miércoles, 25 de marzo de 2009

AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS DE ADOLESCENTE CAPITULO QUINTO

Continúa el relato y en esta ocasión la foto es del costurero que mi abuela Felisa bordó de niña cuando era alumna de la escuela de Alaejos.


Otra compañera de clase era “La enchufada” o “empollona” Conchita Martínez de envidiables notas e inteligencia, con cara llena de lunares muy gruesos.

Mª Teresa Pérez, una muchachita no demasiado alta con complejo de gordita que vivía en el barrio San Pedro Regalado.

Yolanda Pérez Merino, que después resultó ser la hija de Goyo,  escaparatista de la tienda donde trabajé desde mis 14 hasta los 20 años.

Mariluz, una niña no demasiado alta que vivía en “los torreones” de 25 años de Paz.

Mª Victoria Arias de la que tan sólo recuerdo el nombre.

Fátima Yagüe, que se relacionaba muy poco con el resto de la clase quizás por timidez, que vivía en el barrio España y que junto con su hermano contrajeron las “Fiebres tifoideas” que les mantuvo varios meses fuera de las clases en reposo hasta su total recuperación.

Mª Luisa Pérez Rodríguez, que también vivía en el barrio muy cerca del instituto. Por entonces tuvo la desgracia de perder a su madre en un accidente de automóvil.

Olga Mena Capellán, nacida en mi pueblo –nieta de la “señá” Adelaida; la del “buen vidriau”-.
Vivía también en la Calle de Las Moradas, justo enfrente de Chus.
Tenía una larguísima melena negra como el azabache y reía a borbotones cualquier ocurrencia que tuviéramos.
Aunque Olga estaba en un curso superior al nuestro, por ser paisanas de pueblo y de barrio siempre hacíamos el camino juntas. Ella también tomaba clases particulares con Doña Isabel.

Otra muchacha de la que creí haber olvidado el nombre, pero no la anécdota que conté mil veces, era Cándida Losada, que tuvo un monumental despiste en un examen de la asignatura hoy erradicada –gracias a la extinción del régimen- “Formación del Espíritu Nacional” que “familiarmente” denominábamos “política”. No recuerdo que hubiera libro para esta asignatura que consistía básicamente en la enseñanza y aprendizaje de la vida de José Antonio Primo de Rivera y de Francisco Franco Bahamonde y sus “Gloriosas” hazañas.
Por supuesto había que aprender datos tan “importantes” como su fecha de nacimiento, el comienzo y fin de la guerra civil, de lo estupendo de la vida tras la guerra gracias a Franco... en fin, “verdades como puños” que aprendimos sin saber que bajo ellas existía una cruel dictadura que aun duró mucho tiempo.

La pregunta en aquel examen era –mas o menos- ¿Cuándo nació Franco? y la respuesta... “El 4 de Diciembre del mes de Mayo”.
La profesora cuyo nombre y mote olvidé -Angelita recuerda que se llama Merche- era una mujer mayor, delgada, con el pelo casi blanco y a la que en los casi 3 años que asistí a clases jamás vi sonreír ni una sola vez seguramente por tener la misma vida sexual que “La Cabezas” es decir; nula.

La sargento frustrado hizo levantar a Cándida y leyó en voz alta la respuesta ridiculizando a la tímida muchacha delante del resto de las alumnas que aquel día ocupábamos el aula.
Esta “amable” profesora a la que sólo faltaba un látigo para parecer aun más siniestra, además de “Política”, impartía también gimnasia.

El ridículo uniforme que nos obligaban a vestir, para hacer gimnasia lo cambiábamos por unas playeras blancas y pantalón azul marino de espuma que tenía una goma en los bajos para que se nos sujetara al pie. La parte de arriba era la misma blusa blanca y chaqueta azul.

La profesora no debía tener obligación de vestir ropa deportiva, ella enseñaba las piernas de panza de conejo y las horribles y huesudas rodillas bajo su falda. Los zapatos planos y tan poco femeninos como su cara y el resto de su cuerpo.

Me gustaría recordar el mote de aquel ser, supongo que humano, que nos enseñaba “política” y gimnasia con gesto huraño y malhumorado.

Los ejercicios físicos consistían en hacer el pino –que nunca logré- hacer volteretas sobre una colchoneta y aguantar 10 segundos con la punta de los dedos de las manos, tocando el suelo delante de los dedos de nuestros pies.

