jueves, 31 de diciembre de 2009

NOCHEVIEJA ANTAÑONA


La Nochevieja de mi niñez en Alaejos en cuanto a tradición y cena, era casi exacto a la Nochebuena, exceptuando la recogida mañanera de la colación y la visita de Ángel “El Dormido” antes de sentarnos a la mesa, el ceremonial era practicamente un calco y como lo tenéis en el artículo anterior, os voy a ahorrar repetirlo.

La primera época de mi más “tierna infancia”, no recuerdo la forma de tomar las uvas, quizás nos guiábamos por las campanadas del reloj del ayuntamiento… caso de que funcionara. Después el abuelo compró una vieja “arradio” de segunda mano que tardaba mucho en calentarse para coger sintonía y luego hacía tanto ruido que lo raro fue que el abuelo no lo lanzó contra el suelo en una de aquellas noches de imposible sintonización de emisoras; pero ese será otro capitulo de “El olor de los recuerdos”.

Lo que toca hoy es hablar de la Nochevieja y de tomar a las doce en punto de la noche las uvas que permanecían en el “sobrau” de la abuela guardadas “como oro en paño” desde la vendimia del lejano octubre.

En aquella vieja radio escuchábamos la retransmisión de las campanadas desde la Puerta del sol, y tomábamos las doce y arrugadas uvas.

Nunca estuvimos pendientes de las supersticiones que poco a poco han ido arraigando en la tradición de esta última noche del año.

No importaba el color de nuestra ropa interior. Daba igual si en vez de roja era blanca o el color que tocara, nunca nos preocupó entrar al nuevo año con el pie derecho, no brindábamos con espumoso ni lo poníamos con oro en una larga copa; caso de tener oro, copas largas…o espumoso del que se oía hablar pero nadie podía permitirse el lujo de comprar.

Lo más cercano a espumoso que tomábamos era sidra y las únicas copas con las que podíamos brindar, eran las de anís o coñac, aunque sí recuerdo tras recibir el nuevo año, brindar en vaso con sidra… nosotros, los pequeños, sólo un sorbito que aprendí buenas costumbres desde la cuna.

Después de las 12 de la noche era tradicional que los hombres –incluido mi hermano desde sus cuatro años- ir a ver encender “la hoguera de los quintos” mientras las mujeres fregaban y yo me aburría solita sentada al calor del brasero en la camilla de la sala.

No había tele, ni una sola cadena de televisión que “amenizara” la primera noche del año con programas largos como condenas y aburridos como los que ponen en la actualidad de “refritos”; imágenes mil veces repetidas, como si no hubiera guionistas con una mínima imaginación para entretener a las muchas personas que no vamos de cotillón y preferimos quedarnos en casita… con la tele apagada, o viendo pasar el tiempo que va tan rápido, que es todo un espectáculo.

La tradición de la hoguera –con marcadas diferencias de hombría- sigue existiendo en Alaejos y seguramente en muchos pueblos de España.

Entonces los chicos que “entraban en quintas” para ir a la obligatoria y tediosa mili, se reunían al amanecer el día 31 de diciembre para recoger leña y formar un montón, una enorme hoguera compitiendo con los quintos de todos los tiempos en que fuera la mejor, la más grande y la que más ardiera.

Pasada la media noche, entre cánticos, borracheras y en presencia de casi todo el pueblo –pocas mujeres, eso si-, se encendía la leña que durante muchas horas calentaba el aire helado del pedacito de Alaejos donde ardía “la hoguera de los quintos”.

Como decía, la tradición de la hoguera sigue existiendo actualmente en mi pueblo, aunque no sirve para demostrar aquella “virilidad” de antaño. Ahora no hay mili obligatoria y desde hace algunos años –más de veinticinco- las chicas y los chicos que cumplirán los 19 a lo largo de los 365 días del año nuevo, se reúnen también para buscar leña, pero las hogueras que demostraban “la hombría”, son un simple recuerdo. Ahora ponen una “hoguerita” por tradición y por tener un motivo más de juerga o para cogerse una de las monumentales “cogorzas” tan habituales desgraciadamente en muchos de nuestros jóvenes, cada vez a más temprana edad.

Sigamos para rematar, con los recuerdos de la “Nocheañeja” de mi muy lejana infancia.

Después del lustre a la “loza”, y el barrido de cocina y sala, las mujeres íbamos a esperar a los hombres a casa de la tía Victoriana donde nuevamente reunirnos toda la familia para jugar a las cartas, cantar, reír y pasar una preciosa noche para guardar siempre en la añoranza y el recuerdo.


Para el próximo año, prometo contaros las Nochebuena y Nochevieja de mi adolescencia y juventud. Para ello tendréis que esperar a diciembre de 2010, os aconsejo que no tengáis prisa. Si os dais cuenta, hace nadita, estaba colgando las crónicas de comienzo de 2009 y ya veis donde está…

Lamento no poder apuntar la procedencia de la primera fotografía de la plaza en blanco y negro y recogida de Internet. Si su autor la ve (ligeramente retocada) y quiere decirme que es suya, con gusto daré su nombre si  me lo permite.

jueves, 24 de diciembre de 2009

NOCHEBUENA DE ANTAÑO



La mañana del día 24 de Diciembre, el abuelo madrugaba para poner una gran lumbre que aguantara bien el calor para cocinar las “exquisiteces” que servirían las mujeres por la noche.

