jueves, 20 de abril de 2017

40 AÑOS DE ESPERA… SEMANA SANTA EN SEVILLA



40 AÑOS DE ESPERA… SEMANA SANTA EN SEVILLA 
 16-04-2017

Para todos los que después del continuará… os quedasteis esperando, aquí está mi crónica de Semana Santa vivida intensamente en Sevilla.
Tras 40 años de espera volvió la oportunidad tan de improviso como la primera vez. En esta ocasión fue una conversación de sobremesa. Un recordar aquel viaje que os conté UN SECRETO, UNA PROMESA Y UNA SEMANA SANTA EN SEVILLA y la cabeza de mi Irene empezó a maquinar en silencio. Preparó todo, le comentó los planes a su papito buscando que él quisiera acompañarnos y con todo atado y bien atado me preguntó de sopetón: “¿Cómo te ves para ir a Sevilla en Semana Santa? Me sorprendió la pregunta pero pensé: “Si estoy bien para todo lo demás, lo estaré para viajar. ¡Claro que me veo bien! Aunque me parece una locura”.
Aquella misma noche cerró la reserva en el Hotel Macarena para los tres: ella, yo y su precioso coche. Jose esta vez no se animó a acompañarnos.
Ha sido un viaje relámpago. Dos días y casi 1200 Km ida y vuelta. Un viaje tan improvisado como mágico.

Amaneció el miércoles Santo. Irene trabajó su jornada de mañana. Al llegar a casa le esperaba una gran sorpresa: Laura había venido a comer con nosotros para desearnos buen viaje. Comimos algo ligerito y tras una ducha reparadora nos pusimos a bordo del precioso coche. Sin prisa y con las pausas oportunas rodamos felices e ilusionadas hacia Sevilla.
Pensamos que el tráfico podría ser muy intenso porque así lo anunciaba la tele, pero no; lo fue tan sólo hasta Tordesillas, y desde allí tranquilidad absoluta en la carretera, salvo un pequeño tramo en obras a la altura de Mérida, que apenas era de 3 kilómetros.
Antes habíamos paramos en la “Venta El Caldero”, lugar de referencia a la que llegamos casualmente la primera vez que viajamos a Cádiz y desde entonces siempre que bajamos al Sur, la parada es en ese citado lugar. La siguiente parada cortita la hicimos en la “Venta el Gato” en Fuente de Cantos. Y por fin, 7 horitas después de arrancar, cruzábamos el puente sevillano que nos condujo casi directamente al arco de La Macarena unos pocos metros a la derecha de nuestro hotel.

Tras acomodarnos en la habitación, tomamos un bocata que habíamos llevado para cenar intuyendo que podríamos no encontrar –o no querer buscar- algo abierto.
Nos supo a gloria el bocata y la rica torrija que nos preparó Cecilia. Tras la cenita, y con el  cansancio evaporado como si el viaje hubiera durado un cuarto de hora, bajamos para cruzar la calle e ir a mirar el horario de visitas a la Basílica de La Macarena. 22 grados abrileños adornaban la estrellada y tranquila noche hispalense.

A las dos de la mañana tomábamos al fin posesión de la cama para descansar y soñar lo bonitos que necesariamente tendrían que ser los dos días que nos esperaban. No nos equivocamos nadita.
Al amanecer el Jueves Santo, vimos desde la ventana la gran fila de gente esperando entrar a ver a la Virgen. Nada que nos sorprendiera.
Desayunamos tan ricamente y cruzamos bien preparadas de ropa ligera y sobretodo zapato cómodo, para hacer cola en la fila que afortunadamente iba rapidito. No tardamos mucho en entrar y ver el trono de “El Señor de La Sentencia” preparado para su paseo nocturno y  presidiendo el templo también en su trono procesional la imagen de la Virgen Macarena. Imposible no emocionarse al verla porque como ya dije alguna otra vez, ante ella vi llorar a mi padre, y eso seguramente me hace sentir lo que siento y que no puedo explicar. Quizás saberle ateo, me hace pensar que algo importante ha de ser lo que él sentía al mirarla. En cambio como mi madre era devota absoluta de toda la corte celestial, no me hace erizar el vello por ninguno de los santos en concreto porque eran demasiados a los que rezaba y elevaba a diario toda clase de preces. Si no se me entiende lo que quiero decir, se me puede preguntar en privado para no hacer demasiado larga la explicación escrita aquí.

Para lo que no tengo explicación lógica, es para lo que paso a explicar literalmente: Quien me conoce sabe que escondo dolores y malestares a los ojos de todos porque decir lo que me duele y la intensidad de dolor, ni me lo alivia, ni me apetece contarlo.