Esta especie de mujer, tenía un método para calcular los 10 segundos. Consistía en repetir monótona y lentamente... uno uno, dos dos, tres tres, cuatro cuatro, cinco cinco.
Así, una por una todas las niñas debíamos pasar ante ella y repetir el ejercicio.

Cuando el tiempo lo permitía, salíamos a una cancha en la parte trasera del gimnasio y puestas en fila, intentábamos encestar. Jamás colé un solo balón dentro del aro de baloncesto pero siempre aprobé las dos asignaturas.

La profesora de Geografía e historia, se llamaba Isabel Iglesias. Era joven pero su pelo muy corto estaba ya repleto de canas.
Llevaba gafas casi siempre a la mitad de la nariz.
Tampoco aprobé “Geo”, tan solo el ultimo año, cuando ya estaba trabajando, esta profesora me hizo el favor de hacerme el examen en su casa en vez de en el instituto. Por tal favor le regalé una cajita de bombones y me aprobó con un 5. ¡¡Benditos bombones!!... demasiado tardíos.

Algún día Chus me dirá en que forma se rompió una pierna. Durante unos días tuvo que guardar reposo antes de que pudieran escayolársela.
Maribel y yo pasábamos todo el tiempo que podíamos acompañándola en el “lecho del dolor”.
Recuerdo una tarde de domingo que la pasamos jugando en su cuarto mientras ella permanecía en cama. Más de una vez nos olvidamos que ella tenía mal su pie y caímos sobre el provocando un grito en la pobre enferma.
Otra cosa que no olvido de aquella tarde es que me la pasé peinando la alfombras de “dacha” rosa que reposaba a los pies de la cama.

Cuando al fin pudieron escayolar aquella pierna, Chus corría más que nosotras y hacía los mismos ejercicios que antes de tener el incidente.

Una mañana al terminar las clases, Maribel, ella y yo gastamos más tiempo que de costumbre en recoger nuestras cosas para salir del instituto y cuando nos quisimos dar cuenta, estábamos encerradas. Nadie se percató de nuestra presencia cuando cerraron las puertas del centro.
Lejos de atemorizarnos, nos dio por reír, pero había que salir de allí o se enterarían en casa y no estábamos dispuestas a recibir ninguna bronca.
Mirando qué hacer decidimos saltar por la ventana de los aseos. Gracias que estaban en el piso bajo, aunque para evitar –supongo- ladrones, no estaba demasiado cerca del suelo.
Aun me parece que estoy viendo a Chus con la pierna escayolada encaramándose a la ventana y saltando a la calle con su abrigo semi-largo de espiga gris y negro con un pliegue y abertura atrás. Milagro que no se rompió la escayola o la otra pierna.
Menos mal que nadie responsable del instituto se enteró nunca que la ventana abierta la dejamos las tres “prófugas”.


YA QUEDA MENOS PERO CONTINUARÁ...

martes, 17 de marzo de 2009

AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS DE ADOLESCENTE CAPITULO CUARTO

Hoy el capítulo empieza aquí.

También teníamos una profesora de música cuyo nombre no podría recordar porque siempre la llamamos “La Fusa”. ¡¡¡Como nos burlábamos de ella!!!

Además de la escala del DO RE Mi FA SOL LA Si DO, nos enseñó varias canciones. Una de ellas era la de: “Ojos verdes son traidores. Ojos verdes son traidores, azules son mentireiros, los negros y acastañados son firmes y verdadeiros. Los negros y acastañados son firmes y verdadeiros.
Naviera, Naviera, Naviera Do Mar, había una barquiña pra ir a navegar, pra ir a navegar, pra ir a navegar, Naviera, Naviera, Naviera Do Mar”.
Años después la popularizó el grupo “Mocedades”.

La profesora de Lengua Española, Elena Bulls (o algo así), una antipática cincuentona a la que nunca le caí bien; ni ella a mi tampoco ¡¡faltaría más!!
Siempre me preguntaba cuando no tenía ni idea de la respuesta. No se cómo siempre acertaba la tía estúpida.
Si yo sabía la respuesta ponía cara de despistada para ver si al quererme “pillar”, la sorprendía sabiéndolo. No me preguntaba.
Si por el contrario, no sabía la lección y estaba atenta a sus explicaciones, me preguntaba y cero al canto.