Entraba y salía al corral cargado de leña y frío, pero también de mucho entusiasmo porque su lumbre fuera “la más buena” de todas las del pueblo.

Tras apilar cuidadosamente los troncos en el hogar, los cubría con paja que guardaba mucho el calor y evitaba que los leños ardieran demasiado rápido.

Después, los abuelos seguían casi un ritual:

Se acercaban a las casas de las tías Demetria y Victoriana; hermanas de la abuela Felisa, para “admirar” las lumbres, compitiendo quien de los tres cuñados había puesto la más grande y buena.

Había la costumbre de visitar las casas de familiares o vecinos más cercanos, para ver las lumbres… comparar mentalmente y darse cuenta que la suya era la mejor. ¿No es precioso?Qué encanto podría tener ahora esa tradición?

Esa misma mañana del 24, “Toñín” y yo, con mi cestita de mimbre, íbamos a por “la colación”, también llamado “el aguinaldo”, a casa de la abuela Casimira –madre de mi padre- y de las tías.

Mi madre nos ponía las ropas de los domingos, bien abrigaditos con nuestros verdugos, bufandas y manoplas. Yo con faldita y con medias de “espor” hasta las rodillas y mi hermano con pantalón corto, porque entonces a los niños no les ponían pantalón largo hasta que no comenzaban a tener “pelos en las piernas”, hiciera el frío que hiciese.


La abuela Casimira nos obsequiaba con una peseta, dos naranjas y una pequeña anguila para cada uno.

No recuerdo haber comido nunca la anguila, no me gusta el mazapán, pero me gustaba la cajita de cartón, redonda con la tapadera abombada y decorada con paisajes. Me gustaría haber guardado una de aquellas cajas, no lo hice, porque entonces no le daba tanta importancia a conservar recuerdos como le doy ahora.

Aunque se estaba calentito en la cocina de la abuela Casimira, no solíamos quedarnos demasiado rato. Ella regentaba la cantina y en Nochebuena, siempre nos esperaba en su casa, por eso todo el tiempo que permanecíamos allí, le estábamos quitando de trabajar.

Recorrer las calles del pueblo aquel día era también peculiar. Hacía un frío considerable; de los tejados de las casas colgaban los “chupiteles” de hielo semejantes a estalactitas cristalinas. El humo de las chimeneas impregnaba el pueblo de un inconfundible aroma a leña ardiendo, humo y frío.

De nuestra nariz pendían los mocos tan congelados como “chupiteles” y que finalmente tatuaban la manga del jersey impoluto que nos había puesto mi madre.

Aunque entonces no conocíamos los pañuelos de papel, siempre llevábamos un pañuelo de tela donde depositar “los cirriones moqueriles”, pero teníamos más a mano la bocamanga del jersey. No teníamos tiempo que perder ni para sacar el “moquero”, había que seguir con la tarea… y no solamente en Navidad.

En la calle los charcos se habían helado formando el “carámbano” que transparente y frágil tanto nos gustaba pisar y comprobar cuánto resistiría nuestro peso.

Lo malo era cuando se partía y nos calaba los zapatos. Durante el crudo invierno de antaño, muchas veces llegamos a casa con los calcetines y los pies empapados y tan congelados que casi ni les sentíamos. Al entrar en calor dolían del puro frío.

Dolían los pies y las orejas de los tirones que nos daba mi madre al secarnos por llegar a casa “caladitos”.

Desde la cantina de la abuela nos dirigíamos a casa de las tías, es decir; las hermanas y cuñada de la abuela Felisa.

La tía Julia nos parecía la más “roñosa”, siempre rebuscaba y rebuscaba en sus bolsillos y nos daba una perra chica, mientras las tías Demetria y Victoriana eran siempre más “rumbosas”, y nos daban una perra gorda y un par de almendrucos, nueces o higos secos.

A tía Demetria le gustaba que le enseñara la bolsita para ver todo lo que habíamos recaudado.
- ¡¡Buena “cotamalla” lleváis!! –exclamaba jocosa.
Quizás la sufrida tía Julia no podía darnos más, pero nuestros avaros y maltrechos bolsillos infantiles, no sabían de estrecheces en los de los mayores.

Tras hacer el recorrido llegábamos a casa felices con nuestros regalos.

Comíamos pronto y menos cantidad, para que no nos hiciera daño la copiosa cena.

Durante toda la tarde, no parábamos de “enredar” con la rudimentaria zambomba, que nos servía de juguete hasta que se rompía o se iba desinflando.

Nuestra “zambomba” estaba hecha con la vejiga del cerdo. El día de la matanza, “inflaban” la vejiga y la ataban con una cuerda. Así permanecía colgada hasta que se secaba y quedaba como un globo.

Entre jugar y dar la lata llegaba la hora de ir al coche de línea a buscar a los familiares que vivían fuera del pueblo.
La abuela Felisa y mi madre podían entonces seguir tranquilas preparando la cena durante un rato, sin nuestra juguetona presencia.

