sábado, 7 de junio de 2008

PASEANDO LA CIUDAD

(Original de JUNIO-2006)

A veces cuando no te agobian las prisas de la casi gran ciudad en que se está convirtiendo Valladolid, es grato viajar en transporte colectivo, es decir; sin tantos tecnicismos; en autobús, que aquí ni metro ni tranvía...
Otras veces aunque pretendes disfrutar del viaje y del hermoso paisaje de una ciudad siempre en obras; dicen que para mejorar, pero en ocasiones sólo consiguen hace dar más rodeos que los que daba “La Macha” aunque la pobre siempre terminaba metida en los barros, según el dicho popularísimo de Alaejos.

Este viernes sofocante del mes de Junio, busqué la frescura del aire acondicionado del interior del bus en vez de pasear “disfrutando” de los humos que expelen los montones de vehículos que ruedan por esta Pucela de mis entretelas.
Esperé en la parada unos 5 minutos y vi llegar lo que me pareció una señora mayor; luego comprobé que simplemente era una vieja.
Opino que las personas de cierta edad se dividen en varios grupos; mayores, ancianos, viejecitos y ¡viejos!

En este caso la envoltura de los huesos de aquel ser humano era rugosa y la osamenta curva. Otras curvas de haberlas tenido, desaparecieron para siempre hace presumiblemente mucho tiempo.

La tal señora llegó a la parada un buen rato después que yo.
Cuando apareció el vehículo nos acercamos a la puerta para abordarlo.
Yo que iba con mi carrito porta maletas y mi bono bus en ristre, hice lo propio ordenada y tranquilamente, cuando de pronto oigo una voz nerviosa a mis espaldas que dice:
- Por la del carrito me voy a quedar sin asiento.
- ¡Que agonías! –pronuncié para mí.
De pronto la anciana que para mi ya se había convertido en vieja, me dio un empellón que me hizo perder el equilibrio y de no haber sido por uno o dos reflejos que aun conservo, no sé lo que habría sido de mi cuerpo.
Tras estabilizar mis redondeces, dije lenta y pausadamente:
- Señora, tiene usted más de la mitad del autobús lleno de asientos vacíos.
Para poder llegar al primero de ellos, nuevamente me propinó otro empujón a la vez que ponía su sobaco –que no axila- a la altura de mi nariz.
Lo que no consiguió a empujones casi lo consigue a “sobacazos” ¡¡que olor!! parecía que la señora para ir teniendo un trabajito hecho, estaba ya empezando a descomponerse.
Por educación y mareo no dije lo que cavilaba, pero pensar es gratis e insonoro y por tanto no ofende. Me despaché a gusto.
- ¡Señora! –dije mentalmente- la del carrito es educada y de haber un solo asiento se lo habría cedido, aún después de comprobar asqueada su intransigencia, ¡so vieja chocha! En vez de apremiar a golpes, podría haberse lavado un poquito ese sobaco tocinero. La sobaquera es la parte del cuerpo de más fácil acceso para las personas de cualquier edad que no sean mancas y usted tiene dos hermosos brazos. Para que se entere, la ancianidad no está reñida con la higiene y quien no se lava, no lo hace ni joven ni viejo.

Estoy convencida que esta “persona humana” en proceso de convertirse en pasto de gusanos, es la clásica que critica la intransigencia de los jóvenes. La que pide respeto sin saber lo que esa palabra significa.
¡¡En fin!! que seguí con mi monólogo mental. Aquella “agonías” ya tenía suficiente.

Dos mujeres sentadas en la parte trasera del vehículo, hablaban con grandes voces. Era difícil no escucharlas. Criticaban a otra mujer y de haber sido cierto lo que decían, era la pécora más grande de estrellas abajo.
Una señora miraba por la ventanilla absorta en sus pensamientos mientras el hombre que se sentaba a su lado se sacaba un moco con el dedo meñique.

Tras casi vomitar del asco, me acerqué a la puerta para apearme. Mi corto trayecto había terminado junto con mis elucubraciones.

Pocos días después paseaba sin excesiva prisa junto a mi hija mayor.
Sin decir nada al respecto porque hablábamos de otra cosa, las dos nos habíamos fijado en un muchacho que se nos acercaba caminando en la misma acera pero en sentido contrario al nuestro.
Era un chico joven de unos casi 30 años, muy alto y corpulento. El final de su cuello sujetaba una cabeza de considerable tamaño, pero tampoco podría haber sido más pequeña porque tenía que soportar aquella norizota y unos labios gruesos como dos morcillas de Burgos.

De pronto el viandante, ajeno a todo, cuando casi estaba a nuestra altura, cerró instintivamente los ojos al tiempo que abría la bocota y los agujeros de su nariz tomaban un camión “TIR” de aire cada uno para soltarlo en un estruendoso estornudo que casi nos revienta el tímpano.
Las dos nos hicimos a un lado protegiéndonos automáticamente del alubión que presumíamos soltaría el pobre muchacho.

¡¡Jesús!! dijimos, mientras nos miramos sin poder contener una larguísima carcajada por la cómica situación. La risa nos duró un buen rato. No podíamos ni siquiera hablar. Recordábamos al pobre muchacho tranquilamente paseando por la acera, y la forma tan repentina como le cambió el gesto para regar gratuitamente la avenida de Segovia.

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