sábado, 7 de junio de 2008

OTRA VEZ ESPERANDO EN LA SALA DE URGENCIAS

(Original de 21-3-2006)

No suelen ser habituales mis visitas a las urgencias de los hospitales, pero sólo pasaron un mes y 16 días desde la última, cuando un leve incidente me llevó de nuevo al hospital clínico y a su inhóspita sala de espera.

No es mi costumbre rezar rogando imposibles; mucho menos iba a hacerlo para pedir a un hipotético “concededor” que la dicha sala estuviera poco menos que desierta y esperándonos a mi pequeña y a mí con los bancos abiertos. ¡Nada más lejos de la cruda realidad!

Tras bajar del autobús -no sin antes comentar lo descaradamente que nos miraba la aburrida pasajera que no teniendo otra cosa mejor que hacer se dedicó a escudriñar nuestra presencia- subimos la empinada a la par que incómoda rampa de acceso al hospital que pronto dejará de existir como tal.

Al llegar arriba, vimos como de una lujosa, nueva y gran furgoneta se apeaba una familia de no menos de 20 miembros gritones y con prisa por ser los primeros en ser atendidos.
Maldijimos nuestra suerte y continuamos camino.
Como no terminaban de bajar todos, nos dio tiempo de llegar a la ventanilla de admisión poco antes que ellos.

Mientras nos tomaban los datos, la numerosa y ruidosa familia hizo acto de presencia en la abarrotadísima sala, de forma tan devastadora como lo hubiera hecho la marabunta.
Todo eran risas, griterío, alboroto…

Tras cumplir el tramite de la recepción de datos, y al girarme buscando asiento, me encontré a un palmo de la nariz con la incipiente coronilla y pelo sin brillo de un ex personaje que acompañando a su muy preñada pareja también acababa de llegar.

Dudamos si sentarnos o esperar de pie, pero viendo aquella maraña humana, sospechamos que el tiempo de espera sería más del que podríamos aguantar erguidas.

Nos sentamos en uno de los destartalados asientos y a nuestra espalda lo hizo la ruidosa y abundantísima familia.

No es quejarse de vicio ni de más; simplemente es recapacitar sobre si era necesaria la presencia en aquella sala cuajada de enfermos, de veinte personas; diez niños de entre 5 y 2 años y diez “abultos” de edades tan variadas como sin importancia para este caso.

¿Qué hacían en un lugar plagado de virus con gorro diez criaturitas inocentes a la par que molestos?

Una de las “abultas” llevaba un bebé en brazos. Imaginé que ese sería el enfermito; quizás el pobre infante estaba aquejado de “un moco” y no encontraron mejor lugar para quitárselo que aquel donde estábamos.

Entre las muchas personas que, como decía; abarrotaban la sala, se encontraba una pareja a poco de entrar en la tercera edad y de aspecto absolutamente corriente, degustando un bocadillo y una botella de agua que intercambiaban entre si con sumo cuidado, de que las migas cayeran al suelo para no manchar sus ropas.

No me explico como alguien “normal” puede comer tranquilamente con apetito en aquel lugar, máxime viendo la persona que dormitaba en el asiento contiguo.
El aspecto del mendigo era igual al del conde de Montecristo cuando escapó de la prisión.

Frente a nosotras se aposentó el ex personaje que no paraba de mirarnos, quizás esperando un saludo que nunca llegaría.

Los diez niños no paraban en sus asientos, entraban y salían, corrían y gritaban como si estuvieran divirtiéndose en un parque de atracciones.

De pronto, sin saber cómo ni por donde, los mayores se volatilizaron y allí quedaron los engendritos –hijos engendrados por ellos- ¡sin animo de ofender! que los niños no tiene culpa de no haber visto una pastilla de jabón ni un peine en sus cortas y “desfavorecidas” vidas.
No eran horas de visita; las puertas de acceso al resto de los servicios hospitalarios se encontraban cerradas. Sólo podían haber salido a la calle ¡que no!, o entrado a las salas de urgencias pero… ¿todos? A los demás solamente nos dejan pasar –como mucho- un acompañante por enfermo – ¡lógico! En muchos casos no hace falta más.

