21-agosto-2009 Escrita en Alaejos Véase fecha
de publicación
Tener la pila de años que tengo, me convierte en persona de: “Ya
tenemos edad de recordar”.
Aunque mejor voy más allá: “Tenemos edad de añorar”, pues aunque
“no todo tiempo pasado fue mejor”, al llegar (o pasar) la cincuentena, cada recuerdo, cada
momento vivido en infancia y juventud, lo guardamos intentando que no se nos
vayan jamás.
No es pretender que vuelvan los días antañones, pero recuperarlos
y compartirlos con quienes fueron nuestros compañeros de juegos y de los
primeros despertares acnéicos, es muy gratificante; tanto como lo ha sido siempre
atrapar recuerdos durante el aperitivo en una cómoda terraza de la plaza de mi
pueblo con algún amigo, conocido o similar.
Durante el verano Alaejos se llena de gente y las calles de
coches. Deja de ser el pueblo tranquilo para convertirse en una “mini” cuidad,
con todos los inconvenientes del tráfico –a pequeña escala-, porque aunque
parezca increíble, aun para distancias tan cortas, los forasteros van en coche
a cualquier parte; a mí me gusta menos caminar que pillarme los dedos con una
puerta, pero aseguro que en el pueblo el coche se queda aparcado desde que
llegamos hasta que nos vamos. Sólo lo utilizamos cuando es estrictamente
necesario, o si necesitamos cargar con compra.
Para quienes no vivimos en él todo el año, el pueblo es para
pasearlo y disfrutarlo. Este verano, la crisis lo ha llenado aún más de lo
que viene siendo habitual, pero no tanto como para hacerlo incómodo.
Ayer, al llegar al pueblo con mi hermano y pasar por la derruida casa
de los abuelos comentamos que entre aquel montón de escombros en que se ha
convertido, habían quedado para siempre demasiadas vivencias y recuerdos.
De haber podido, habríamos conservado “nuestra” casa, pero no ha
sido posible y tras demasiados años deshabitada, ha terminado por derrumbarse.
Siempre que estamos juntos, solemos “sacar a colación” recuerdos de
cuando éramos niños o cuando aún solteros y vivíamos bajo el mismo techo de la
casa de nuestros padres.
Desde hace muchos años no coincidía a solas con Toño en Alaejos, y
teniendo en cuenta que nuestra infancia la pasamos enterita en este precioso
pueblo donde tuvimos la suerte de nacer, no es extraño que volver a estar aquí
nos haga sentir intensamente esa añoranza a la que me refería al principio.
Después de la cena, me acompañó a la calle y al sentir el perfume
del fresquito de la noche le dije: “Mira, huele a chirinatos”.
Charlamos sobre ello un momento y nos despedimos; después, ya
sola, me dirigía a mi casa disfrutando de la noche. Durante el día el calor
había sido muy intenso y a esas horas la temperatura era maravillosa.
Una vez más, “El olor de los recuerdos” me invadía por completo. Olor
a tierra mojada que llegaba desde las cercanas huertas recién regadas, y el
bullicio de las calles por las que parecía no haber pasado el tiempo.
Hacía años que no veía tanta gente “al fresco” a la puerta de las
casas como antaño, sentadas en sus cómodas sillas bajas o en el mismo suelo
calentorro de haber aguantado el implacable sol durante todo el día.
Las voces al conversar de los vecinos y la algarabía de algunos
niños jugueteando tranquilos, me devolvieron a la calle Tejedores, y a la
puerta de la casa de mis abuelos 45 años atrás, cuando tantas noches “al
fresco” pasé de pequeña.
Cada verano cuando nos juntábamos los primos “Muñoz”, el abuelo
nos llevaba a “cazar Chirinatos”, nombre inventado por él, de un inexistente “animalito”
que supuestamente habitaba en la huerta de enfrente de la fundición –la de la
“Patacorta”- dicho animalito sólo salía de noche, pero había que actuar con
sumo cuidado o perderíamos nuestras “presas”.
Los nietos un poco más mayores, ya conocíamos el secreto, pero
alimentábamos la imaginación de los más pequeños.
“Esta noche salimos a cazar Chirinatos”; frase suficiente para
pasar la tarde ideando cómo sería la “expedición” y el lugar que ocuparíamos en
la fila, “india” porque había que colocarse por edad y altura de menos a mayor.
El
abuelo iba delante con un farol encendido y a su lado se colocaba el nieto más
pequeño –y el más inocente- mientras uno de los mayores (Toño seguramente) llevaba un costal o
saco de esparto.
Tenía
que colocar los brazos bien estirados haciendo que la boca del saco
permaneciera abierta para que los Chirinatos pudieran caer en la trampa.
Había
que caminar agazapados, despacio y en silencio, sin hacer ningún ruido –cosa
imposible porque los yerbajos resecos crujían bajo nuestros pies- a una señal del
abuelo, algún nieto sabedor del secreto de los Chirinatos (Toño o yo misma en
este caso) decíamos con voz alta, firme
y ceremoniosa: “Chirinatos al costal”, y Feli, que en aquel entonces era la
nieta más pequeña contestaba: “Uno a uno y par y par” alzando la
voz a todo lo que daban de si sus cuerdas vocales, para regocijo de nuestros
padres y la abuela, partidos de risa a la puerta de la casa, escuchando en el
silencio de la noche la voz firme de la niña que crédula, ponía todo su empeño
en hacer a la perfección el cometido encomendado.
Entonces
el portador del saco, tenía que apretar fuertemente sus manos para impedir que
los Chirinatos se escaparan.
Todos
salíamos corriendo de la huerta y bajo la bombilla del exterior de la casa, y
la atenta mirada de padres y abuelos, comprobábamos que los Chirinatos habían
desaparecido, echando la culpa a la pequeña Feli porque algo hizo mal… gritó
poco o no agarró bien el saco y la pobre niña con gran disgusto comprobaba, que
no quedaba ni un solo Chirinato en el costal.
Naturalmente
en su afán de hacer las cosas bien, insistía en repetir la hazaña, confiando en
que esa vez, lograría atraparlos y mantenerlos en el saco, culpando a los otros
de haber hecho ruido o no haber sabido cumplir bien con su cometido.
Nuevamente
toda la parafernalia y otra vez: “Chirinatos al costal” “Uno a
uno y par a par” con idéntico resultado, hasta que cansados de la
frustrada caza, decidíamos suspender la expedición hasta la noche siguiente… o
el año siguiente o nunca jamás, porque los Chirinatos tenían idéntico final que
los reyes magos o el ratoncito Pérez.
Continuará