Mi temor secreto al saber de este largo viaje, fue no poder aguantar las caminatas y horas de espera para ver las procesiones que de la mano de mi hija pequeña iba a vivir en Sevilla.
Pronto pude comprobar, que “cuando la mente se empeña, el cuerpo puede” con todo o casi.
Tras la emotiva visita a la Macarena, emprendimos camino a pie por el adoquinado –nada cómodo en verdad- que nos llevaba al centro de la ciudad cuajado de gente, de sol, calor,  aroma inigualable a primavera, y paseado por lo que en mi tierra denominamos “Manolas” y en Andalucía son  “Mujeres de Mantilla”; la mayoría lucían tipo –o tipazo- y hermosas mantillas de encaje, paseando Sevilla majestuosas, haciendo equilibrios por el adoquinado con sus tacones de vértigo. Mostraban sonrisa y guapura –la que podía- mientras sus pies hacían estación de penitencia en cada zancada.
En nuestro paseo también nos cruzamos con muchos penitentes (capuchones o cofrades, en mi tierra) caminando de un lado a otro en busca de su iglesia –o lo que quiera que buscaran- bajo un sol de justicia, pero siempre con sus capirotes  abrigándoles la sesera y la cara que debían llevar desdibujada bajo el terciopelo forrado y el calorón sevillano. Es su tradición. La nuestra es que el capirote, o capuchón,  se lo colocan unicamnete para procesionar y no para desplazarse de casa a la iglesia, aunque algunos sí lleven su túnica y capa en trayectos cortos.

Ya en el centro nos fotografiamos bajo la enorme “seta”, cerrada al público, intuyo para evitar que se abarrote de gente durante las procesiones.
Compramos algunos recuerdos en contacto permanente por mensaje con mis hijas de mi alma que de esa forma vivían a nuestro lado todo lo que en persona no nos eras posible compartir. Siempre una piña todas juntas de la forma que podemos.
 Como suele ser costumbre, también nos fotografiamos a los pies de la Giralda y cuando nos pareció, buscamos dónde comer o simplemente picotear algo sentadas –a ser posible- cómodamente contemplando Sevilla y sus gentes. No fue tarea fácil. Cuando el sitio nos gustaba, estaba atestau de gente y los que estaban vacíos, por algo sería.
Casi sin darnos cuenta, buscando buscando, llegamos a nuestro punto de inicio: La Basílica y frente a ella, al otro lado de la Calle Resolana, el bar Plata que nos ofreció silla y mesa libre y apetecible variedad de comida.
No habíamos parado en toda la mañana y mi cuerpo de hierro fundido (por lo pesado) aguantaba estoicamente y sin rechistar, lo que mi mente ordenaba.
Una vez dada buena cuenta de la comanda, nos fuimos al hotel, donde llegué lógicamente cansada. No me había dado cuenta de hasta qué punto mis pies se habían fundido con los adoquines convirtiéndose en dos de ellos.
Los refresqué, me desmaquillé y me enfundé el camisón con la intención de pegarle una paliza mortal a mi cama; una “siesta de pijama y orinal” en toda la regla, para poder descansar buena parte de la tarde y así aguantar buena parte de “La Madrugá”.
Apenas había colocado la cabeza en la almohada blandita y esponjosa cuando recibí un mensaje de mi buen amigo Juanma diciendo que donde él estaba, había sitio suficiente para poder ver la procesión de la exaltación que en menos de media hora pasaría por allí. También me dijo que teníamos unos diez minutos caminando a buen paso desde el hotel.
Sin volver a maquillarme,  y juro que sin atisbo de cansancio, nos vestimos rápidamente y casi volando sobre los adoquines horneados, llegamos a la Calle Gerona justo en el momento en que el extraordinario paso de la Exaltación hacía una parada y cambio de costaleros.
Es verdaderamente impresionante ver tan de cerca una levantada “chicotá”; escuchado la fuerza que “Todos por igual valientes” hacían los hombres bajo el paso para levantar los más de mil kilos que suele pesar un trono. Todo ello unido al atronador sonido que la banda de música interpretaba prisionero entre las paredes de la estrecha calle. Me pareció mágico y muy conmovedor.
La calle estaba atestada de gente y nuestra educación castellana no nos permitía cruzarla mientras una procesión camina en silencio, por eso, y sin conocer el lugar al que nos teníamos que dirigir, buscamos otra calle por la que llegar al encuentro con Juanma porque teníamos verdaderas ganas de saludarlo a él y a su preciosa familia. Pero todas las calles por las que podíamos ir estaban igual de llenas y otra vez llegaba a nuestro lado el paso de “La Exaltación”.
Con gran pena por no poder ver a nuestros amigos, pero felices por la sensación que gracias a su mensaje habíamos vivido inesperadamente en aquella procesión, volvimos sobre nuestros pasos.
En el mismo arco de la Basílica, vimos una bebé de 6 meses vestida de Manola, con su mantilla de encaje sujeta a la cabecita por una diadema. Preciosa la niña y muy amable la madre a la que pedí permiso para fotografiar a su hija y ella con una gran amabilidad, no sólo aceptó, sino que además puso a la bebé en mis brazos para que en la foto también se plasmara mi sonrisa de abuela babosa.
Enseguida llegamos al hotel, al pijama, la cama y la siesta tardía pero muy muy necesaria. Nos esperaba una intensa noche; una compacta mañana de procesión y una carretera con muchos kilómetros por delante hasta volver a poner mis –en ese momento doloridísimos pies… huesos, y hasta la punta del pelo-, de nuevo en casita.
No dormí, pero sí pude descansar y mirar varias veces por la ventana para ver a “Los Armaos” que se pasaron la tarde haciendo guardia por los alrededores del hotel (creo que iban al hospital cercano), pero estuvieron desde las 6 de la tarde (más o menos) y dieron varias vueltas. ¡¡Vaya tela!! “Sólo” les quedaba marchar a paso de ceremonia hasta la recogida del día siguiente a las dos de la tarde. Eso sí es una larga y dura estación de penitencia.