Aunque en este caso volví a preguntarme -y no me contesté- como es posible que teniendo semejante furgoneta, no puedan comprar una pastilla de jabón.
Lo suyo no es pobreza; es marranería o quizás intención de dar más lástima para poder vivir del cuento utilizando impunemente para su mendicidad a cándidas criaturas.

Si nos ceñimos al refrán: “el buey suelto bien se lame”, no os quiero ni contar lo agusto que estaban los diez “cabestritos” –por lo de buey suelto- a sus anchas y largas sin nadie que vigilara sus cada vez más abundantes travesuras.
Cierto es que tampoco les estaban poniendo freno antes de desaparecer, pero así, solitos… ¡tan llenitos de mugre! Al mirarlos ¡inocentes! parecía talmente estar viendo uno de esos anuncios que suelen poner durante la navidad para que se nos atragante la “boyantez” de nuestras vidas. Esos anuncios plagados de niños tercermundistas con los que nos chantajean cada cinco minutos para que apadrinemos. ¡Ellos, pobres! llenitos de moscas alrededor de los mocos y el pelo estropajoso. ¡Esos niños! que cada año son los mismos, como si en el mundo no hubiera otros pobres a los que plasmar.
Los que finalmente recibirán esos dineros, no se molestan ni en cuidar la puesta en escena para hacer más creíble su… “buena voluntad”.

Los que estaban en aquella sala mugrientos, aburridos y aburriendo, eran perfectos para uno de esos “chantajeanuncios”.

Debajo de la mugre, tenían unas caras preciosas. Uno de no más de 3 añitos, era un calco en miniatura de Bisbal; vivaracho, movidito, harapiento igual que los otros nueve, pero a diferencia de ellos; los ojillos de “Bisbalito”, miraban constantemente la punta de su nariz sin poder evitarlo. Yo me hice nuevamente otra pregunta ¿podrá ver bien lo que le rodea? ¡Quizás es el que más suerte tiene de todos ellos y sólo ve esa pequeña parcela de su cara!

Por si fueran pocos los diez “tercermundismitos”, apareció en escena un balón con el que jugaban a lanzárselo unos a otros o a darle otro a uno tales golpes en la cabeza, que con sólo verlos me produjo migraña.

El pequeño Bisbal, era una preciosidad, aunque no quita que una de las veces se le escapó la pelota y para buscarla gateó por el suelo a mi izquierda y me asusté creyendo que era un caniche saliendo debajo de mí asiento.

Otra niñita también preciosa bajo sus harapos, comenzó a brincar de pie en el asiento tras el que yo me encontraba haciendo que el mío se moviera a punto de descoyuntarse.
Lo siento, no me considero racista, soy realista y me limito a relatar todo lo que viví tal y como sucedió, aderezado, eso si, con la fina ironía que caracteriza mis críticas.

Por no hacer un feo, continuamos en el mismo asiento expuestas a ser golpeadas por la niña brincona, los niños corricones y el balón volante.

Ninguno de los presentes nos atrevimos ni a reprender a las criaturitas, ni a morirnos de vergüenza porque en el siglo 21 existan en nuestra ciudad personas como aquellas que no sólo habían abandonado diez niños en una sala de espera de un hospital, donde lo menos que había eran ganas de escuchar algo distinto a nuestro nombre llamándonos a ser visitados y así terminar de una vez la tediosa espera; aun quedaba mucho tiempo para ello.

Mientras; los niños seguían impunemente gritando y lanzando la pelota por encima de las personas que habíamos acudido con nuestras dolencias a un hospital; no a un centro de recreo para divertirnos con las “monerías” infantiles de aquellos inocentes.