De las tres profesoras que aparecen en la foto, la de gafas es la directora del Instituto. La del centro no tengo ni idea por más que miro, podría ser “La Cabezas” pero no me atrevo a asegurarlo. La otra es la de Lengua casi sin lugar a dudas.

De las chicas, tan sólo reconozco a Chus al lado de la directora. Es posible que la agachada debajo de las profesoras sea Conchita Martínez y quizás la segunda por la izquierda con jersey blanco y pelo recogido en coleta, podría ser Mari Carmen, otra muchacha de la pandilla de “instituteras”.

De esta chica –si lo fuera- siempre recuerdo algo que ocurrió durante unos ejercicios espirituales que realizamos en el colegio “El Apostolado”, sito en el Camino Viejo de Simancas.
Aunque nuestro Instituto no era laico, cada año en primavera, quizás por Semana Santa, nos obligaban a hacer esos ejercicios espirituales, que nosotras nos tomábamos como un adelanto de las vacaciones.
Para llegar a dicho colegio nos llevaron en autocar. Al llegar a la “Residencia Onesimo Redondo” –Hoy “Hospital Pío del Río Ortega”-, el vehículo se llenó de algarabía al ver a “La Fusa”, saludándonos como loca agitando los brazos con las piernas flexionadas... ¡¡ridícula la pobre mujer!!, mientras nosotras la saludábamos, también agitando los brazos y gritando –porque no podía oírnos- ¡¡Fusa, Fusa!!

Al llegar al colegio de nuestro destino, dejamos las bolsas con nuestra comida, la colocamos bajo los árboles y comenzamos a jugar seguramente a la goma o a “puntos”.
Enseguida nos llamaron a formar una fila y entrar a la capilla para oír un aburridísimo sermón y confesarnos.
No se cómo, pero nosotras no entramos a la capilla, nos “perdimos” por los largos pasillos del colegio o en los baños o... vete a saber.
Seguimos jugando tan tranquilas hasta la hora de comer aquel rico bocadillo seguramente de tortilla de patata que mi madre me pondría.
Durante la comida, Mari Carmen, no paró de “alardear” de lo rica que la iba a saber la merienda.
Unos familiares le habían traído de Suiza una tableta de chocolate muy rico y su madre le puso unas porciones para merendar.
Ella de vez en cuando desenvolvía el chocolate, lo olía profundamente y decía; ¡¡¡ mmmm que rico mi choco-choco!!!
Así varias veces durante la comida y la tarde. ¡Nos tenía hartitas!

Poco antes de la hora de la merienda para no tener que entrar de nuevo a la capilla, Mari Carmen se fue a visitar a una tía que vivía cerca de allí. Aprovechamos su ausencia para “probar” un pedacito del “choco-choco” de nuestros tormentos, riéndonos al imaginar la cara que pondría al ver que habíamos comido un pedazo.
No teníamos buena conciencia, ¡¡pobre Mari Carmen!!
Dudamos mucho, pero al final para que no notara que faltaba un trozo... nos comimos todo el chocolate.
Dejamos su cartera bajo le mismo árbol medio abierta, con el papel que envolvía el “choco-choco” fuera de ella.
Cuando llegó la muchacha relamiéndose, había un perro merodeando cerca de la cartera olisqueando el papel.
Corrió agitando los brazos para espantar al animal que salió huyendo asustado sin saber que había sido nuestra mejor coartada para ocultar “el crimen del choco-choco”.



La asignatura que más me gustaba –además de Ciencias- era la de “Educación del hogar” también llamada “labores” que la impartía una profesora joven y no demasiado estricta.

Siempre me gustó coser y bordar. Recuerdo que para mantenerme ocupada durante todo el verano, mi madre me compró panamá e hilos de bordar, en la gama de marrones con la sana intención de que me hiciera una mantelería... y la hice de punto yugoslavo. Bordé mi primera mantelería a los 13 años, pero mi madre no cumplió su objetivo de “mantenerme ocupada” durante tanto tiempo, puesto que en 15 días la terminé.
Jamás estrené aquella mantelería, pero hace muy pocos años les bordé una a cada una de mis hijas en distintos modelos y colores para que las guarden como recuerdo de su madre.

A lo que iba, que me pierdo en explicaciones.