Nuevamente bien abrigaditos, mi hermano y yo nos acercábamos al “Bar Flor”, muy cercano a la casa de los abuelos, y nerviosos oteábamos el horizonte hasta ver aparecer el lentísimo vehículo conducido por el mítico señor Avelino, luego alborozados, mirábamos a través de las ventanillas del viejo “coche linia”, para ser los primeros en ver a la tía Mª Jesús que llegaba con el tío Pedro y nuestra prima Felisina. Ellos, intentaban no faltar nunca en Noche buena.

Algunos años también llegaban mi querida y recordada tía Antonia con su fanfarrón y adusto marido y los primos Pedrito y Julito.

Las gentes cargadas de paquetes envueltos en papel de estraza o con pequeñas maletas, se abrazaban a quienes habían ido a buscarles. Seguramente no se veían desde “La Casita”; por entonces se podía viajar muy poco.

Nosotros todos juntos regresábamos a casa felices con “los forasteros” y mientras los hombres charlaban en la pequeña sala, las mujeres se afanaban en preparar la cena que consistía básicamente en limpiar el cardo durante mucho rato, hoja por hoja quitando cuidadosamente los nervios más gruesos para cocerlo durante horas y que quedara en su punto de blandura y blancura. Siempre me reservaban el “troncho” crudo. Nadie cocinaba mejor el cardo que la abuela Felisa, y nadie guisaba como ella el riquísimo pollo de corral criado durante meses para esa noche.

El cardo lo limpiaba cuidadosamente hasta quitarle todos los nervios. Después lo troceaba y dejaba cocer durante horas hasta que quedaba en su punto de “blandura” y blancura”. Una vez cocido, lo arreglaba al “ajo arriero”; nunca he comido cardo tan sabroso como el que cocinaba a la lumbre mi abuela Felisa.

Recuerdo sus dedos ennegrecidos al limpiar el cardo y desgajar la granada que acompañaría la rica escarola puesta en agua durante mucho rato para que estuviera bien rizada y sabrosa.

Desde dos días antes el bacalao había estado a remojo para conseguir el punto justo de sal. Lo complicado era durante esos dos días mantener apartado a mi hermano del barreño y conseguir que no lo “espinzara”.

A Toño el bacalao siempre le ha gustado muchísimo, tanto crudo, como cocinado al ajo arriero y rebozado, que era como siempre lo preparaba maravillosamente la abuela.

Tanto abrir y cerrar las puertas de la cocina para que hiciera “tiro” con la chimenea y no se formara humo, la espalda –sobre todo de las cocineras- se quedaba helada, los brazos y cara ardiendo y las piernas con “cabras”: Antiestéticas rojeces similares a varices que convertían las extremidades inferiores femeninas en mapas a escala y ponía su humor tan negro como las morceñas que por sorpresa caían de vez en cuando desde lo alto de la chimenea.

Parece mentira que todo ello llevara tantísimo tiempo y trabajo, pero naturalmente, aquella lumbre, por grandiosa que fuera, no tenía fuego regulable, ni infrarrojos, ni butano y otra vez; ni falta que hacía. El sabor de los alimentos cocinados en lumbre era incomparable a lo que elaboramos ahora las amas de casa.

En cuanto al menú, aún hoy seguimos manteniendo básicamente el mismo; jamás faltó el cardo, la escarola ni el bacalao, aunque sustituimos el pollo de corral del abuelo por cochinillo asado y algún que otro marisco, pero básicamente, si la Navidad es recuerdo, nostálgica y añoranza, yo no quiero variar demasiado mi tradición.

Cuando aquella riquísima cena estaba lista, se preparaban las bandejas con los postres que consistía en cortar en cuadraditos los variados turrones, es decir; el duro y el blando, no había de otros, pero el duro lo era de veras.

Eran tabletas gruesas que había que partirlas a golpe de martillo y “roerlas” poniendo a prueba las dentaduras y la paciencia por terminar el pedazo.

El abuelo que ya había perdido prácticamente todos sus dientes, para poder comerlo tenía su “maña”; colocaba un pedacito de turrón en un paño blanco y limpio, lo tapaba y lo golpeaba con el martillo hasta que lo dejaba prácticamente convertido en puré.

Tradicionalmente también ponían para los postres uvas pasas, que habían estado en “el sobrau” extendidas secándose desde la vendimia; higos secos, y “cascajo”, o lo que es lo mismo, almendrucos tostados en casa, nueces y avellanas… de las que sabían a lo que eran, no como ahora que el sabor se queda pendido en las ramas de los árboles cuando las cortan.

Otra cosa que el abuelo siempre nos hacía y que nos gustaba mucho, era un “entierro” que consistía en abrir por la mitad un higo seco y rellenarlo con una avellana, un almendruco y un trozo de nuez. Cerraba esa especie de “bocadillo” y eso era el tan añorado “entierro”.

Las bebidas también eran muy variadas: anís y coñac y para los críos, vino “Sansón”, un vino quinado reconstituyente que nos daban para abrir el apetito –que teníamos siempre de par en par- y que no se nos ocurriría ofrecer ahora a un niño, bajo pena casi de cárcel. En cambio ahora empiezan a beber incontroladamente cada vez más jóvenes y no precisamente “vino quinado”.