Tras la ducha y el “guapeo” bajamos a buscar donde cenar y pronto encontramos un camarero dicharachero que nos abordó en la calle ofreciéndonos tal cantidad de surtido, que casi nos quitó el hambre. En el sitio,  entre el humor y la camaradería de los empleados fuimos servidas y nos hicieron reír agusto, sin interferir ni ellos en nostras, ni nosotras en ellos, sólo de escucharles trabajar entre gracejos, cenamos tan ricamente y enseguida fuimos a buscar un buen sitio en la calle para esperar la procesión.
Los 20 grados acompañados de viento fuertecito, nos hicieron sacar chaquetas un poquito más gruesas al personal.
Enseguida encontramos dónde poner mi banqueta plegable; un poco por delante del escaparate donde habíamos comido a medio día. Eran las diez de la noche y pronto la calle se fue llenando de gente aunque aún faltaban dos horitas para el comienzo. La espera no se me hizo larga… aunque parezca increíble.
Esas dos horas después de llegar, a las 12 en punto, se abrieron las puertas de la Basílica que teníamos a unos pocos metros frente a nosotras Así daba comienzo  “La Madrugá” y emprendieron su marcha los primeros “capuchones”, aunque en Sevilla –o al menos en esa procesión- son  denominados “Nazarenos”.
Estaba ilusionada como una niña pequeña. ¡Tantos años esperando! Y por fin, después de 40, estaba en Sevilla participando  de su Semana Santa, en esta ocasión con más conocimiento de ella que la vez anterior.
Casi a la 1 de la madrugada salía del templo el trono con “El Señor de La Sentencia” y con él, el silencio casi total del gentío y las primeras saetas cantadas a pulmón desde uno de los balcones del atrio, con tanta fuerza que hasta nosotras llegaba la voz desgarrada de la saetera mecida por las plumas del casco de “los Armaos”.
Cuando el trono detuvo su peregrinar frente a nosotras y pude vivir tan cerca la “Chicotá”, se me pusieron los vellos de punta igual que se me ponían al ver pasar el Nazareno de Alaejos con mi hermano en uno de los varales marcando el paso llevándolo a hombros mecido con devoción renovada año tras año hasta que su enfermedad le impidió también realizar esa ilusión fomentada desde que era un niño por nuestro abuelo Ruperto.
Pasado ese momento de recuerdos y nostalgia, viendo alejarse la imagen de la Sentencia, vuelta a ocupar mi banquetita; a esperar el gran momento vigilada muy de cerca por mi niña, pendiente en todo instante de mis emociones y mi cansancio, que milagrosamente seguía sin hacer aparición, o se camuflaba perfectamente y no lo apreciaba.
Tras más de cuatro horas de espera, por fin cruzó la puerta de su casa la imagen de la Virgen Macarena. Una única estrella se podía ver luciendo en el Cielo, justo sobre la cruz del templo ¡¡Ya estábamos todos!!
Uno no elige con qué emocionarse, ni está obligado a hacerlo únicamente con las tradiciones de su terruño; y afortunadamente, porque nos perderíamos momentos mágicos como los que viví lejos de la tierra que me vio nacer y en la que como bien dice el dicho popular “no soy profeta”.