Durante la hora de “labores” que solía ser por la tarde, mientras el resto nos afanábamos en aprender a hacer callos, vainicas y costuras –que aún conservo-, una niña leía para mantener el silencio de las demás.
Había una chica; Amparito de risa muy fácil, que leyendo uno de los libros de la colección “Celia”, cada vez que leía alguna de las trastadas que la protagonista le propinaba a su hermanito “Cuchifritín” o a la cigüeña “Culiculá”, no paraba de reír y nos contagiaba a todas.
También guardo un muestrario que bordamos en arpillera y el cuadro de un osito de fieltro que a modo de rompecabezas, colocamos y pegamos sobre la arpillera (roja en mi caso).
Ese cuadro estuvo colgado en mi cuarto durante años.

La profesora de inglés, una señora de mentón torcido, pero de buen corazón aunque no excelente profesora, tuvo un incidente gracioso para quien lo ve aunque imagino que horrible para quien lo sufre.

Una mañana a la salida de las clases, vio que en la parada estaba a punto de salir el autobús y corrió para no perderlo, con tan mala suerte que se le debió soltar la cremallera de la falda que rodó por sus piernas hasta el suelo dejando la descubierto su “faja pantalón” -muy de moda en la época- con el consiguiente alboroto de los crios que llenaban ya el autobús y supongo que el “tierra trágame” de la profesora.
NATURALMENTE, CONTINUARÁ...

AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS DE ADOLESCENTE CAPITULO TERCERO

En la foto Chus y Maribel... mi falda nunca fue tan corta.

Continuando el capitulo:

Recordaré los nombres de algunas de mis compañeras de clase o los de algunos de los profesores que “amargaron” nuestra adolescencia.

Entre las alumnas con las que compartí pupitre y “picias” –además de Choni, Chus, Angelita y Maribel, estaba una gordita loca como una cabra que se reía de todo y de todos; Mª Jesús Garcillán, que vivía –como Angelita- en el barrio “Leones de Castilla” y que traía locos a los profesores, con su –en multitud de ocasiones- dudoso sentido del humor, sobre todo a don Manuel el gruñón profesor de dibujo. ¡Pobre! ¡Cuánto nos reíamos de él!

Este pobre señor tenía las uñas largas, gruesas y resecas impregnadas de tiza. Al llegar a clase pasaba lista y si alguna de nosotras no había llegado, otra contestaba en su nombre para que no le pusiera falta. Ni se enteraba el hombre.
Nos mandaba sacar el cuaderno de dibujo; un blok “discóbolo” con margen, los lapiceros Staedtler Noris 120 del Nº 1 y del Nº 2, la escuadra, el cartabón y la botellita de tinta china “pelikan”.
Él se daba la vuelta y comenzaba a dibujar en el encerado haciendo chirriar sus uñas por la negra -o verde- pizarra con la consiguiente dentera colectiva de las pocas chicas que para entonces quedaban en el aula, porque apenas el profesor comenzaba a explicar el trabajo, las chicas iban desapareciendo de los pupitres sigilosas como gatos.
Raro era el día que quedaban, como mucho, menos de la mitad de alumnas y raro el que don Manuel –“el Manolo”- no expulsaba a otras tantas al grito de... Mª Luisa –es decir, yo-, recoja los bártulos y márchese.

Este profesor tenía especial “fila” a una alumna bajita, con la cara renegrida bastante feita y muy ignorantona con un nombre y apellidos poco comunes que dieron siempre lugar a la mofa. Era el patito feo de la clase.
"Manuela Rábano Ovejero", a la que don Manuel llamaba “Rabanillo”. La muchacha se ofendía muchísimo, pero en el instituto siguió siendo “La Rabanillo” para siempre.

Tengo entendido que “La Rabanillo” supo ganarse muy bien la vida y a muchas de nosotras nos podría dar "sopas con onda".
Ignoro qué habrá sido del bueno de don Manuel o de doña Isabel Iglesias, la oronda profesora de Ciencias; además de directora del centro. Siempre lucía un repeinado y “enlacado” cabello castaño claro. Nunca suspendí su asignatura, al contrario, siempre obtenía excelentes calificaciones.

Tampoco suspendí nunca religión impartida el primer año por don Jaime Díez, un curita joven simpático y bonachón que oficiaba la misa en la iglesia de San Pedro Regalado –creo- y el segundo por don Antonio, otro sacerdote serio, mayor, con sotana y tanta prepotencia como suele “adornar” a las personas que ejercen la “profesión” religiosa.