Cuando la cena ya estaba preparada y las ganas de comer brincaban en el estómago, llegaba el Señor Ángel “el dormido”, un hombre bonachón, amigo del abuelo que con tiempo de fumar varios cigarros hablaba y hablaba sin parar y sin darse cuenta que “no eran horas de visita”, pero hasta que Ángel no se iba, no podíamos comenzar a cenar.

La visita del señor Ángel era tan deseada, agradecida y agradable como tradicional, aunque con la cena lista y el hambre como ineludible invitado, la despedida era también “bien venida”.

El primer año que no disfrutamos de la Navidad en Alaejos, quizás no echamos de menos las cosas que jamás volveríamos a tener, pero durante años si recuerdo haber echado de menos la visita del señor Ángel “el dormido” al sentarnos a cenar.

Una vez que se marchaba, todos con suspiros de alivio y respetuosos comentarios al respecto, nos sentábamos por fin, pero nadie tomaba un solo bocado hasta que todo el mundo estaba sentado, servido y el abuelo bendecía la mesa.

Tras el “amen”, el bullicio presidía aquella mesa repleta de familiares y de exquisita comida.

La sala era pequeña, pero cabíamos todos… y si hubiéramos sido más, también habríamos cabido.

Después de la “opípara” cena, las mujeres fregaban, tarea nada fácil.

En muy pocas casas de entonces había agua “corriente”, y la nuestra no era excepción, por tanto tampoco teníamos calentador, ni grifo de donde saliera.

El agua lo traían de un pozo cercano, y en una “pota” que habían tenido cerca de la lumbre, lo mantenían caliente, lo echaban en un barreño de zinc que colocaban encima de la mesa de cocina, iban fregando “la loza”: platos y “largueros” de porcelana, cazuelas de barro o hierro fundido, cucharas de un metal que se oxidaba enseguida y había que mantener limpios como la plata a base de refregarles con estropajo y arena… Mi abuela y mi madre tenían los cubiertos más limpios del pueblo.

Pedrito y Julito eran más bien “sosos”, pero Toñín, Felisina y yo, cantábamos los clásicos villancicos de los peces que beben todo el rato y del chiquirritín, que por aquel entonces ya estaba metidito entre pajas, aunque el que más nos gustaba cantar era el que nos enseñó mi padre:

“En el portal de Belén hay un marrano colgado, el que quiera longaniza, que vaya y tire del rabo”… Ande, ande, ande…

Siempre jugábamos a las cartas con el abuelo o a “moscardón”, con mi padre.

El abuelo nos enseñó a jugar a “la brisca”, a “la monona”, “as dos tres”, a “pimpineja” o a “pongo todo”.

No recuerdo muy bien como se jugaba a la brisca y la monona, pero el as dos tres, era muy fácil. Había que ir echando cartas sobre el tapete sin mirarlas y diciendo el número siguiente al que hubiera dicho el jugador que nos precedía. Cuando la carta coincidía con el número que gritábamos, teníamos que llevarnos todo el montón. Ganaba el que primero se “desencartara” (Descartarse: quedarse sin cartas en la mano)

Si alguien aún está con la intriga de qué era eso del “moscardón”, lo explico:

Teníamos que extender las manos sobre la mesa mientras mi padre se tapaba la boca con las suyas y con un monótono y “moscardonero” “U U U U”, nos mantenía en vilo.

De vez en cuando soltaba una de sus manos intentando dar un golpecito en las nuestras, que ávidas, retirábamos para que no nos diera y el golpe lo llevaba él sobre la mesa consiguiendo nuestras infantiles risotadas; objetivo final del juego.

Quizás sea una estupidez, pero hemos reído muchas veces de niños jugando y hemos visto reír al abuelo y a mi padre mirando nuestra “habilidad” para no ser “tocado”.

No recuerdo que nos dejaran ganar para que no nos enfadáramos, quizás por eso, no tengo “mal perder” cuando juego. Porque desde pequeña supe que para ganar hay que “ganárselo”.

Otra cosa que aprendí es a no reírme del que pierde; hasta que no se termina de jugar, no hay vencedores ni vencidos. Ni le veo la gracia a hacer trampas para ganar, ni a enfadarse por perder. Jugar es eso; pasar un rato agradable y entretenido.

Cuando las mujeres terminaban de fregar y recoger “la loza”, íbamos a la misa del gallo y después toda la familia nos reuníamos en casa de la tía Victoriana entorno a la bisabuela Petra “la Casitera” –madre de la abuela Felisa- a la que todos llamábamos cariñosamente “la abuela vieja”.

Los mayores jugaban a cartas, charlaban y contaban sus vivencias mientras los más pequeños dormitábamos al amor de los rescoldos de la “monumental” lumbre que el tío Cándido había puesto por la mañana –como expliqué- bien tempranito rivalizando con la de sus cuñados y vecinos.

Para regresar a nuestra casa, mi padre me subía “una cuesta” –me cargaba a la espalda sujetándome por las piernas y mis brazos rodeaban su cuello- Así no me cansaba, ni pasaba frío. Mi padre, además de educarme con rectitud, me mimaba y consentía mucho más que a mi hermano, que por ser año y medio mayor que yo y “hombrecito”, ya no le cargaba “una cuesta”.

