pensando en comprarme un asiento del coche de mi niña para ver la tele en mi salón.

Comprendo que la crónica es larga y sólo llegarán al final de ella aquellos a los que les haya interesado aunque fuera un poquito. Lo siento por la extensión, pero no sé plasmar en menos líneas sin mutilar la crónica, toda la magia e intensa ilusión que guardaré eternamente en mi corazón y en mi retina.
Gracias infinitas a mi hija Irene que puso su empeño y deseo de llevarme a cumplir este sueño cuarenta años aparcado y tuvimos la suerte de compartir sin ella tener en cuenta el montón de kilómetros al volante. Mi niña sacó la fuerza propia y la de Pablo que se la cedió entera al nacer para hacerme feliz cuando llegó a mi vida por bendita sorpresa.

2 comentarios:

María dijo...

¡Cómo me alegro que hayas disfrutado tanto!
El año que viene otra vez, así hasta que te hagan hermana de la macarena.
Besos y abrazos ateos.

Marisa Pérez Muñoz dijo...

Pues eso querida mía. Ha sido precioso, muy emocionante y casi perfecto...

Miles de abrazos chipionera bonita!!! y otros miles tu Manuel

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