De Matemáticas tuvimos dos profesoras bien distintas: el primer año Mª Carmen Lequerica, una joven y menuda mujer que enseñaba muy bien su materia, aunque yo no lo aprovechara.
Nos tocó la horrenda etapa de los Conjuntos. Nunca pude entender por qué se inventaron que A + B = C. Yo me empeñaba en que de donde lo habían sacado, puesto que A + B siempre ha sido (AB, como suena).
¿Para qué me van a servir a mi los conjuntos en la vida? –Pensaba yo terca como mula- . ¿A que tienda voy a ir a comprar conjuntos? ¡¡Que me enseñen bien a sumar, restar, multiplicar y dividir y se dejen de idioteces!!
Con esas ideas, a nadie le extrañará si digo que jamás aprobé Matemáticas... no es cierto, las aprobé en Septiembre el año que repetí primero ¡¡toda una lumbreras!!

Ese año de mi repetición las matemáticas las impartía otra profesora, doña Mª Carmen Cabezas –“La Cabezas”-. Una mujer medio monja, fea y con la cara llena de verrugas; aspecto de no haberse “comido una rosca” en su vida y alta como un andamio, aunque quizás no tan alta pero la perspectiva de mi recuerdo con respecto a la altura de las personas o lugares ha variado en ocasiones.
No se quien la pondría en aquel aprieto de nombrarla profesora, porque la pobre de matemáticas sabía menos que yo... ¡¡¡y ya es decir!!!

Esta prof... mujer no se por qué, me tenía simpatía, una especie de “enchufe” inexplicable, porque yo seguía siendo incompatible con la asignatura.

Recuerdo una tarde que harta de la monjil “profesora”, escuché “atenta” su torpe explicación sin dejar de mirarla muy seria a la cara con todo el descaro que fui capaz y su consiguiente nerviosismo.
Cuando ordenó sacar los cuadernos y poner en práctica con unos ejercicios lo aprendido, yo obedecí, saqué mi cuaderno, me crucé de brazos y con idéntico descaro seguí mirando desafiante a la profesora, hasta que nerviosa pidió que me acercara a su mesa y le enseñara mi cuaderno.
Así lo hice; me levanté, tomé el cuaderno, me acerqué a la mesa de la horrorosa y con gesto despectivo tiré sobre la mesa desde lo alto el cuaderno con las hojas, tan no escritas, como la vida sexual de la “enseñante”.
- Por qué no has escrito nada –preguntó.
- Porque no he entendido nada –contesté altiva.
- ¿Cómo que no has entendido nada? vete a la mesa y haz los ejercicios.
- Los haré cuando sepa usted enseñarme a hacerlos.
Me quedé tan ancha, pero ella mandó que fuera mi madre a hablar con ella para darle la queja.

Entonces las madres no iban para ver como llevaban sus hijos el curso. Tan sólo iban si eran requeridas y solía ser para recibir información de alguna mala acción de los muchachos.
Mi madre sintió una terrible vergüenza al ser recibida en el corredor. Parece que la estoy viendo de pie frente a “La Cabezas” al lado de la garita de la “portera” o Bedel, Tina.
Mi madre escuchaba la explicación del andamio con verrugas mirando “de soslayo” hacia las escaleras que era donde me dijeron que me quedara yo hasta ser requerida por la “profesora”.
- Es que su hija me tiró el cuaderno a la cara –dijo la tipa.
- No se lo tiré a la cara, se lo tiré encima de la mesa -me defendí orgullosa.
- Es que no pones atención.
- Pongo atención, pero como usted no sabe enseñar, yo no puedo aprender, por eso no lo hago.