El día de Navidad, antes de comer, nos visitaba la abuela vieja. La recuerdo muy mayor, bajita, sin dientes, vestida de negro, con su inseparable pañuelo de seda negro atado al cuello tal como se ve en la foto y sentada al lado derecho de la chimenea en una silla baja, de madera con el asiento de enea.

Mi madre le servía “una copita” de anís Castellana en una copa que aun conservo.

La abuela tras tomar ávidamente el contenido, besaba “el culo” de la copa y decía; que con “salú” lleguemos al año que viene.

Y llegaba; llegó durante casi cien años la buena mujer.

Esa visita, durante años fue una de las cosas que más eché de menos en Navidad.

Aún hoy al ver esas pequeñas copas talladas me parece percibir aquel aroma dulzón del anís que tomaba la abuela Petra; mi querida “abuela vieja”.




Continuará…

martes, 22 de diciembre de 2009

SORTEO DE LA LOTERÍA DE NAVIDAD


SORTEO DE LA LOTERÍA DE NAVIDAD   21-12-2009

 Esta crónica pertenece a “El olor de los recuerdos”; capítulo titulado “La Navidad de mi infancia”. Lo he fraccionado para ir dejando estos recuerdos coincidiendo con la fecha que vaya llegando desde hoy hasta la noche de reyes.

Siempre que escucho la monótona cancioncilla de la lotería de Navidad, es imposible no recordar aquellas navidades maravillosas en que sin tener nada, nada nos faltaba.

 Aunque no suena igual con los Euros, que con la añorada Pesetas, este año seguramente más que nunca a causa de la necesidad que está dejando la crisis, cuando bien tempranito mañana televisiones y radios comiencen a emitir el sorteo, se llenarán las casas y las calles de ilusión por saber si nos llegó por fin “el pellizquito”.

Nos toque la fortuna o no,  el sorteo de la lotería será el pistoletazo de salida a “las Navidades”.

 Al vivir las presentes, no puedo evitar hilar los recuerdos de algo tan lejano como la Navidad de mi infancia en Alaejos; los mismos o parecidos recuerdos que seguramente guardan en algún lugar escondido de su memoria las personas de mi generación.

Mi hermano conserva recuerdos añejos con más claridad si cabe, que las vivencias no tan lejanas o incluso las actuales y aunque algunas veces no soy capaz de juntar sus recuerdos de antaño con los míos, me ayuda mucho a la hora de escribir algunos retazos de la infancia y juventud que compartimos.

 Recuerdo los días navideños como la mejor época del año. Por un corto espacio de tiempo nos sacudíamos la monotonía de vivir en un pueblo pequeño y todo se volvía fiesta y novedad.

 Es posible que la Navidad nos pareciera tan importante no sólo por la hipotética llegada de juguetes, sino también porque durante esos días el menú era más variado y abundante, eso sí; siempre el mismo para no romper tradiciones.

 En casa de mis padres, si bien jamás pasamos ese “hambre” con el que “llenan la boca” al evocarlo los que verdaderamente lo padecieron, lo cierto es que había escasez de variedad en el plato.

 Supongo que esa falta de variedad la sufríamos la inmensa mayoría de las familias, exceptuando como siempre a “los ricos”, que dicho sea de paso, no eran tantos y si de ellos excluimos a los que simplemente aparentaban serlo, nos quedamos en que por los años 60 abundaban las familias como la mía… “humildes, pero limpias”.

 Entonces –al menos en mi pueblo- en navidades no adornaban con luces las calles, ni se había inventado aun el espumillón.

 De los árboles de Navidad, las bolas, campanillas y muérdago ni se sabía que existían… ni falta que hacía. Ni a muchos nos hubiera importado no saberlo nunca.

En la iglesia de Santa María montaban un gran Belén; Toño, mi hermano, era monaguillo y ayudaba a ponerlo cada año.

 A los niños nos gustaba mucho visitarlo. Mirábamos con devoción y curiosidad las grandes figuras que con “todo” detalle formaban el mayor Nacimiento que nunca había visto; aunque no creo que fuera tan extenso como a mí me parecía entonces.

 Cuando yo era pequeña no había tele que “americanizara” nuestras costumbres. Lo bonito –y lo único- era poner en las casas el Nacimiento.

 Envuelto en sueños, juegos y fríos llegaba cada año el 22 de Diciembre.

 Nos despertábamos con el sonido monótono de la cancioncilla del sorteo de la lotería de Navidad que regalaba en la pedrea ciento veinticinco mil pesetas... de las de entonces.

 A través de las ondas de los escasos aparatos de radio existentes en la época, se inundaban las calles y las casas del pueblo con la ilusión de que la fortuna podría asomar a ellas.

 Soy muy tradicional y reconozco que aún hoy me gusta mucho más escuchar el sorteo de la lotería en la radio, que verlo por televisión.

 Era más emocionante imaginar cómo sería aquello que hacia ruido cuando los niños de San Ildefonso dejaban de cantar números y dineros, que ver los grandes bombos cargados de bolas que nunca son la nuestra, porque aun hoy sigo esperando saber qué se siente al resultar agraciado en uno de los números.

