domingo, 28 de octubre de 2007

CRÓNICA DE UN SEPELIO




Da lo mismo cómo vivimos o cómo morimos; en nuestra sociedad, lo habitual es que todos terminemos siendo expuestos tras el cristal de un tanatorio, velados en el domicilio de algún familiar o en el nuestro propio.
A “darnos el último adiós”, se acercan personas con las que nos habría gustado disfrutar un “ultimo buen rato”, unas palabras de despedida o simplemente un pedacito de la vida que se nos terminó.

Lo mismo que se invita a bodas y eventos varios para reunirse con la familia y amigos, sería maravilloso poder celebrar el adiós. Si yo supiera cuando voy a morir, organizaría una gran reunión con las personas que realmente quiero, con las que han formado parte importante de mi vida y excluyendo a quienes pasaron por ella sin pena ni gloria, compartiríamos un definitivo “gracias por existir alguna vez a mi lado, por compartir buenos o malos momentos, por darme tu amistad y dejar que yo te entregara la mía”.
Lo malo es que nadie ha podido “asistir” a su propio funeral y “debe conformarse” con ser despedido en la forma absurda en que tradicionalmente se hace.

No entraré en tradiciones de otros países o creencias religiosas, hablaré de lo que conozco por cercano y por haber asistido a más de un sepelio; la mayoría por puro compromiso, algunos de familiares, amigos, conocidos y uno al que no habría querido asistir nunca.

Tras varias horas de interminable velatorio, llega el doloroso momento de mirar el amado rostro del finado por última vez antes de que aparezca el empleado de la funeraria y proceda a tapar la caja.

Con mucho respeto – y con alivio de algunos de los menos allegados- los asistentes abandonan la sala. Acompañan el féretro caminando lentamente tras el furgón fúnebre, o se acercan a la iglesia en vehículos. Naturalmente todo esto dependerá del lugar donde acontezca el acto.

Si el entierro es en un pueblo pequeño, las campanas sonarán cansinas; sin emoción. Nada parecido al toque fúnebre de las campanas de Alaejos… cuando sonaban a brazo y tiro de cuerda; aunque cierto es, que “el toque a muerto”, siempre despierta tristeza porque anuncia que alguien se va definitivamente de nuestro lado.
Si alguna vez las campanas han de doblar a duelo por mí, que sean las de Alaejos.

Unos cuantos esperarán a la puerta del templo para recibir el cadáver mientras los más, irán “cogiendo sitio” en el interior.

El sacerdote saldrá a recibir al difunto, uniformado con los hábitos blancos y demás “adornos” colgando del cuello.
Procederá a leer unas palabras; que digo yo… ¿no es capaz siquiera de aprenderlas de memoria? ¡Si siempre son las mismas!

Después, unos cuantos hombres –o los empleados de la funeraria- portarán a hombros el féretro y lo colocarán al pie del altar mayor para ser honrado.
La parafernalia continuará con la absurda ceremonia repleta de frases tan vacías y retóricas como falsas. Un sermón sin sentimientos humanos, lleno de amenazas en lo que nos espera si no cumplimos la ley de Dios. Esa ley inventada por hombres que son los primeros en violarla.

Cuando el muerto ha sido mala gente, justo sería que fuera ese el mensaje en su despedida, y cuando ha sido una buena persona; con defectos y virtudes humanas también deberían ser resaltadas.

El oficiante –que ejerce una profesión en la que ningún cristiano le pone reglas- debería informarse de la trayectoria humana del finado y ensalzar o reprobar con el debido respeto esa trayectoria. Aunque siempre es lo mismo; al muerto prácticamente ni se le menciona, tan sólo el nombre un par de veces, pero nada de su vida; como si con él no fuera el evento.
Me parece una tremenda falta de respeto y cariño hacia esa persona que acaba de fallecer no ensalzar con más ahínco en su funeral algunas de esas virtudes o mencionar sus defectos si hubieran sido exageradamente destacables.
Quizás en los funerales, los que tendrían que exponer la homilía, deberían ser sus allegados: aquellos que por cercanía mejor lo conocían y por cariño mejor sabrían despedirlo… aunque por lo doloroso del momento y la falta de costumbre, nunca se hace; salvo en ocasiones excepcionales.

Si la ceremonia fuese una boda, elogiarían la belleza; sobre todo de la novia, sin atemorizar a los contrayentes con la vida de sacrificios que les espera. ¿Por qué los muertos no pueden optar a una bonita despedida?