Naturalmente la conversación no es con palabras exactas, pero recuerdo muy bien que mis contestaciones si fueron muy parecidas a lo descrito.
CONTINUARÁ

viernes, 6 de marzo de 2009

AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS DE ADOLESCENTE CAPITULO SEGUNDO

Chus, Maribel y Choni de excursión a Segovia.
(Véase que Choni no vestía uniforme).
Como ya dije, el centro de estudios distaba un tanto de nuestras casas y solíamos tomar el autobús en la Avenida Palencia.
Siempre iba repleto de revoltosos muchachitos cargados de libros y acné.
Antes de las 9 de la mañana el billete era más económico, tan solo 50 céntimos de peseta, algo así como ... muy poco en euros.
Mi madre me daba la media peseta religiosamente, pero... agudizando el ingenio y las ganas de “galgadas”, en vez de ir en el soporífero transporte publico, un montón de niñas íbamos andando con la sana intención de gastar el importe del billete en el kiosco de la plaza o en otro localito en la Avenida de Santander, junto a una marmolería que exhibía lapidas mortuorias en un pequeño jardín y frente a la fabrica de gaseosas “la Española”.
Rara era la vez que al pasar por la puerta de dicha fabrica no escuchábamos el estallido de alguna de las botellas y siempre el tintineo al moverse en la cinta embotelladora.

En el quiosco la que más cosas podía comprar era Maribel. Ella tenía fácil y consentido acceso al cajón de la bodeguilla.

Yo no podía “sisar” a mi madre de su cartera, siempre controlaba hasta la ultima peseta, por eso me las ingeniaba para sacar algún dinero “extra” pidiendo para alguna que otra goma de borrar o lapicero que dije haber perdido sin ser del todo cierto.
Otras veces argumentaba que como el autobús iba muy lleno no nos abrió la puerta el “estúpido” cobrador y tuve que tomar el siguiente que ya costaba una peseta –precio para después de las 9-.
Por entonces los autobuses tenían conductor y cobrador, este ultimo sentado tras una especie de mostrador que con una puerta ocultaba las piernas del hombre que vendía los pequeños billetes rectangulares de papel muy fino y controlaba que nadie viajara sin pagar. También se encargaba de accionar el botón que abría y cerraba las puertas del vehículo, ponía orden entre los inquietos pasajeros que lo abarrotaban e indicaba al conductor cuando debía continuar su viaje.

También mi madre -pobre mujer- me daba cada día los 70 céntimos para un riche o un bollo de leche recién llegado del horno en una panadería que había muy cerca de la plaza de San Pedro Regalado.
La panadera lo envolvía en una especie de pañuelito de papel fino y que en letras rojas dentro de un círculo llevaba impreso el nombre de “Ipavasa”... (Industria Panificadora vallisoletana).
También muchos días me “escatimé” el bollito o el riche y tomaba en el recreo tan sólo la fruta que llevaba de casa para poder emplear el dinero en las estupendas golosinas.

Solíamos comprar un caramelo redondo largo y un poco grueso que se llamaba “puro”. Nos gustaba chuperretearlo hasta sacarlo punta y conseguir que nuestros labios parecieran maquillados. También comprábamos el regaliz rojo y negro que nunca más tuvo aquel exquisito sabor.
Tampoco nos faltaba lo que por entonces comenzaba a estar de moda; los “jamones”. Eso que después algunos llamaron “nubes”. Éstos los adquiríamos en un pequeño quiosco de calle, al lado del puente entre 25 años de Paz y Poblado de ENDASA.

No tuve mucha costumbre de hacer pellas, novillos o como quiera que se denominara a largarse de la clase sin motivo, más bien al contrario, si faltaba algún profesor y nos mandaban a casa, mis amigas y yo nos íbamos por ahí para llegar a casa a la hora habitual.

Uno de los lugares preferidos para esas “escapadas” era el cementerio del Carmen, muy cercano al instituto.
Llegamos a conocerlo perfectamente. Admirábamos los monumentos fúnebres -en algunos casos autenticas obras de arte- imaginando como habría sido la vida de las gentes que bajo ellos reposaban.
Si veíamos alguna lápida rota nos asomábamos a mirar por si podíamos ver vete a saber qué, pero eso si, sin respirar, como si la muerte fuera a colarse por nuestros orificios nasales.

A esa edad la muerte tenía una dimensión extraña. Lo veíamos como algo temido pero demasiado ajeno a nosotros. Eran otros los que morían y no pensábamos en lo terrible de perder un ser querido aunque Chus quizás no pensara así, ella lo había vivido demasiado cerca al perder a su padre siendo muy pequeña.

Yo no era capaz de ver un muerto. Tenía autentico pavor.

Un día me dirigía caminando al instituto, al pasar por la calle Soto, casi esquina con Moradas, se había suicidado un señor lanzándose a la calle desde el cuarto piso y había un tremendo charco de sangre que nadie tuvo la precaución de cubrir con arena o serrín.
Durante meses no pude pasar por aquel lugar, me cruzaba de acera o rodeaba por otro camino para no ver aquella macabra huella en el suelo.