Con la Virgen en el atrio o cruzando el arco, otra vez las sentidas saetas rasgaban el silencio de la noche en ese rincón lleno de magia, y otra vez el trono de la Macarena se paraba a nuestro lado. Me sentí tan feliz y emocionada como cuando escucho la campanilla de la ermita de la Casita mientras la Virgen  da la vuelta en procesión al son de charambita y tamboril, con los bailarines danzando delante de ella y al frente de todos ellos siempre, siempre veo a mi padre bailando a su patrona tan emocionado como nunca; tan fuerte y vigoroso como lo vi por primera vez en mi vida. Así me sentía en Sevilla mirando tan de cerca a su Virgen Macarena.
Cuando la procesión continuaba en larga noche, nosotras nos fuimos a descansar. Irene estaba muy cansada porque en ningún momento quiso que le prestara mi banqueta aunque fuera por un ratito y habían sido más de cuatro horas a pie quieto, pero estaba tan feliz de haber hecho que se cumpliera mi sueño, que para ella el cansancio era lo de menos.
Tras una noche reparadora, desperté pletórica. Puse la televisión y comencé a escuchar que la magia de la “Madrugá” se había roto por culpa de varios individuos que sin sentido provocaron el pánico en diferentes puntos del recorrido de las hermandades. Hablaban de varias estampidas, de gente hospitalizada, de instrumentos rotos o desaparecidos, en definitiva, una noche maravillosa, esperada por miles de sevillanos –y visitantes-; una noche de rezos y sones de bandas, de silencio y recogimiento para los más devotos y de fiesta sacra para muchos; en un año en que la lluvia no había deslucido ni una sola de las procesiones programadas, la noche más importante en Sevilla se vio truncada por el capricho de un puñado de niñatos haciendo ruido con palos metálicos que podrían perfectamente simular disparos, que tuvieron su momento de dudosa gloria, y que no tendrán justo castigo por provocar lo que pudo haber sido una gran tragedia.
Los cofrades, penitentes y todos los que ponen su granito de arena para que Sevilla brille durante su Santa Semana, no merecían un final así. Ojala no volviera a repetirse.

Nosotras, sin miedo a volver a rodearnos de gentío, continuamos con nuestros planes: recogimos el equipaje y con todo listo bajamos a desayunar y de nuevo al mismo sitio de la noche anterior a esperar el regreso de la procesión, con la enorme suerte de tener el sol a buen recaudo tras un cielo encapotado. Tan sólo con la llegada de "La Sentencia", las nubes se apartaron y el sol hizo de las suyas en nuestra cara durante mucho más de una horita.
Casi a las tres de la tarde, tras tantas emociones, abordábamos de nuevo el coche y emprendíamos el camino de regreso a Valladolid, no sin antes hacer una cortísima visita al inconcluso real de la feria, en preparativos ya para comenzar a recibir el gentío, los trajes de volantes, y en definitiva, todo lo que me encantaría volver a ver, pero eso no es tan fácil, ni ya es promesa, ni sueño, porque ya lo cumplí hace años; aunque no de la forma en que otra vez se me truncó y preferí olvidar, porque a lo que no tiene remedio no hay que darle importancia.

He viajado tan agusto, he regresado a mi casa tan plenamente feliz por haber podido disfrutar de todo lo que pretendí; por haber sentido el milagro de no tener dolores ni durante el viaje, ni en los paseos, ni mucho menos durante las largas horas viviendo las procesiones, –o si los tenía estaban escondidos- que estoy pensando en comprarme un asiento del coche de mi niña para ver la tele en mi salón.

Comprendo que la crónica es larga y sólo llegarán al final de ella aquellos a los que les haya interesado aunque fuera un poquito. Lo siento por la extensión, pero no sé plasmar en menos líneas sin mutilar la crónica, toda la magia e intensa ilusión que guardaré eternamente en mi corazón y en mi retina.
Gracias infinitas a mi hija Irene que puso su empeño y deseo de llevarme a cumplir este sueño cuarenta años aparcado y tuvimos la suerte de compartir sin ella tener en cuenta el montón de kilómetros al volante. Mi niña sacó la fuerza propia y la de Pablo que se la cedió entera al nacer para hacerme feliz cuando llegó a mi vida por bendita sorpresa.