Quizás es cierto lo que muchos piensan: las personas que aparecen en la tele brindando con espumoso y dando absurdos y grandes gritos como posesos, celebrando que les tocó la lotería, no son más que meros actores y al final a nadie le toca, bueno si, a todos nos toca… tener salud.

 No recuerdo si había una fecha en concreto o si mi abuelo Ruperto la elegía al azar, eso sí, muy cerquita del día 24, pero me encantaba “ayudarle” a colocar el Belén en la poyata de la ventana de la sala.

 Mi hermano y yo le acompañábamos a buscar “roña” (corteza de árbol), para hacer las montañas, o el musgo, piedras y la tierra que ponía como base a las figuritas.

 El serrín para los senderos lo traía de la fundición. El río era un espejo y la nieve harina y pedacitos de algodón.

 Excepto la nieve y el río, todo era de verdad, no como ahora; hierba y serrín sintéticos del “todo cien” que no deja olor a tierra mojada y a madera recién cortada.

 El abuelo cortaba con sumo cuidado el musgo que crecía en lo alto da la tapia de “La Patacorta”. Cuando llegábamos a casa subía al “sobrau” a buscar la caja con las figuritas de barro. Todos los años las mismas y cada año me parecían nuevas, aunque eso sí, iban perdiendo trocitos cada vez que se sacaba para montar el Belén.

 Las ovejas apenas se sostenían sobre los alambres que alguna vez estuvieron cubiertos por el mismo barro que el resto de sus cuerpos. A la lavandera le faltaba un brazo, algún pastor había perdido la cabeza y quedaba para siempre olvidado en la caja o simplemente lo tiraban. Finalmente quedaba un precioso y gran Belén con olores a tierra húmeda y serrín fresco. El portal, que era de madera, junto con una casita de cartón hecha por el tío Pedrito y alguna que otra figura, aún siguen luciendo en casa de mi prima Feli; ella y yo fuimos las únicas herederas de lo que quedó de aquel Nacimiento.

 

El misterio, casi intacto, tal y como me lo dio la abuela Felisa, sigue presidiendo el Nacimiento de mi casa todas las navidades.

 Aprendí desde siempre que los regalos los traían los Reyes Magos de Oriente, nada de Papá Noel o Santa Claus, que cuando los conocí, siendo ya "mocita", nunca fueron “santos de mi devoción”.

 Durante muchos años me negué a instalar en mi vida esas tradiciones impuestas por otros, aunque después tuve que rendirme. Coloqué en mi casa un árbol repleto de bolas y cintas de espumillón de colores e “invité” al gordinflón de rojo a visitar mi casa, para goce y disfrute de la candidez de mis hijas, aunque nunca dejaron de venir mucho más cargados los Reyes Magos; repartidores por excelencia de fantasía e ilusión.

 De mi abuelo y de mi madre tomé la costumbre de enviar felicitaciones (Crismas) a los amigos y familiares, pero esa costumbre –como otras muchas- la dejé hace unos años cansada de no obtener más que una mínima respuesta a los más de 40 que enviaba cada año.

 Eso sí, el Belén sigue formando parte imprescindible en la decoración de mi casa desde el 8 de Diciembre al 6 de Enero, aunque… daría lo que pudiera por volver a ver adornada aquella poyata, oler aquel musgo y… montar el Nacimiento con mis hijas, mi hermano y el abuelo Ruperto.

Continuará…

lunes, 21 de diciembre de 2009

BRINDIS CENA CLUB CICLOTURISTA -ALAEJOS- -19-12-2009-



Anoche celebramos la cena anual de socios del club cicloturista de Alaejos.
Al comienzo de dicha cena despedimos a Borja Carracedo Sigüenza, (subcampeón de España en categoría infantil), que tras ser criado a "los pechos" de este club, parte ahora a competir en categoría superior, y que estamos seguros, algún día veremos subido a un podium, tal como ha venido haciendo hasta ahora. ¡¡Suerte Borja!!

Ya con la "tripa llena", en un emotivo acto, se le hizo entrega de una preciosa placa homenaje por su trayectoria en el club como socio y amigo a "Teodoro Benito", que la recibió muy emocionado de manos de su sobrino Adolfo.
La placa es obra de Julián Muñoz, socio del club y  artista del pueblo.

Cada año -desde hace dos- le toca a un grupo al término de la cena realizar el brindis. Con ánimo de divertir, escribí para el nuestro el siguiente, que tuvo la acogida que esperaba, o incluso mejor, porque no es fácil que el humor surrealista se entienda fácilmente en esta castilla árida.

Quiero compartir con todos vosotros este brindis, tal como fue leído, añadiendo aquí la mención a "Leonardo Da Vinci" por sugerencia de Yeyo. Espero que también os guste.

Queridos socios y amigos de este “añoso” club cicloturista alaejano. Este año le toca realizar el brindis a nuestro grupo y queremos comenzar explicando un poco los orígenes del ciclismo como deporte de competición y no como simple disculpa pa salir de casa los domingos por la mañana sin tener que dar demasiadas explicaciones.

Como dice nuestro buen amigo Yuyu en su libro “El deporte según el Yuyu”, El ciclismo posiblemente sea de los deportes más duros e injustos del mundo.