También recuerdo una vez que regresando de Alaejos en el coche de línea, acababa de ocurrir un accidente dentro del término, muy cerca de la parada del coche, concretamente en las eras, aún sin las casas que lo pueblan en la actualidad.
Por más que lo intentara estoy segura de no ser capaz de recordar con quien viajaba ni el motivo de mi viaje, pero sigo teniendo en la retina aquel accidente.
Tampoco puedo acordarme cuantos serían los vehículos implicados ni cuantas personas fallecieron, aunque creo que más de una.
Lo que a mi me obsesionó durante años, fueron unas piernas de mujer vestidas con unas gruesas medias negras.
Quizás mi curiosidad casi infantil me hizo dirigir la mirada hacia el lugar del accidente y en décimas de segundo vi aquel amasijo y en el suelo a la pobre mujer muerta tapada hasta las rodillas con una manta.
No podía ir por la casa a oscuras. Dormía tapada hasta las cejas, pero al cerrar los ojos sólo podía ver aquellas piernas de mujer.
Aun hoy sigo recordándolas aunque naturalmente ya ni me obsesionan ni atemorizan, aunque lo recuerdo clarísimamente.

Enseguida voy a retomar mis años de instituto cuya evocación ha derivado en este otro macabro tema.
CONTINUARÁ