martes, 11 de abril de 2017

VACACIONES CON EL IMSERSO 2017



VACACIONES CON EL IMSERSO 2017    04-04-2017

Ya hace una montonera de días que regresamos de ellas y aún perduran en nuestro rincón de los buenos recuerdos y las críticas sin acritud.
Críticas que hago desde el respeto y con la esperanza de aconsejar o ayudar a elegir a otros usuarios de este programa creado exitosamente hace muchos años para que los vejestorios pudiéramos viajar a buen precio.
Esta vez contratamos para vacacionar con una pareja de buenos y grandes amigos. Nos quedamos con las ganas de otro destino más atrayente  y optamos por lo único que nos ofrecían. Era esto;  repetir los de otros años o un destino que no quiero ni aunque me lo regalaran y dieran dinero encima.
El alojamiento era en Santa Susana, sito a una hora y varios peajes en bus desde el aeropuerto del Prat donde arribamos contentos procedentes del de Villanubla.
Para variar, en el citado pueblo había poco o menos que ver, pero teníamos la estación de tren de cercanías a la misma puerta del hotel que fue nuestro “hogar” por una semana.
También disponíamos de las ya famosas excursiones en las que te ofrecen muchísimo más de lo que te dan y que como no escarmentamos, optamos voluntariamente por cualquiera de ellas. Sin duda existe la opción de alquilar un coche y ver la zona por cuenta propia o no moverte del hotel y disfrutar de lo que te ofrezca el recinto o la climatología permita.
No era época de playa ni de piscina aunque allí las teníamos para alegrarnos la vista desde la terraza de la acogedora habitación.
Las temperaturas eran magníficas para estar a principios de marzo, pero no calurosas. Hubo incluso un temporal que agitó España por los cuatro costados y el Nordeste no fue una excepción, aunque la intensa lluvia y brutales vientos que lanzaron las tumbonas dentro de las piscinas y agitaron el mar hasta enfadarlo, nos visitaron solamente una noche y por dormir como lirones, apenas nos afectaron.
Al hotel mencionado y ofertado como 4 Estrellas, al menos le sobraba una, sobretodo en la limpieza de las habitaciones que no vieron un mocho de fregona ni una escoba en toda la semana, ni habían visto agua en su enlosado  desde mucho antes de llegar nosotros. Así también brillaba por su ausencia absoluta el escamondado de la preciosa y confortable ducha, de aspecto tan poco fiable que  accedíamos a “regarnos” con chanclas de piscina para no traernos en los pies una buena ración de hongos sin aliñar.
Afortunadamente las camas estaban limpísimas, de no haber sido así, no me meto en una “descansadora” que no reúna condiciones higiénicas, por ahí no paso.  Nos cambiaron las sábanas a mitad de estancia, así como las toallas que reponían a diario todas las que habíamos utilizado.
Ni qué decir tiene que advertí a la encargada de limpieza y al no ser atendida, repetí la queja en recepción, la necesidad de que fregaran las manchas que encontré en el suelo y que finalmente allí quedaron para el siguiente huésped cuando acabó nuestro tiempo.
Ignoro por qué no se atendió mi lógica y educada petición. No culpo ni culparé a las limpiadoras, pero sí al encargado del personal que seguramente contrata a menos del que necesita para mantener dignamente limpias las habitaciones ocupadas por aquellos días en su mayoría por personas usuarias de Imserso.
Quizás nos tratan como “clientes inferiores”, sin darse cuenta que con nuestra ocupación, ayudamos a mantener puestos de trabajo hostelero en temporada baja y tenemos además el derecho a ser tratados tan dignamente como lo serán, seguramente, los clientes de temporadas más altas para el turismo, y no la invernal repleta de viejos pedorros jubilados disfrutando de buen precio en vacaciones después de muchos años trabajando, ayudando a que la economía de este país permitiera vivir bien o al menos con decoro.
Imserso no es sinónimo de desguace, aunque muchos así parecen verlo. Allá llegarán y vete a saber si continúe existiendo este programa o lo hayan denigrado tanto que haya desaparecido y ellos no puedan disfrutarlo como tantas cosas buenas que logramos o “nos lograron” quienes nos precedieron.

Muy de agradecer el personal de comedor, amable y atento. La comida de calidad tirando a buena, aunque de surtido tirando a muy escaso. De cantidad correcto. Nunca faltaba comida en los expositores del bufet. Faltaba –insisto- surtido; así como faltaron las actuaciones nocturnas que se limitaban a baile para quien baile y nada para quien pretende distraer un ratillo tranquilo y ameno de la noche con alguna actuación como las que ofrecen actualmente los hoteles de categoría incluso inferior a este que presume de ser un “4 Estrellas” y para esas “cosillas” de las que me quejo, dista mucho de la realidad para poder exhibirlas honradamente.
Esos “ratos tranquilos”, al no haber actuaciones, -ni tres de nosotros cuatro ganas de bailar- ocupamos nuestro tiempo jugando unas partiditas de Tute cada noche. Lo importante no era ganar, ni había enfado por perder. Los cuatro ganamos en  risas, buenos ratos metiendo la pata en las jugadas, haciendo renuncios o cantando las 40 cuando la baza no era de aquel pinte.

En el capítulo excursiones… De todo hubo. La primera, sólo para una tarde que nos vendieron como “Costa Brava”.
Pensamos que nos llevarían a visitar un par de pueblitos típicos, pero nada más lejos de la cruda realidad. Primero y para no variar, recorrimos un buen rato recogiendo excursionistas de otros pueblos. Salimos del nuestro a las 14.15 de la tarde y regresamos a las 20, es decir, casi seis horas de autobús, parando escasos cinco minutos en algún recodo para “admirar las vistas” que nos vendían como “Impresionantes” y que he disfrutado en Galicia, Asturias o Cantabria mucho más hermosas que aquellas.
Media hora en Tossa sin separarnos de la guía y otra media en otro pueblo al que habíamos llegado por la montaña, es decir, carreteras estrechísimas, curvas más cerradas que un Mercadona en domingo, escarpadas laderas y vistas de casas suntuosas o presuntuosas de gentes que ni conocíamos, ni conoceremos y que si las tienen allí tan arriba por impresionantes que fueran, ni las disfrutarán porque de la mayoría de ellas hablaba la guía en pasado de sus moradores, conclusión:  excursionistas deseando llegar a tierra firme y besar el suelo como hacía el Papa.
Afortunadamente el viaje de regreso lo hicimos por “autopeaje” deseando vernos libres de nuevo en el hotel. Muchas horas para no ver nada que en concreto mereciera la pena. Esa fue mi opinión y la de muchos de mis compañeros de aventura.
Aquella noche fue la huracanada y lluviosa. Al amanecer teníamos contratada otra excursión y con la experiencia de la tarde anterior, no abordamos el autobús con demasiado entusiasmo. Afortunadamente, nada más lejos de nuestra imaginación.
Fue un día ventoso, pero soleado y chispeó tan poquito que ni abrir el paraguas hizo falta, aunque no pudimos desprendernos del abrigo a primera hora, durante nuestra corta visita a  Olot y luego a un precioso pueblo llamado Hostalets, cuyo nombre es más largo que el propio pueblo, muy pequeñito, con sólo una calle, pero  nos gustó mucho. Después continuamos por una carretera tan sinuosa como las del día anterior hasta llegar al Santuario de Nstra Sra del Faro, que estaba en lo alto de una montaña con vistas –esta vez sí- impresionantes.
Al llegar allí, estaba cubierto de neblina, comenzó a chispear nieve y algo de granizo, pero pronto salió el sol y ya no se escondió en el resto de los cinco días que nos quedaban de vacaciones.