Además de ser extremadamente duro y mal pagado, resulta lamentable contemplar a un aficionado a este deporte tumbado en el sofá, después de haberse comido tres platos y medio de fabada, pidiendo a gritos al líder del momento que apriete más en la subida a “Los Lagos de Covadonga”, mientras el susodicho elemento permanece tirado en el sofá soltando toda clase de flatulencias superiores e inferiores. Eso es apoyo al bello deporte del ciclismo y lo demás son tonterías.

Aunque el invento de la Bicicleta se le atribuye a “Leonardo Da Vinci” en realidad los primeros ciclistas que se conocen eran dos amigos atapuercanos que se llamaban “Miracomo Pedaleo” y “Puestuempieza Yotesigo”; que siempre llegaba segundo a todos los sitios.

Estos dos amigos tras descubrir la rueda dijeron ¡¡Miá que maja!!

Discutieron quién de los dos se quedaría con el artilugio y como no querían reñir, construyeron otra rueda.

Una tarde, entre las dos ruedas colocaron una barra de pan duro que encontraron en un vertedero y así nació la primera y rudimentaria bicicleta que poco a poco fueron perfeccionando.

Una vez construida la primera bicicleta, fabricaron otra, fundando así la primera fábrica de bicicletas, sin darse cuenta de la importancia tan grande que tendría para el futuro su idea, porque al crear una fabrica, habían inventado también: ¡el paro!

Con unos cuernos de mamut hicieron el manillar y como la barra de pan se les clavaba en el culo, pusieron media sandía bocabajo a modo de sillín. Ya sólo les faltaba un engranaje para rodar con mas ligereza; colocaron una cadena de oro bajo con una medalla de la virgen del Pompillo y dos platos, pero en vez de piñones pusieron almendras garrapiñadas y unos pocos anacardos.

Para impulsar la rodada, colocaron a la altura de los pies unos artilugios que no sabían como denominar, pero como además iban aprovechando el gas metano que se tiraban; porque conforme los gases iban siendo expulsados, provocaban una mayor propulsión del ciclista y por tanto una mayor velocidad de la bicicleta, al invento decidieron llamarlo “Pedal”. 
Como radios, pusieron una Philips vieja, así además iban entretenidos escuchando los cuarenta principales y a “Camarón de Atapuerca”, un famoso cantaor de flamenco prehistórico.

No inventaron el sillín accesorio para niños porque no había nacido Héctor.

"Miracomo” y “Puestuempieza”, todos los domingos por la mañana iban a pasear en su bicicleta mientras sus prehistéricas mujeres preparaban la comida y aviaban la cueva.

Se divertían mucho, hacían carreras para ver quien llegaba antes de una roca a otra, pero con el tiempo se aburrían de hacer siempre lo mismo: “Miracomo Pedaleo” ganaba todos los trofeos y la mujer le reñía por llenarle la cueva de trastos, mientras “Puestuempieza Yotesigo” llegaba segundo y se quedaba desconsolado.

Una mañana, a “Miracomo” se le enganchó la barba en la rueda, frenó en seco y se dio un piñazo, de envergadura… -¡Que no quiere decir que pedaleara empalmau!- Decidieron entonces depilarse el cuerpo porque los pelos les quitaban velocidad.
Por el mismo motivo comenzaron también a ponerse ropa ligera, en vez de las pieles que cubrían sus cuerpos, se ponían finas mallas, y un pantaloncito con refuerzo en el “ya me entiendes”.

A causa del refuerzo, el pantaloncito les hacía un culo muy gordo, por lo que decidieron llamarlo “Culote”.
Para no hacerse daño al pedalear, en los pies se colocaron unas albarcas hechas con un trozo de rueda de goma del camión de un primo suyo que tuvo un reventón.

El primer percance de consideración lo sufrió una avutarda al chocar en pleno vuelo con la bicicleta de “Puestuempieza”, que le ocasionó graves desperfectos a la zancuda; y de ahí nació la expresión “les dio la pájara”.

Empezaron saliendo sin avituallamiento, porque esa palabra no estaba inventada, hasta que poco a poco comprendieron que tras el esfuerzo del pedaleo, tenían que reponer fuerzas y llevaban neveras llenas de las ricas viandas que preparaban las cavernícolas.

El peso de las neveras retrasaba mucho las carreras y tuvieron que inventar el primer autocar de 50 plazas, al que pusieron “El andaluz” porque les quedó muy gracioso.

Para aprovechar dicho autocar decidieron llevar con ellos a sus mujeres, inventando sin darse cuenta, las excursiones.

Se sentaban a comer juntos compartiendo todo lo que llevaban, llegando incluso a hacer concurso de paellas para ver quién de todas hacía el mejor el arroz con cachos de dinosaurio chiquito.

Todo iba muy bien hasta que se cansaron de ir tan pocos en un autobús tan grande y para salir de ese problema, lo mejor sería seguir fabricando más bicicletas y vendérselas a sus vecinos, así acabarían con la crisis, fundarían un club ciclista y podrían hacer competiciones mucho más interesantes.

Como no estaba inventada la “Macrocopy” y tallar carteles en roca era muy costoso, fueron a las cavernas vecinas buscando futuros ciclistas.