El más pequeño de todos, un niñito de escasos 2 añitos, aburrido, terminó tumbándose en el suelo “boca arriba”. Otro lo agarró por los pies y lo arrastró por la sala –cualquier cosa menos pulcra- hasta que ambos se cansaron de hacerlo.

Otra pregunta; de haber sido un solo niño “payo” el que molestara ¿todo el mundo lo habría consentido? o quizás hubieran puesto el grito en el cielo clamando silencio y tranquilidad para sus malestares.

Nadie movió un dedo, ni pacientes, ni impacientes, ni celadores… ni siquiera el menesteroso conde de Montecristo cuando con tanto griterío fue arrancado de los brazos de Morfeo… ¡¡con lo descansado que quedó Morfeo al soltarlo!!

El mendigo simplemente se levantó del asiento y arrastrando su vida y meciendo sus presuntos y más que probables piojos; se acercó a unos de los aseos a evacuar lo bebido.
Al salir tuvo la suerte de encontrar una colilla de cigarrillo a medio fumar. Naturalmente lo encendió y sin más se sentó a fumarlo tranquilamente.

Sólo pensar que el humo que expelía con grandes bocanadas salía de sus pulmones para llegar a los de mi hija y míos, hizo que nos alejáramos de allí con más premura que si de un cataclismo se tratase.
Lo que no consiguieron los chiquillos tan inocentes como sucios, lo consiguió aquel ser tan sucio como… nauseabundo.

“Acomodadas” –es un decir- en los asientos del fondo, podíamos divisar completamente la sala plagada de personas que entraban y salían sin mirar siquiera a la chiquillería cada vez más inquieta y ruidosa.

De pronto, comenzaron a reír sin duelo.
Unan pobre mujer acababa de salir con su cura recién hecha. Cojeaba visiblemente y llevaba la nariz “entablillada” con un aparatoso vendaje.

La pobre mujer, más preocupada por sus dolores que por su cómica apariencia, recorrió lentamente la sala de espera, camino de la calle, ayudada por otra señora que la acompañaba. Tuvo suerte de conseguirlo sin haber recibido un balonazo que le habría hecho menos gracia que a los niñitos su aspecto.

Pasada más de una hora en aquel antro –milagrosamente- escuchamos el nombre de mi doliente hija y su dedo índice de la mano derecha.

Fuimos atendidas con cortesía y gracias a la observación que hice, de que no deberíamos haber estado allí, porque las urgencias están para otra cosa y lo nuestro podría haberlo “valorado” el incompet… el médico de cabecera; también fuimos atendidas con rapidez.

Salimos dejando atrás a todas aquellas personas que por razones diversas, acudieron a urgencias sin sospechar que serían protagonistas de esta crítica.

Últimamente estoy frecuentando en paseos vespertinos las obras del que será el nuevo y modernísimo hospital vallisoletano y dada mi propensión a hacerme preguntas tengo varias de difícil contestación:

¿Las medidas de civismo serán las mismas en las nuevas instalaciones que las actualmente insufribles?
¿Serán diferentes las instalaciones para personas realmente enfermas, que para los que se comportan sin ningún respeto hacia sus “semejantes”?
¿Podremos disfrutar tranquilamente de los servicios que pagamos con nuestros impuestos?
¿Seguiremos pagando impuestos para ser atendidos con menos premura y deferencia que los que nunca pagan… aunque puedan pagar?
¿Durarán al menos algunas horas nuevas, las novedosas instalaciones?
¿Hasta cuando vamos a consentir este racismo que ejercen algunos sobre los que no somos como ellos?
¿Rescatarán médicos en paro –o recién horneaditos- para que seamos atendidos con dignidad y rapidez quienes acudimos por obligación a urgencias?
¿Pondrán en el nuevo hospital salas de recreo para acompañantes excesivos?
¿Tendremos que seguir aguantando semejantes desmanes?
¿Tendremos que seguir aguantando que “además” nos llamen racistas?
¿Tendremos que seguir aguantando?
¿Seguirá dormitando el conde de Montecristo en las nuevas salas de urgencias?

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