Al final de la tediosa misa, comenzará a llenarse la iglesia con las mujeres que esperaron al final de la novela para “ir a cumplir” y con los hombres que dejan que pase el aburrido sermón en la calle o en el bar y entran solamente al final para formar una larguísima fila y pasar uno por uno delante de los dolientes, inclinar la cabeza en señal de respeto y volver a salir a la calle a seguir con la partida de cartas o los diversos quehaceres que dejaron antes de acercarse a la iglesia a cumplir con ese paripé.

Para colmo, en mi pueblo las mujeres “se tragan” la misa entera, mientras que los hombres, -como ya apunté- suelen entrar al final de ella y tienen prioridad a la hora de comenzar a desfilar; hasta que no terminan de pasar ellos, no lo hace ninguna mujer. ¿Machismo? ¿Tradición? Sea como sea, además de no aguantar la aburrida misa, se libran de esperar la “cola de mujeres”.

Me parece horroroso que en pleno siglo XXI, sigan existiendo estas tradiciones que ni muestran respeto, ni acompañan en el dolor a la familia. Más bien al contrario.
Si la mayoría de estas personas ya han pasado por el velatorio a ofrecer las condolencias; ¿para qué perder y hacer perder el tiempo en la iglesia?

Quienes acaban de despedir a un ser querido, sea cual sea la edad y circunstancia en que haya muerto, están pasando por el peor momento de sus vidas y se encuentran agotados física y anímicamente; máxime si llevaban años al pie da la cabecera de ese familiar enfermo, viendo su deterioro día a día y esperando el final con angustia, ansiedad y temor.

Cuando ese final llega, es tal el mazazo, que lo único que quisieran sería despedirlo en la misma intimidad en que lo cuidaron y comenzar cuanto antes a llorarle, recordarle y extrañarle a solas.

Pocos de esos “amigos” que acuden a la iglesia prestaron ni un solo segundo de sus “atareadas” vidas en acompañar con cariño al enfermo o aliviar la carga a quienes lo cuidaban.
Si la muerte fue repentina, el mazazo es aun mayor; más incomprensible, y esos amigos quizás no vuelvan a acompañar con cariño al familiar, que seguramente entonces, agradecería mucho más la visita que cuando se encuentra abrumado de dolor y gentío.

Es correcto –a la par que inevitable- que a lo largo del día que el cadáver permanece en el velatorio, los familiares reciban muestras de condolencia; aunque nunca deberían ser empalagosas ni exagerados abrazos; simples “lo siento” y un hombro sincero donde dejarles depositar su dolor unos momentos; si así lo desean o lo necesitan.

Me parecería adecuado que esas mismas personas amigas o conocidas, acudan al funeral a rezar por el finado; si esa es su creencia religiosa, pero ir por ir… para que los demás vean que han ido ¡a cumplir!…

Deberían desaparecer esas absurdas tradiciones que no hacen más que terminar con las pocas fuerzas que les quedan a los dolientes y alargan injustamente la ceremonia de despedida al ser querido.

Luego, tras recibir el “pésame” de la maraña de “cumplidores”; partida hacia el cementerio para efectuar el peor y el más doloroso trance.

Menos mal que al cementerio suelen acudir quienes realmente desean acompañar sinceramente a los familiares y no se forma esa marabunta que les estorba e impide expresar su dolor como realmente les apetecería.

Tras el acto del entierro, los asistentes van abandonando el camposanto cada uno con su propio pensamiento y sentir.
A la puerta, nuevamente despedidas; besos falsos y sinceros, mientras la luz del atardecer se tiñe de un intenso amarillo por la preciosa puesta de sol, digna de ser fotografiada.

Descanse en paz el fallecido y aquellos que amorosamente cuidaron de el; descansen sus familiares cercanos y lejanos que lo olvidarán más pronto que tarde y dejen descansar todos aquellos moscones que seguirán molestando “por cumplir” en cada entierro.

Espero que al mío sólo asistan las personas que una vez pasaron por mi vida y dejaron huella de amistad y cariño; aquellos a los que amo y que una vez me quisieron.
Ahora que puedo hacerlo; ruego que se abstengan de acudir a él los “bultos inútiles”.

jueves, 18 de octubre de 2007

LA PLAZA DESNUDA



03-Septiembre-2007

Acabo de ver la plaza desnuda… sí; desnuda de sus piedras, de esas piedras que permanecían silenciosas desde que fuera restaurada en 1981 y que junto a otras que les precedieron casi idénticas, al punto de no notarse diferencia entre unas y otras; seguían manteniendo el castellanismo del lugar.