Primero fueron a la caverna de “Estacasa Estamuchunga”, un albañil fuerte como un roble. Salió a recibirles su mujer, una atapuercana rubia y simpática que les dijo:


PILI

Mi marido está ocupado
viene de cazar mamuts
y aunque juega bien al mus
llega a casa muy cansado
no tiene tiempo pa “clús”

ABEL

Espera que estoy pensando:
como la idea me inquieta
compraré una bicicleta
vestiré malla y culote
y tendré por afición
pedalear en pelotón
para estar sano y fuertote…

 PILI

Me llevará de excursión
conoceré mil lugares
y en vez de estar en los bares
que haga deporte, es mejor.

Contentos por tener dos nuevos socios, desde allí fueron a la caverna barbería donde trabajaba: “Vayagreñas Quemetraes”, un peluquero guapo y buen mozo, que como estaba ocupado, les recibió su hermosa a la par que simpática esposa que al saber el porqué de la visita les dijo:

LAURA

Mi esposo anda entre los pelos
pero yo con mis desvelos
disfruto su ardor fogoso.

Pa que siempre luzca hermoso
como geranio en maceta
comprará una bicicleta
un casco para su coco,
zapatillas bien coquetas
y habrá de llevar culote
pa reservar su bragueta,
y como el chico es guapote,
lucirá como accesorio
en el pelo una diadema.

El éxito era indudable y continuaron con la captación de socios acudiendo a la cueva de “Losmotore Tanfallando”, un atapuercano recién casado, mecánico de aviones.

La joven esposa salió a recibirles y les dijo:

CECILIA

Me parece buena idea.
Para aliviar su tensión
pedalear en pelotón
que está arreglando un avión
y me tiene alborotada.

Porque estoy recién casada
quiero que esté siempre en forma
y yo me pondré muy mona
para ir a trabajar
cuando inventen Mercadona.

La siguiente visita fue la caverna del cartero de la tribu: “Losmensajes Vanporcarta” un hombre guapo, fornido y musculoso –según su mujer- poco dado al pedaleo.

Ella les recibió campechana, ofreciéndoles tarta de bisonte confitado al aroma de mastodonte que acababa de preparar.
Al saber el motivo de la visita les dijo:

MARISA

¡¡Qué invento es este tan nuevo!!
para querer que un cartero;
mejor dicho, un funcionario
trabaje fuera de horario…

Aunque sí, muy buena idea
que ejercite la pernera,
pues nadie mejor que yo
sabe que muy bien la mete…
una carta en el buzón.

Cada vez más contentos con la tarea, fueron a la cueva del curandero: “Laspupitas Telascuro”, porque la tarta de Bisonte se les había indigestado un poco.

El chamán había salido con los galgos a cazar un Tyrannosaurus rex para la cena y aprovecharon para hablar con su amable mujer.

ENCARNI

Es mi esposo el más famoso
hechicero de la tribu
le compraré un chándal ribur
y zapatillas de Adidas
para que vaya a entrenar
con la bici muchos días.

Yo decoraré la cueva
con pinturas muy bonitas
será la sala de espera
más famosa de Altamira.

No salían de su asombro viendo la buena acogida por parte de todos, así contentos y confiados, se acercaron a la cueva de “Tengunchurro Blandoydurro”, un famoso churrero que había heredado apellido y sartén de un antepasado alemán.
Su simpática esposa les recibió alegre y jaranera.
ELI

Mi marido no está en casa
fue a pescar una merluza
que como soy andaluza
me queda muy rica en salsa.

Yo en cuanto venga le digo;
veréis qué pronto se entrena
pa tener el churro fuerte
y muy ágiles las piernas.

Satisfechos por el éxito obtenido, se dirigieron a la caverna de “Baunmorlaco Masmansote”, un famoso torero local inventor también de la gomina para el pelo, que casualmente estaba azufrando el majuelo, y su simpática mujer que estaba cantando un fandango, les recibió gustosa.

TERE

Mi marido es más de toros
y entre capote y muleta
bien vendrá una bicicleta
así podrá ir al majuelo
logrará con más premura
llevar el agua al caseto
y yo con mucha ilusión
iré con él de excursión
y me pondré guapa y bella
el día de las paellas
también gozaré a raudales
las visitas culturales
y con él iré a las cenas.

Así gracias a “Miracomo Pedaleo” y a “Puestuempieza Yotesigo” nació el primer club cicloturista atapuercano que sigue desde sus comienzos realizando carreras ciclistas en todas las categorías, exportando talentosos muchachos que desde la escuela parten con excelente preparación a competir en categorías superiores cosechando grandes éxitos y dejando muy alto el pabellón de su pueblo.

Continúan también desde entonces celebrándose las famosas excursiones culturales, concurso de paellas y una cena navideña donde cada año un grupo distinto realiza el brindis.

Este ha sido el nuestro: “escueto” a la par que surrealista; indudablemente distinto en su elaboración, pero idéntico en el cariño con que todos queremos levantar con vosotros la copa -disipada seguramente- y brindar porque el próximo año volvamos a estar todos juntos, en la misma armonía que caracteriza a este club al que pertenecemos.

¡¡¡¡ Por vosotros!!!! ¡¡¡¡Salud!!!!


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