domingo, 1 de marzo de 2009

AQUELLOS MARAVILLOSOS AÑOS DE ADOLESCENTE CAPITULO PRIMERO

Es increíble la forma en que afloran los recuerdos; cómo la mente los guarda curiosamente ocultos por años pero tan claros al recuperarlos que pareciera que tan sólo hayan transcurrido escasos minutos.
Evocando mi pasado han acudido recuerdos de mi corta etapa de “estudiante” aunque no me sirviera de mucho para mi posterior caminar en la vida por lo poco que aproveché el dinero que mis padres emplearon en libros de texto para mi.
El único que conservo es este de inglés que costó la “friolera” de 70 Pesetas y que utilicé en el curso segundo de Bachillerato pintarrajeado con las iniciales del chico que me gustaba en 1970.
También guardo –en peor estado por el uso posterior- los diccionarios de Lengua Española y de inglés.
A los 11 años –curso 1968-69- comencé a asistir a clases en el instituto Nacional de enseñanza media “Núñez de Arce” filial Nº1, y que estaba situado en el barrio de San Pedro Regalado, un lugar allí donde cristo perdió los zapatos.Por aquel entonces había dos edificios, uno para chicos y otro para chicas, menos mal que con los años alguien tuvo la suficiente cordura y cambió esa absurda ley que separaba por sexos a los estudiantes de cualquier edad.Quizás no fue una de las mejores épocas de mi vida, pues bien sabido es lo poco que me gustó dejar el colegio donde siempre obtuve excelentes notas, no así en el “Insti” que por mucho que en las primeras hojas de mis libros escribiera; “Virgen Santa, Virgen Pura haz que apruebe esta asignatura”, jamás llegaba a casa con menos de cuatro suspensos.
A esa edad se empieza a tener más consciencia de las cosas, situaciones y sobre todo personas que nos rodean.
Durante la adolescencia es posible conocer amigos que lo serán para siempre por mucho que la vida nos separe de ellos.
Durante años no pensaba en el instituto y de repente como por arte de magia; de una maravillosa magia voy recordando y compartiendo esos recuerdos con cuatro de las personas más importantes para mí en aquellos años de locura y hormonas disparadas que fueron la “antesala” de mi juventud.Quisiera tener aun mucho más claros esos recuerdos, las vivencias compartidas con mis siempre añoradas amigas Chus, Maribel, Choni y Angelita.
No puedo por más que intento saber cómo sería aquel primer encuentro con ellas y la forma en que decidimos ser amigas tan inseparables.Recuperar sus risas y su vida ha sido lo mejor que me ha pasado en mucho tiempo.Naturalmente a lo largo de este capitulo explicaré en que forma nos hemos reencontrado y en la actualidad planeamos alborozadas como niñas un encuentro físico para el próximo mes de Agosto.
En principio éramos tan sólo Chus Gutiérrez García y yo. Las dos habitábamos en un nuevo y modesto barrio obrero de las –por entonces- afueras de Valladolid, “La Rondilla de Santa Teresa” concretamente en la Calle de Las Moradas.Chus era hija única de Lucía, una mujer menuda, con mucho genio pero muy buena y trabajadora. Vestía de negro por el luto que durante muchos años guardó a su querido esposo Melchor. La recuerdo pegada a su maquina de coser y su aguja confeccionando primorosamente lencería. Aún conservo los pañuelos con puntillas que me regaló en alguno de mis cumpleaños junto con un precioso camisón de cuadritos azules y callos bordados que me dio como regalo de bodas. Ya está muy viejecito y no podría ponérmelo, pues mi tamaño hace mucho que no es el mismo, pero nunca quise deshacerme de él para guardarlo como recuerdo.
El pañuelo blanco conserva el planchado original, nunca lo estrené, no así el azul que en alguna ocasión utilicé antes de que aparecieran en nuestras vidas los comodísimos pañuelos de celulosa.
Por cierto; Lucía se llama la protagonista de mi primera novela.
Chus y yo teníamos edad de jugar a muñecas y lo hacíamos muy a menudo.Recuerdo un muñeco que ella tenía; un bebe con dos caras vestido con un saquito azul y gorrito. Una especie de tuerca hacía girar la cabeza del muñeco que sonreía o lloraba. Lo malo era quitar el gorrito al muñeco, su cogote también tenía rostro y en medio del “cráneo” una franja de pelito rubio que servía como flequillo para ambos lados de las caras del bebe.Me encantaba jugar con aquel muñeco “tan moderno”.
Poco después llegó al barrio –a la misma Calle Moradas- Maribel Cordero Piedras, a la que por algún tiempo confundí su segundo apellido. Yo entendía “Piedad”.Maribel una niña tímida e introvertida, fue para mi como el hermanito pequeño. Ese que llega de improviso sin que tu lo hayas pedido y con el que tienes que compartir lo que antes era sólo para ti.
Tuvimos varias peleas, pero nunca nada que no se arreglara en un pispas... gracias en gran medida a la buena voluntad de Chus que mediaba entre las dos.Los padres de Maribel oriundos de Toro, regentaban una bodeguilla también en la misma calle y donde solíamos comprar el vino “a granel” que mi padre tomaba habitualmente en las comidas.
Maribel tenía una hermana que se llamaba –creo- Mari Carmen. Si tenía algún hermano más se me escapa en estos momentos.
Las tres además estudiábamos en el mismo instituto. Aunque lo de estudiar es una mera forma de hablar... al menos en mi caso.
En dicho instituto coincidimos además con otra niña también vecina del mimo barrio; Choni Centeno Sandin, hija de emigrantes que más tarde volverían a emigrar a Bélgica.
Choni junto con mi único hermano; Toño, recibía también clases particulares en el domicilio de la profesora Doña Isabel Navarro, a las que por una corta temporada también acudí ya cuando no iba mi hermano, aunque no recuerdo si coincidí en ellas con Choni. Creo que no.
Hago aquí un inciso para recordar a Doña Isabel, mujer de agria voz y dulce corazón cargada de hijos y maltratada por un marido vago, déspota y mal nacido, que nos miraba a las niñas de forma asquerosamente libidinosa y que de haber sabido entonces las cosas que sabemos ahora, habríamos intentado que le apartaran de aquella familia. Espero que la vida le haya maltratado tanto como él lo hizo con sus hijos y su mujer.
Bien, pues Choni, Maribel, Angelita, Chus y yo protagonizamos algunas “trastadas” que comparadas con las que –en algunos casos- hacen los niños de ahora, lo nuestro era de puros angelitos.Corría el año 1968 cuando en Octubre me matriculé en el citado centro al que era obligatorio asistir de uniforme consistente en una falda de tablones gris que desde aquel año era novedad puesto que antes la falda era de “cuadros príncipe de Gales” . Una blusa blanca y chaqueta con cuello de pico azul marino. Medias de “sport” preferentemente blancas y zapatos marrones de “Segarra”, una zapatería de mucho renombre entre los “humildes” porque eran de material muy resistente y duraban “para toda la vida”. Lo malo era que al principio nos quedaban grandes y rápidamente apretaban como condenados, porque durar, duraban, pero no crecían al ritmo de nuestros pies en aquella época.


CONTINUARÁ...

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