jueves, 18 de febrero de 2016

LAS MULAS ROCIERAS




LAS MULAS ROCIERAS 18-02-2016

Me había propuesto no volver a escribir sobre este tema que como otros muchos, no me va ni me viene en el sentido de que no me atañe personalmente, ni toca mis tradiciones, pero la noche de la final del concurso carnavalero que adoro, un Remolino de sensaciones hizo que se me revolvieran las tripas mucho más allá de la gastroenteritis aguda que estaba padeciendo.
Un pasodoble que me indignó en su remate llamando asesinos a los humanos a los que deseaba toda suerte de animaladas.
No se puede atacar de forma tan inhumana para defender ciegamente a un único animal, cuando de la misma raza mueren cientos al año de forma mucho más brutal; ni se puede desear que muera el humano que alancea, cuando miles de animales corren peor suerte, no para morir, si no para continuar viviendo hasta morir de viejos sin que nadie sepa en qué forma sus dueños se deshacen de ellos cuando ya no les sirven para su explotación.

El pasado Marzo de 2015 visité la aldea del Rocío. Era algo que me hacía mucha ilusión y que disfruté, porque sin ser de mi pueblo, ni de mi ciudad, ni de mi región, me caló hondo cuando aprendí a bailar sevillanas allá por el neolítico, y pude sentir todo el amor que se vierte en las rocieras.

Mi excursión al Rocío incluía un paseo en carreta alrededor de la arenosa aldea, y tras la visita a la ermita y foto ante la Virgen, tras la compra del precioso traje de flamenca para Lucía, nos encaminamos a las susodichas carretas que rellenamos con nuestros orondos y arrugados culos y sus correspondientes piernas, brazos, barrigas y cabezas (quien la llevara).
Nos “acomodamos” en el típico carruaje tirado por dos viejas mulas y fuimos paseados por las calles sin asfalto ni piedra, todo arena bien mullidita y polvorienta que no molestaba porque agradan tanto las cosas que se hacen con ilusión, que  hasta espantarnos las moscas nos la hacía.
A lomos de aquellos  carretones en hilera dimos bandazos batiendo cabezas, espetera y risas porque estando agusto de cualquier cosa se saca cachondeo sano. Hicimos fotos a las casas de hermandad y jolgorio del famoso durante un buen y entretenido rato.
Si alguna de las carretas se atrancaba en la arena, no pasaba nada, el carrero tan quemado por el sol como la piel de un "torresno", arreaba fuerte a “las bestias” con los látigos o bridas en el dolorido lomo y los animales con ganas de soltarse las riendas y ponérselas al humano para decirle “¡¡Tira tú si tienes cojones!!”  Sacaban fuerzas del famélico cuerpo, y desentoñaban las ruedas entre los aplausos de los arriba ocupantes.
Otro carro, tirado por otros caballos mucho más potentes, también se atrancó, pero sus ocupantes se bajaron a empujar para no dañar un ápice a los valiosos jamelgos. (Fijaos en la foto de cabecera).
De pronto me fijé en las mulas que tiraban del carro que nos seguía a pocos centímetros… ¿Desde cuándo no entran estas mulitas en una zapatería? ¿Cuándo le hicieron la ultima manicura? Las herraduras son finas como cuchillos, y tan escasas, que de la pezuña le quedaba menos de la mitad. Poco faltaba para que los animalitos caminaran sobre sus muñones.
Tenían las patas tan flacas que, como diría mi padre, eran cordeles colgando del culo y el resto del cuerpo cubierto con un salitre blanquecino que dejaba patente que el sudor de su esfuerzo no se quitaba con duchita relajante tras la durísima jornada.
Miré la cara con goterones de sudor del pobre animal escuálido y hambriento, porque con tanto trabajo seguramente no tenía tiempo de parar para la hora del bocata; sólo le faltaba toser atragantado por el polvo del camino marismeño. Tenía la mirada triste, con pinta de en cualquier momento ir a entregar el alma a la Virgen de sus sudores y sin poder decirle (nuevamente al humano) “¡¡Dame un buchito de agua por tus muertos!!”.
Y era Marzo, que esas arenas mosquitosas de preciosa foto y polvo tan espeso como la niebla de mi pueblo, no me las quiero ni imaginar en los meses de mayo, junio, julio, agosto, septiembre… Seguramente de calor torrante y asfixiantes visitas con ganas –como yo- de hacer el mágico recorrido.

Nuestro paseo duró una hora, y ni era el primero para los animalitos de los muchos carros, ni mucho menos iba a ser el último… Así un día y otro día, seguramente todos los del año tras año y tras año hasta su muerte.
No vi hordas de gente arrancándose las rastas en señal de protesta. Ni vi filas bien formadas de animalistas rompiendo tamboriles en honor de aquellas pobres criaturas cuadrúpedas. A nadie vi comiéndose la arena para que las mulitas tuvieran más liviano el hacer rodar los carros. Nadie se manifestaba ruidosamente para quitar de la boca el pan al carretero que con tanto trabajo como las mulas que guiaba, y tantas veces recorrido el mismo sendero, sabía hasta la cantidad de granos de arena que caben en cada rodada… Nada, aquellas mulas nacieron para morir agotadas de trabajo y sin cobrar una digna jubilación por él, sin que un alma caritativa se acuerde nunca de ellos... Ah sí, aquí queda mi homenaje y reconocimiento a ellos, yo, precisamente yo, que tengo fama de que “no  me gustan” los animales por la insignificancia de que no los tengo porque los temo y porque seguramente los respeto mucho más que muchos… y muchas de mi género humano.

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