Ahora, se han llevado para siempre las pisadas de todos los que contemplaron la torre de la iglesia de San Pedro, el ayuntamiento, los soportales y las casas que circundan nuestra querida Plaza Mayor.

Piedras que durante muchos años escucharon el primer ¡PUM! de la Diana con la plaza cuajada de gente; daba igual si la temperatura era fría o si a las siete de la mañana caía agua a mares, de cualquier forma se bailaba la Diana. La lluvia no nos "escachaba" la ilusión.

Las mismas piedras que se han ido tatuadas de otros tantos “día la víspera” y que soportaron los chisporrotazos de las carretillas, y las carreras de los mozos alocados que bailaban bajo las efímeras luces del fuego, con la sola protección de una leve manta, o la cortina que había sido seguramente robada de cualquier puerta.
Piedras que disfrutaron años de toros en la tan típica como añorada e incómoda plaza de palos que desparecieron del lugar en 1992.

También resistieron muchos años de citas entorno; primero a la farola y después a la fuente. Charlas en las terrazas de los múltiples bares que cambiaron de nombre y dueño pero mantuvieron los mismos “parroquianos”… Las piedras han compartido muchos años de nuestras vidas.

Ahora van a adoquinar el suelo de la plaza.

No diré que quedará fea, ni indigna para tan singular entorno, no prejuzgaré el por qué de la medida, pues seguro tuvieron poderosas razones para tomar la decisión de aniquilar las piedras a favor del más económico adoquín.

¡Dinero!; Siempre el maldito dinero ¿qué otra cosa podría sino haber provocado tremendo desatino?

No puedo creer a quienes dicen que las piedras desaparecen porque sobre ellas no se puede bailar. Si eso fuera cierto, las que deberían desaparecer de la plaza durante las verbenas, son las terrazas de esos bares que hacen su Agosto en Septiembre y que nos viene tan estupendamente a los que nos gusta contemplar el espectáculo sin mover un músculo de cintura para abajo.
Esas añoradas piedras, estaban en 1992, año en que –como antes apunté- desaparecieron de la plaza los festejos taurinos.

El “día la víspera” del año 1993, hacía fresco y por tanto no era agradable estar “a pie quieto” en las múltiples sillas que vacías se mantuvieron durante toda la noche.
Jamás vi bailar a tanta gente junta en mi querido pueblo. Afortunadamente conservo una grabación en vídeo de aquel siete de septiembre que corrobora lo que digo.
Quizás fue la novedad de no tener que bailar sobre el montón de arena que acostumbraban a echar sobre las piedras para que no se resbalaran los toros durante los festejos taurinos. ¡¡Eso si era incómodo!! Para bailar un pasodoble o una rumba –que eran las piezas mas habituales- nos entoñabamos hasta las rodillas… y bailábamos como peonzas. Ahora los jóvenes no bailan, porque las “peonzas” las llevan dentro y lo último que notan es dolor en los pies por pisar las “duras piedras” de la plaza.
¡Hay que evolucionar! dicen algunos; la mayoría forasteros. Otros dicen que la plaza quedará mejor adoquinada… ¿mejor para qué? ¿Para cruzar de un lado a otro? ¡¡Pues podían cruzar por los laterales donde las piedras eran mas livianas!!

La plaza quedará preciosa ¡¡porque lo es!! Pero tan hermosa como ha sido hasta ahora, imposible. Me digan lo que me digan no van a convencerme y siempre que pase por mi plaza añoraré sus castellanísimas, incómodas y preciosas piedras testigos mudos de la vida de este pueblo que tras el paso del tiempo, ingratamente las ha matado.

Por otra parte, las piedras también se disfrazaron de asfalto al caerles encima los aceites y líquidos de tantos y tantos coches aparcados en demasía porque los mismos alaejanos que se quejan de su incomodidad, incapaces de caminar unos cuantos pasos más, en vez de aparcar sus vehículos unos metros atrás, entran con ellos hasta la plaza llenándola de los residuos que expulsan sus “caballos a motor”.
Estas queridas y nada porosas piedras, se libraban fácilmente de ellos, ahora los adoquines, en poco tiempo quedarán churretosos y feos a la vista de cualquiera; cuajados de manchas imposibles de limpiar porque estoy segura que quienes son capaces de ensuciar, no lo son de pensar en su conservación por muchos años.

Añoraré esas piedras tanto como seguimos añorando la incómoda plaza de palos cada Casita.
¿Tendremos que añorar también la fuente?

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