En el citado Monasterio, aprovechando que el Pisuerga pasa por Pucela, han aprovechado para acondicionarlo como restaurante, donde nos llenaron el buche de rica comida típica de la zona y embutidos en lonchas más transparentes que ostias sin consagrar y que vendían a la salida del comedor en la típica tienda de recuerdos.
Bien alimentado cuerpo y espíritu de risas por cosillas que nunca faltan, abordamos de nuevo el autobús para ir al precioso pueblo de “Rupit”. Nos encantó, y sólo por verlo mereció la pena aquella excursión. Nos sentimos afortunados de haberla elegido; tanto como Juani se sintió feliz al saber que de regreso no tendría que volver a cruzar el bonito puente colgante por el que accedimos al pueblo, que la pobre mujer creyó era única ruta, cuando teníamos a pocos metros un puente estable de piedra maciza, del que la guía no nos informó, para hacer cruzar a todo el mundo por el colgante.
Se dio la circunstancia que cuando íbamos por la mitad del puente, un “graciosito” , al escuchar el susto de mi amiga, agitó las barandas y a punto estuvo de hacer lanzar el móvil de mi marido por los aires y hacerlo caer al riachuelo que discurría varios metros por debajo de nuestros pies.
Regresamos al hotel satisfechos y felices. Un día después, recibimos la visita de mis queridos primos Xus y Pere. Un rato agradable comiendo juntos y charlando de mis cosas sabidas y por saber. Muy felices estuvimos también ese día.

Llegó el lunes y con él, la excursión a Barcelona que no tacharé de fraude pero casi.
Tontos no somos y sabemos que esa impresionante urbe no puede verse en media mañana, pero sí, que habiendo aprovechado horas de la tarde, alguna cosita más hubiéramos podido ver.
Madrugamos y pronto abordamos el autobús ya habiendo dado buena cuenta del desayuno. La mayor parte del tiempo lo pasamos, escuchando atentos –o no- la inacabable verborrea de la guía de turno detallando el lugar por el que estábamos pasando o íbamos a pasar a paso ligero de autobús. Fotos a través de los cristales y una parada rapidísima sin tiempo ni para miccionar ni para realizar con calma la visita al “pueblo español”. Tampoco paró en lo alto de aquel mirador desde el que hubiéramos podido tomar fotos preciosas de la gran mole que es la ciudad que nos prestó su aire durante unas horas de nuestro tiempo.
La parada más extensa fue en la Plaza Cataluña; plaza que adivinamos, imposible acercarnos a su “cogollo” por lo rápido que tuvimos que bajar y alejarnos rumbo  a la catedral, ni después al volver al lugar de cita, igualmente por la premura en volver a ocupar nuestros asientos y salir zumbando de allí.
Al llegar a la citada plaza, fuimos como un rebaño tras la guía, hasta las puertas de la catedral. Allí mismo nos explicó en cuarto de hora lo que supuestamente íbamos a ver dentro en diez minutos y juro que de esa forma es imposible enterarse de nada, máxime cuando de esos pocos minutos has de emplear unos cuantos en buscar el claustro y en él, el excusado que previo pago, alivió las prisas de buena parte del gentío que visita el templo.
Es la primera vez que en una catedral veo aseos públicos, y se me hace raro que precisamente allí, sean de pago… Se ve que Cristo predicó: dar de comer al hambriento,  de beber al sediento, y cobrar al que se mea.

Tras la entrada y salida a la catedral –que eso no es visita y mucho menos recrearse la vista con el arte sacro- nuevamente la verborrea de la guía, nos mostraba el Barrio Gótico, con un característico y casi nauseabundo olor a humedad de uretra.
La visita a dicho barrio necesita mucha menos prisa de la que llevábamos para habernos podido enterar de algo.

Por fin llegamos a Las Ramblas, -las intuimos- vimos la puerta de entrada al Liceo, y visitamos en apenas diez minutos de tiempo “libre” el típico mercado de la Boquería, una especie de “Plaza del Portugalete” con la mayoría de sus puestos cerrados y que en tan poquísimo tiempo, no pudimos degustar aquello que se nos ofrecía en el pintoresco lugar.
Una vez reunidos de nuevo en el autobús, rodamos hasta las inmediaciones –más o menos- de la Sagrada Familia, y frente a ella, un restaurante muy aparente donde calmamos hambre y sed.
Tras la rica comida, pudimos admirar por fuera el impresionante templo “Gaudiniano”, las grúas de obra y la arquitectura modernista en vías de culminar.
Sin hacer más visitas, a las seis de la tarde, nos dejaban ya en el hotel al que llegamos con la sensación de no haber visto apenas nada de lo que Barcelona podía ofrecernos en una tarde tan preciosa y desperdiciada como aquella.

El resto de días los empleamos en ir a conocer pueblos de alrededor, como Mataró, Blanes, Pineda y otros.

Han sido días de descanso de la rutina diaria, de risas, de charlas, excursiones con mayor o menor acierto; partidas de Tute divertidas y ganas de volver a repetir pronto nuevos y diferentes destinos, una nueva experiencia, compartida en cuerpo con los mismos amigos y en crónica con quien tenga el placer de leerme.

lunes, 3 de abril de 2017

UN SECRETO, UNA PROMESA Y UNA SEMANA SANTA EN SEVILLA



UN SECRETO, UNA PROMESA Y UNA SEMANA SANTA EN SEVILLA 
31-03-2017

Así es, un secreto (o dos) (que dejó de serlo hace años), una promesa   y una Semana Santa en Sevilla llena de buenos recuerdos y deseos de volver a vivir otra para recordar por muchos años.

Corría el miércoles Santo, 6 de Abril del año de nuestro Señor de 1977, cuando inesperadamente ocurrió lo que a continuación os relato: Por aquel entonces y justo a falta de un mes para mi boda con el hombre de mi vida, mis padres tenían planeado ir a Sevilla a pasar de jueves a domingo de Semana Santa junto a mis tíos María y Bernardo.
Aquella tarde mi novio en vez de dejarme en el portal Nº 21, de la Calle Moradas del barrio de la Rondilla de Santa Teresa, donde vivía con mis padres,  subió al piso 4º B para despedir y desear buen viaje a sus futuros suegros.
Un rato después y ya con las maletas en la puerta, recibieron la llamada de mi tía María muy contrariada. Acababan de presentarse por sorpresa su hermana y sobrinas de San Sebastián a pasar esos mismos días con ellos en el pueblo y por tanto no podrían viajar a Sevilla.
Disgusto también por parte de mis padres con la desilusión lógica, que pronto volvió a cambiar cuando ni corta ni perezosa y pensando que con mi loca idea me mandarían mucho más lejos que a la porra, propuse: ¡¡Pues nos vamos nosotros cuatro!!

En un principio se descartó la idea porque yo trabajaba el sábado, y recorrer tantos kilómetros solamente para un día no merecería la pena. Se ve que poco a poco no les pareció tan descabellada la idea y sorprendentemente ¡aceptaron!
Jose fue a decírselo a su madre, cogió una muda y para madrugar y estar los cuatro juntos, aquella noche durmió en la cama vacía de mi hermano que estaba haciendo la mili en Jaca.
Bien tempranito, aquel Jueves Santo abordamos el Seat 133 de mi padre y recorrimos la carretera general hasta Sevilla en aquellos remotos tiempos en que no había autovías, ni móviles, ni internet para hacer una reserva previa de alojamiento.
Así a la aventura, sin sitio preparado donde hospedarnos y sin conocer nada de la ciudad hispalense; mi padre animoso y único conductor de los cuatro ocupantes, nos llevó sanos, salvos y felices hasta el pueblo de Camas, donde pensamos sería más fácil encontrar pensión o alguna habitación en alquiler para pasar esa noche del jueves al viernes. Hoy sabemos que en Sevilla es la importantísima “Madrugá”, pero entonces no teníamos ni idea.

Aparcó mi padre al lado de un bar, donde preguntamos al buen hombre dónde podríamos encontrar alojamiento bueno, limpio y económico.
Nos indicó preguntar unas casas más adelante, por “La señá Cecilia”, y allá que fuimos a pedir dos habitaciones, una para mi madre y para mí y otra para mi padre y mi novio.
La buena, campechana, y oronda “señá Cecilia” vestida de negro riguroso, nos ofreció lo único que tenía: Una amplia habitación con cuatro camas individuales, advirtiéndonos un par de cosas: que la tenía libre porque quien se la había apalabrado, acababa de “cancelar la reserva”; y otra, que en esa fecha, en Sevilla y alrededores sería más que probable no encontrar nada que no fuera su humilde y limpia habitación.
Pese al pecado mortal que supondría dormir bajo el mismo techo que mi novio –os recuerdo que estábamos a tan sólo un mes de nuestra boda y con mis padres de testigos- sopesando ese gravísimo pecado, aceptamos el lugar para instalarnos, no sin antes haber cambiado de mano nuestras alianzas de prometidos y hacerle creer a la señora Cecilia que éramos tan matrimonio como lo eran mis padres.
Mi padre decía feliz: “¡¡Qué suerte, tenemos camas en Camas!!”.
Pasamos lo que quedaba de tarde en Sevilla, vimos algún capuchón, no recuerdo qué imagen, muchas manolas guapísimas, que pese al luto de su mantilla, aliviaban su dolor con una gran capa de maquillaje y un par de rojos claveles reventones en todo lo alto de su cabeza, y todo el calor, en todo lo bajo de su escote. Ver eso hace 40 años, viniendo de la sobriedad enlutada de las procesiones de Valladolid, la verdad, chocaba un poco.
Aquella tarde tuvimos también el primer contacto con los cucuruchos de pescadito frito y de camarones tamaño pipa Facundo. ¡Exquisitos!

Cuando llegó la hora de descansar del intenso y largo día, volvimos a Camas para ocupar las contratadas.
Ni qué decir tiene que entramos las mujeres primero a ponernos el pijama y taparnos hasta el flequillo, yo mirando a la pared, en la cama más alejada a la que iba a ocupar mi novio para que no le rozara ni el casto aliento de novia Virgen.

 No contentos con tanta guarda y custodia, mis padres nos hicieron prometer que jamás revelaríamos a nadie que habíamos dormido solteros bajo el mismo techo. Se ve que no contarlo disminuía la gravedad del delito.
Ni qué decir tiene que ni un leve beso de buenas noches, ni de buenos días pudimos darnos durante aquellos maravillosos días de luna de miel adelantada y con centinelas.
Tras el reparador descanso, prontito el viernes estuvimos de nuevo en la preciosa Sevilla para visitar a la Virgen Macarena y casualmente, sin saber itinerarios, ni tener idea de costumbres, pero sí acompañados de suerte, llegamos a tiempo de ver entrar a la Esperanza en su Santuario, y por primera vez, ver llorar ante ella a mi padre, ateo redomadísimo.
Mi madre reconoció en uno de los cofrades sin capuchón al actor Máximo Valverde y se atrevió a preguntarle a qué hora volvería a salir la Virgen en procesión.
El entonces apuestísimo Máximo, llevándose las manos a la cabeza contestó: “¡¡No por Dio, no saldrá má hasta la madrugá del próximo año!!”
Tras la visita y despedida a la impresionante imagen Macarena, continuamos por Sevilla igual de felices, tanto, que nos dio pena volver a Valladolid aquel mismo viernes para que yo pudiera trabajar mi sábado en Zaida.

Mi mente perversa volvió a proponer algo que pensé jamás aceptarían mis exigentes y responsables padres: Llamaría a mi jefe, le pondría una excusa creíble y nos quedaríamos para volver al día siguiente con más calma. Total, no podrían despedirme porque ya tenía solicitada mi baja voluntaria para casarme, entre otras cosas, porque en aquel entonces, no querían mujeres casadas en la tienda.
Debí resultar muy convincente porque mis padres aceptaron la propuesta y pudimos repetir día completo en la maravillosa Sevilla y ceremonial a la hora de acostarnos.
Bien prontito por la mañana, marqué el número de Zaida y le dije a mi jefe Manolo que estaba en Sevilla; que se nos había averiado el coche y nos lo estaban arreglando en ese momento.
Mi jefe furibundo me dijo: “Si se ha averiado el coche, existen los autobuses, trenes o avión”. Mis 20 años le dijeron que no se me había ocurrido.
Antes de colgar el teléfono tan brusco como si estuviera aplastando mi cabeza dijo: “Yo tomaré mis medidas”.
Medidas que consistieron en quitarme la comisión del uno por ciento que nos daban sobre las ventas y que añadido al sueldillo venía a suponer un buen pellizco.
No tuve problema, él me quitó la comisión y yo –hasta entonces trabajadora ejemplar- vendí mucho menos y regalé sin ser vista, mucho más a cuanto conocido o familiar mío viniera a comprar durante aquel mes que me quedaba en el convento.

Pese a mi jefe y sus “medidas”, recuerdo con muchísimo cariño y emoción ese viaje de Semana Santa a Sevilla del que guardo eso, el recuerdo, pero ni una sola foto, porque con tanta prisa e improvisado viaje, no tenía carrete en mi cámara.

Guardar el secreto en forma de promesa de haber dormido juntos “en pecado” ya es imposible porque lo rompimos hace muchos años. En pie sigue la promesa de volver a vivir unas horas de Semana Santa en Sevilla. Ahora espero volver, cumplir esa promesa, disfrutarla y contarla, por eso y llegados a este punto. Continuará…


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